25 septiembre 2007

El pórtico de la ermita.


La ermita de la Estrella está a dos kilómetros largos del pueblo. No es un edificio de mucho mérito sino más bien modesto y pequeño. La ermita en sí es de base rectangular con el extremo del altar elevado un par de escalones sobre el resto. En la parte elevada se colocan los hermanos y el Abad, el día de la celebración anual, para participar en la misa y cantar la Salve; en la baja, el resto de la gente más o menos allegada y en el humilde pórtico y en la parte de fuera los más de los que acuden a la romería, pues el espacio interior es pequeño. También los hay, no digamos más impíos pero sí menos píos, que fuman por los alrededores o se toman algo en alguno de los kioscos ambulantes que se montan ese día, concelebrando a su modo.
La ermita tiene adosada una cocina y una especie de recibidor en el piso bajo y, en el de arriba, un comedor sobrio de paredes encaladas y mesas corridas de madera en el que, una vez al año, comen los hermanos de la cofradía y conmemoran una tradición que pasa de padres a hijos desde hace más tiempo del que los papeles guardan memoria. Los que se dedican a eso de la historia dicen que es probable que ya se celebrase la romería en el 1162, después de Cristo, naturalmente, aunque no hay documentos que lo prueben con certeza.
En una pequeña hornacina, sobre el único altar, se pone, el día de la fiesta, la imagen de la Virgen de la Estrella. El resto del año lo pasa en casa de algún hermano de confianza, pues hay desaprensivos que, carentes de respeto con las tradiciones, por arraigadas y antiguas que éstas sean, roban cuanto en estos santuarios se deja. Su aislamiento y alejamiento de los pueblos se presta a ello.
Llama la atención el pequeño pórtico, hundido un par de palmos del ras del suelo de tierra que lo limita, apoyado en la fachada de la ermita que cubre la puerta principal y sujetado por dos vetustas columnas de madera de sabina en su parte externa. Es allí donde los hermanos bailan a la Virgen jotas castellanas que interpreta un dulzainero o gaitero, como otros le dicen, y un tamboril o tamborilero, en ese día señalado.
Cuando uno pasa por allí, un día cualquiera del año, el paraje suele estar desierto, las puertas firmemente candadas y, si el día está bueno y sereno, se escucha el canto de los pájaros en la arboleda que limita con las huertas y también el caer del agua del caño de la fuente de al lado. Y, sólo algunos días, si se tiene el oído especialmente fino, se puede escuchar muy nítidamente, y sobre todas estas cosas, el agudo y penetrante son de la dulzaina y el ritmo machacón del tamboril mientras, de refilón, las figuras ágiles y desvaídas de los viejos danzantes se dibujan bajo el pórtico. Lo puedo asegurar. Sonidos e imágenes han impregnado durante siglos las piedras del pórtico y allí han quedado presos. No hay otra explicación.

No hay comentarios: