29 septiembre 2007

El Mosta.


Jesús Blasco, más conocido por El Mosta, era un hombre de estatura sobresaliente, anchas espaldas, delgado pero de innegable fortaleza, de cara seria, vozarrón áspero y aspecto cetrino, un poco amenazador. Su porte, pese a ser ya un hombre de más de sesenta años, impresionaba a los desconocidos y, por otro lado, como era persona de pocas palabras, tampoco era fácil familiarizarse con él y perderle el respeto con esas confianzas que genera el roce. Sin embargo, nunca se supo, ni nadie pudo decir, que hiciera daño a alguien. Llevaba siempre la camisa desabotonada por la parte superior y por la abertura le brotaba del pecho un matojo de pelo abundante, hirsuto y cano. Normalmente llevaba gorra de visera y andaba siempre de non por el pueblo a la espera de que le saliera algún “servicio”, como él decía, con toda seriedad.
- Mosta, a ver si me coges para el viernes una docena de topos del río.
- Mosta, anda hombre, ayúdame a descargar este camión.
- Mosta, que si te vienes a hacer una mudanza.
- Mosta vente a la obra a acarrear ladrillos.
- Mosta, cógeme un par de docenas de cangrejos para el mediodía.
- Mosta, acércate a por un par de sacos de piñas al pinar.
- Mosta, tráeme una talega de setas, que lleva ya una semana lloviendo.
- Mosta, llévale ese saco de patatas al secretario…
Los “servicios” de El Mosta eran variados, inesperados y sin horario fijo, pero nunca faltaba quien le mandara hacer o ayudar en algo. Tampoco se recuerda que El Mosta se negara nunca a hacer alguno de aquellos encargos, que él, un tanto pomposamente, llamaba “servicios” con un deje de burlona jerga castrense. A cambio, la gente del pueblo, como en un acuerdo tácito y cordial, solía invitarle en los bares a un vaso de vino blanco, que era su bebida habitual. También, y lo que era más importante, cuando llegaba la hora de comer y El Mosta estaba por alguna de las casas de comidas o restaurantes del pueblo, lo normal era que el patrón le pusiera, sin apenas mediar palabra, un plato de comida caliente y un vaso de vino en un rincón discreto del local y El Mosta comiera, y repìtiera si tenía hambre. Era el pago a esos “servicios” variados que siempre estaba dispuesto a hacer sin protesta alguna. No es que le obsequiaran con platos deliciosos, caros o elaborados, pero unas judías con chorizo y un par de huevos fritos los tuvo siempre a su alcance, lo cual, de acuerdo con los tiempos, para él era más que suficiente y aún casi un lujo.
Algunas noches frías de invierno le vi borracho por las tabernas. Iba siempre solo y taciturno. Hablaba para sí cosas sin sentido para los demás. Una noche sobre el mármol de la barra de un viejo bar puso diez monedas de peseta y extendió sus grandes manos poniendo la yema de un dedo sobre cada una de ellas. Apretó las pesetas con los dedos contra la barra del bar, con tanta fuerza que se le marcaron como cuerdas los tendones de ambas manos, y luego levantó las diez monedas, triunfalmente, pegadas a sus dedos por la presión a las que las sometió, elevó las manos por encima de la cabeza sin que ninguna moneda se desprendiese. No he vuelto a ver a nadie hacer eso. Luego, como saliendo de su monólogo interior, soltó, a grandes voces, una retahíla de frases que en él eran habituales cuando iba bebido, con aquellas borracheras solitarias y tristes:
- ¡Ciento cincuenta oficios y ninguno fracasao!... ¡No preguntes quien se ha muerto!... ¡Más me habría valido haber estudiao pa gilipollas!...
A pesar de su impresionante aspecto y sus voces desesperadas y patéticas, nadie se inquietaba, pues sabían que al poco se iría a dormir a la vieja casa semirruinosa que alguien le había cedido en las Travesañas.
Decían algunos del pueblo que El Mosta, aunque no lo pareciera, había sido oficial de aviación cuando la república y que cuando le mandaron bombardear su pueblo, después de darle un par de pasadas con el avión, no tuvo valor o, más bien, no quiso hacerlo y se fue a las afueras y tiró las bombas en un paraje que le dicen la Pinarilla. Hay quien asegura esto y dice, además, que, de vez en cuando, venían a verle algunos de sus antiguos compañeros de la escuadrilla, que no se habían hecho desheredados como él sino que rehicieron sus vidas con fortuna, y que le llevaban en coches estupendos a comer a los mejores sitios de la capital y luego le devolvían al pueblo con ropa nueva y algunos billetes en los bolsillos. Otros, muy bajo y todavía con miedo, cuentan a escondidas que estuvo en la cárcel y en campos de concentración después de la guerra y que, cuando volvió al pueblo después de algunos años, era requerido de vez en cuando en el cuartel de la Guardia Civil donde le daban un repaso para que no olvidara las cosas y que por eso estaba tan loco. Todo conjeturas y sospechas, pues, de esto, nadie asegura nada. Hay cosas que todo el mundo quiere olvidar.
A El Mosta le encontraron una mañana inconsciente y medio helado en la Alameda. Tenía la cara morada, lo mismo que las manos. A su lado había una botella de ginebra vacía. Se había emborrachado y se quedó dormido a la intemperie. Los diez bajo cero de aquella noche de invierno le provocaron una pulmonía doble. El médico dijo que había que llevarlo urgentemente al hospital así que, como había sido militar, cuando El Mosta abrió los ojos se encontró en el hospital militar Gómez Ulla de Madrid. Yo creo que el verse allí, en el hospital central de los militares, acabó de matarle. Dicen que, cuando supo donde estaba, cerró los ojos y ya no los abrió nunca más. Desde entonces ya no ha vuelto a haber en el pueblo quien se ocupe de aquellos viejos “servicios”.

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