07 octubre 2007

Infierno


Hace muchos, muchísimos años, los hijos de Saturno y Cibeles se repartieron el mundo. Como los repartos no tenían leyes muy definidas, a Plutón, como era el más pequeño, le correspondió lo peor, o sea, los infiernos. Plutón se mosqueó cantidad pero, como le dijo su madre, mala suerte, Plutoncín, alguno tiene que bailar con la más fea.
Los infiernos, de aquella época, eran moradas subterráneas donde iban las almas de los muertos para ser juzgadas y recibir la pena que merecieran por sus crímenes nefandos o la recompensa, en su caso, por sus acciones de heroica virtud. Guardando la puerta de los infiernos estaba Cancerbero. Cancerbero era un perro con tres cabezas que, con la amenaza de sus triples aullidos y mordeduras, impedía que los vivos se atrevieran a acercarse a la puerta y que las sombras, que son seres intermedios entre el alma y el cuerpo pudieran salir. O sea, que Cancerbero acojonaba.
- ¿Por qué las sombras son seres intermedios?
- Pues porque, como el alma, carecen de materia pero todavía conservan la figura del cuerpo. Y haga usted el favor de no interrumpir más, que perdemos el hilo.
Según informaciones de fuentes tan fiables como lo han sido siempre los poetas, el gran espacio que ocupaban los infiernos estaba rodeado por dos ríos, el Aqueronte y el Estigio. Así que era necesario atravesar por algún punto de estos ríos para poder alcanzar la morada de Plutón. Para este trabajo había un barquero, un viejo de muy mal carácter llamado Carón, que era el único que, gruñendo constantemente, se atrevía a ofrecer este servicio. Pero, cuidado, que Carón te podía rechazar, de un remazo en las costillas u otra parte de la anatomía, si tu cuerpo no había sido debidamente enterrado o si no tenías el dinero necesario para pagar el viaje. A los que cumplían con las premisas anteriores, el viejo Carón sin dejar de refunfuñar, les trasportaba en su barca a la orilla opuesta, donde Mercurio se hacía cargo de ellos, les tomaba la filiación y les llevaba, debidamente identificados, ante el temible tribunal que había de juzgarles. Por los continuos problemas con Carón, que era un incordiante impenitente, y para evitar listas de espera en los juicios y la, ya entonces criticada, lentitud de la justicia, se decidió, desde tiempos muy remotos, incluso anteriores a la noche de los tiempos, hacer dos cosas: enterrar siempre a los muertos y, además, meterles una moneda en la boca para el cargante de Carón.
El tribunal que juzgaba a los difuntos estaba formado por tres jueces: Minos, Eaco y Radamanto. Plutón, estar, estaba, pero la verdad es que sólo asistía a los juicios más interesantes. Los tres jueces eran íntegros y sabios aunque el mejor era Minos y, por eso, hacía de presidente. Después de emitirse la sentencia, los buenos eran enviados a los Campos Elíseos y los malos arrojados al Tártaro.
Los Campos Elíseos eran una zona de excepcional belleza, con clima agradablemente climatizado, frondas y praderas siempre verdes, enjambres de pájaros de cantos melodiosos, sol brillante, suaves brisas, tierra fecunda que ofrecía espontáneamente varias cosechas al año y flores y frutos y muchas más cositas agradables que no hace falta hacer explícitas ni más nada. Además, ni que decir tiene, totalmente peatonal. Allí no existía el dolor, ni la enfermedad y la vejez, ni las pasiones que mueven a los mortales… Claro, porque los que moraban allí ya no eran mortales y entonces ya no tenían nada que hacer ni preocuparse por nada. Y, se suponía, que eso era la felicidad.
El Tártaro era una gran prisión con varios muros concéntricos y, por si fuera poco, rodeada por un río de fuego, el río Flegetón. Por este río se movían en góndolas las tres furias, Alecto, Meguera y Tisífone que, con una antorcha y un látigo flagelaban sin tregua a los internados en sus dominios, sin dejarles parar un momento, o sea, en plan cabrón. Había hombres y mujeres cuyos vientres eran devorados por buitres, otros haciendo trabajos inacabables sin descanso, otros y otras mordidos por serpientes, dragones y seres monstruosos, otros picados por escorpiones, tarántulas y avispas… Allí estaban los remordimientos, la miseria, las enfermedades, la guerra, el hambre, la muerte, la tortura, los dolores todos y muchos monstruos horribles y malintencionados. Pero a nadie le importaba porque como allí no iban más que los malos, pues todo el mundo sabía que les estaba bien empleado. Algo horrible habrían hecho. Oye, para que aprendieran.
- ¿Y todo eso es verdad?
- Sí, señor, punto por punto. Y ni una sola de estas cosas se ha podido demostrar que sea falsa.

4 comentarios:

andre garib dijo...

me encanta como redactas tan divertido las historias y me pasaria horas leyendo. Pero siempre hay otras cosas que hacer. gracias!!

Soros dijo...

Gracias, Andre, celebro que te haya gustado.
Pero sí, llevas razón la vida está llena de trabajos y obligaciones, ya sabes lo del sudor de tu frente y todas esas cosas.
Un cordial saludo.

Sara O. Durán dijo...

Si nos hubieran explicado la mitología de esta manera, hubiera sido apasionante.
Un abrazo.

Lan dijo...

Gracias, Sara O., a vece uno se deleita escribiendo lo que no le explicaron.