20 noviembre 2007

The Athens of the North


Cuando salió del avión en Edimburgo y entró al hall del aeropuerto, buscó inquieto la presencia de sus anfitriones, los Barbour, a quienes no conocía. Al cabo de unos momentos localizó a un hombre de mediana estatura, calvo, con traje oscuro, muy serio y envarado, que aparentaba unos 60 años y mantenía abierto entre las manos un cartel con un Mr Sánchez escrito en él. Miraba a todos los hombres con pinta de ejecutivos excepto a él porque, claro, no la tenía. Enseguida se dio cuenta de que su forma de vestir no concordaba con la idea que Mr Barbour tenía hecha del visitante que esperaba y que iba a pasar un mes en su casa estudiando, conviviendo y practicando el inglés con ellos.
Hubo de ser él el que llamara la atención a Mr Barbour sobre su presencia. Éste, sorprendido por su aspecto, le miró de arriba a abajo y, con cara de póker, le saludó serio y algo distante y enseguida le dijo, con mucha cortesía, que le permitiese presentarle a su esposa. Sentada en un sofá con dejadez estaba Dorothy, con un bonito traje de raso negro hasta los pies y trasparencias del mismo color en hombros y brazos. Ella, delgada, más alta que él, teñida de rubio y muy maquillada, fue mucho más diplomática que su esposo, le recibió con una sonrisa, dejando caer desmayadamente una de sus manos enguantadas en la suya, de modo que Sánchez enseguida rompió intencionadamente el tratamiento distante y le llamó directamente Dorothy. Ella, consciente de la barrera rota, dijo que estaba muy bien y que desde ese momento se llamarían por sus nombres cristianos. Sencillez ante todo, pensó Sánchez. Ian, o sea Mr Barbour, había enarcado una ceja y le seguía observando con distinguido descaro sin tenerlas todas consigo. Sánchez, que no sabía qué hacer para romper el hielo, le preguntó cómo se decía en inglés chubasquero, a la par que señalaba el que llevaba puesto, de un azul chillón con un letrero de Adidas en la espalda. Él le miró de arriba a abajo y soltó un seco “chaqueta de plástico” a la vez que apartaba de él la mirada censora. Luego le llevaron del aeropuerto a la ciudad. Vivían en la zona noble, cerca de The Meadows.
Al cabo de un par de días, todos se habían serenado. Sánchez se había familiarizado con su casa de tres pisos de estilo victoriano y muebles dedicados y ellos con su ruda llaneza y su forma de vestir, radicalmente informal, según el eufemismo que utilizaron. Ante su petición de que se pusiera un traje para ir a ciertos sitios, ocultó vergonzosamente que no tenía ninguno y adujo que los había dejado en España por considerar que eran impropios, ya se estaba contagiando del estilo, para el verano. Desde luego que, de haberlos tenido, no lo hubieran sido para el verano escocés. Ian, dando por imposible vestirle correctamente, sugirió que con una buena camisa discreta, abotonada hasta arriba, y un jersey azul marino, podría presentarle en cualquier sitio, habida cuenta de que a un español se le podían consentir esas excentricidades.
Enseguida le dieron el horario de clases que iban a observar y le informaron del horario general de la casa. Le preguntaron si prefería el desayuno continental o el británico. En este caso la curiosidad pudo más que la cautela y eligió el británico, paraíso del colesterol como, por supuesto, comprobaría.
Cada día le llevaban a comer a un sitio distinto y, mientras los días de diario las cenas eran en la casa, los sábados cenaban en el George Hotel, bajo una gran cúpula de cristal y con gente trajeada ranciamente. Uno de esos días Sánchez se sorprendió al ver a alguien con monóculo, cosa que él, fuera de las películas, veía por primera vez en su vida.
Con el paso de los días Ian le dijo que tenía 70 años, mientras Dorothy, que parecía mayor, confesó 65. El rito de cada día se realizaba en aquella casa con toda puntualidad. Desde el desayuno a las ocho en punto, primer acto protocolario, todo se desarrollaba según el programa. Las clases venían después y durante toda la mañana.
Antes del “lunch time” de cada día acudían al Royal Overseas League, en el número 100 de Princess Street, donde tomaban unas medias pintas de cerveza con los miembros de este distinguido club, al que Ian y Dorothy pertenecían desde tiempo inmemorial, y que estaba compuesto por un conjunto variopinto de gentes, ancianos en su mayoría, que habían servido a la corona en ultramar: oficiales de la marina real, comandantes y otros jefes de regimientos de la India y otras antiguas colonias, dueños de plantaciones de té en Ceilán y otros países asiáticos, comerciantes, administrativos de puertos y aduanas... más o menos los últimos testigos jubilados, pero aún vivos, de la existencia del imperio británico. Luego, ya después de comer, Sánchez solía darse largos paseos por la bonita ciudad, en parte para dejar descansar a sus anfitriones y en parte para quemar el aporte calórico del desayuno británico, las cervezas y el lunch. A las cinco de la tarde era el “tea time” con shortbread, un dulce típico de allí, y a las siete el “sherry time”, con jerez español y algún aperitivo, para, a eso de las siete y media pasar al salón a cenar. El día finalizaba con las noticias de las nueve y a las 10 se retiraban a dormir, a no ser que a alguien le apeteciera un night cup y un poco de conversación.
Sánchez pasó un mes viviendo de un modo muy distinto y sorprendente. Los personajes que conoció, gracias a los Barbour, por pintorescos que le pudieran parecer, eran reales. O sea que existían, aunque a él le parecía que los imaginaba cada día. El clima atroz que tiene Escocia jamás le permitió mentalizarse ni pensar que era el mes de julio. Su calendario interno se rebelaba. Así, una mañana, que acababan de terminar esa comida oficial que era el desayuno británico, con comentario de periódicos incluido, se asomó al mirador del salón. Con la mirada fija, mientras diluviaba, en los hermosos jardines y en los frondosos setos verdes y viendo como los negros nubarrones se desplazaban ligeros por el cielo de Edimburgo no pudo menos que pensar en voz alta y comentar a sus anfitriones:
- ¡Qué bien se tiene que estar aquí cuando llegue el verano!
- Oh, querido, el único problema es… que el verano aquí es justo ahora- dejó caer Dorothy sus palabras tan lánguida y amablemente como siempre y con ese puntito de guasa tan británica.
Ambos, gente y clima, fueron una novedad para él que, como se ve, no terminó de digerir. Edinburgh the Athens of the North rezaban ese año los pasquines publicitarios de las oficinas de turismo británicas. Y viendo aquel estilo de vida a Sánchez le dio por pensar, filosóficamente claro, de dónde podía venir tanto lujo y refinamiento.

5 comentarios:

Ermengardo II dijo...

Me ha venido a la memoria una carta que escribía Agustín de Foxá cuando fue embajador en Helsinki. Decía: "este año están muy contentos por aqui, porque el verano ha caido en fin de semana"

Soros dijo...

No conocía ese comentario de Foxá. Es muy bueno.
Saludos.

Paz Zeltia dijo...

Decía de su ciudad natal R.L. Stevenson que "Edimburgo es lo que París desearía ser".

Avisa cuando seas tú el protagonista de las historias, (no se me vaya a pasar);-)

Paz Zeltia dijo...

Deambulando por tu blog, de nuevo vine a caer en esta entrada. Recuerdo que me había encantado esta "crónica viajera", y desde luego con una segunda lectura casi un año después, incluso gana.
Consigues transmitir el ambiente muy bien.
Y, desde luego, en cuanto al clima y demás no difiere nada de lo que me han contado quienes han estado allá.

Soros dijo...

Gracias, Zeltia, por releer el blog. También por tus amables comentarios. He releido este artículo, gracias a tu mensaje, y me ha dado un poco de nostalgia.
Saludos.