19 diciembre 2007

La crianza


El Colás y su primo el Quevedo tenían la misma edad. Desde que les salieron los dientes, aquellos dos chicos nerviosos, morenuchos y raquíticos con fuego vivo en los ojos sirvieron para aliviar el trabajo a sus mayores y buscarse su propio sustento. Cuando tenían 9 años, les levantaban sin ningún miramiento a las cuatro de la mañana para que se fueran a las tainas para atender los rebaños de ovejas de los respectivos amos. De escuela, nada. Un pedazo de pan moreno de la tahona del pueblo, a veces duro, a veces revenido y recordado si tierno, y un trozo de tocino no demasiado grande de la matanza sería todo su alimento hasta que volviesen tras la puesta del sol. En cuanto amanecía y aún antes las ovejas debían estar pastando. Igual que a cuidar al ganado, les mandaban a acarrear o a coger yeros o almortas o garbanzos o a escardar o a cavar la huerta o a dar de comer a los marranos o a segar y a trillar si era tiempo o a irse de criados con quien les llamara… Así que el Colás y el Quevedo, explotados sin miramientos a tan temprana edad, se declararon a sí mismos hermandad dual de fugitivos y enemigos de la humanidad circundante.
Cuando tan temprano y a regañadientes iban a las ovejas, lo hacían dando grandes voces por las calles del pueblo, como si pasara algo o hubiera fuego, para despertar a los que pudieran. Si en el camino les entraban ganas de hacer del vientre, lo hacían subidos en un frutal y esparciendo la mierda por las ramas y, si iban menos sueltos, embadurnando con mucho arte las estevas de los arados que yacían esparcidos por los campos… no había acción en la que no buscaran joder al prójimo. Luego, ya en otras actividades amigas de lo ajeno, como poner lazos a los conejos, perchas a las perdices, cepos a todo bicho viviente, robar meriendas a los pastores viejos, ordeñar frutales, tantear huertas ajenas, esquilmar nidos… ponían especial cuidado y aún esmero y escapaban siempre al guarda jurado y a los civiles que, por otro lado, no tenían muchos más sospechosos que buscar. El Colás y el Quevedo corrían siempre pero, por deprisa que lo hicieran, iban siempre alcanzados por el hambre, a la que rara vez le sacaron algo de ventaja. El coto de la marquesa de Casa Vieja-Valdés y los cuarteles en que la señora lo tenía dividido, fueron zona de furtiveo para el Colás y el Quevedo, los cuales no hacían ascos al de Madre Vieja, Alcohete, Fermosoto, Basurto, Mendieta, La Rueda, Piedras Menaras, Torres Corvas, Pinilla… ni a ningún otro de los alrededores.
- ¡Colás, Quevedo, sois peores que siete zorras!, les decía el alguacil que no hacía más que buscarles por las muchas reclamaciones que había contra ellos.
Sus exposiciones a público escarnio encerrados en la balconada del ayuntamiento fueron más frecuentes que raras desde su infancia de hambre, frío y sabañones. Y aún habrían pasado algún que otro día en las dependencias del cuartelillo, si no fuera porque aún eran menores de edad. Pero todo se andaría pues, sin ser aún hombres, ya se habían llevado alguna hostia de las que sargento, jefe de puesto, les calzaba algunas veces a los adultos contumaces.
El servicio militar les separó. El Colás fue a caballería a Calatayud y luego al cuartel de Rapitán en Jaca; el Quevedo lo pasó en Madrid aprendiendo malos oficios con peores compañías. Acostumbrado a la vida a saltamata que en su pueblo llevaba, su paso por la vida militar le pareció al Colás un lujo.
- ¡Papo, aquello si que era vida! Desayuno, comida y cena todos los días y no tenías que hacer na, más que dar de comer a los caballos, limpiar un poco y en cuanto venía algún jefe que llegaba y te decía: ¡Heradio, prepara los caballos!, pues tú ya sabías que esa noche te ibas de juerga con el teniente o con el capitán, que esos si que eran golfos, jugadores y puteros. ¡Papo, la mili, mejor que un hotel!
A la vuelta de la mili, el Quevedo y el Colás tomaron ya derroteros distintos. El Colás se fue a una finca cerca de su pueblo que era de un inglés y que no estaba casi nunca pero, eso sí, cada vez que venía, los criados, estuvieran donde estuvieran, tenían que ir a la casa vieja a besarle la mano. En esa finca el Colás se aficionó a los toros, ya que labraban con bueyes, y a cazar con alguna escopeta del inglés cuando éste estaba ausente, exponiéndose por ello a una hacienda de palos.
El Colás y el Quevedo sólo coincidían ya de braceros en la siega de su pueblo, para ganarse un jornal extra en la temporada de julio y agosto. Los dos iban a pique con las hoces y la zoqueta y luego, a la que terminaban cada sábado, también a pique corriendo los doce kilómetros que les separaban de la capital para irse a la casa de putas de la Marina y ver quien llegaba el primero a acostarse con la gitana.
- ¿Y eso valía la pena?
- ¡Qué sabes tú si valía la pena, gelipollas! ¡Menudo pedazo de hembra que era la gitana!
- ¿Y por qué echábais una carrera?
- ¡Papo!, pues porque el primero que llegaba se tiraba la tarde con ella, ¡tonto los c…, tontilán!
- ¿Y el otro?
- El otro se jodía y se tenía que ir con la bizca, porque sólo eran dos y la madama que era la Marina. Y aunque la bizca era aún más puta que fea, pues no tenía color…¡Donde estuviera la gitana…, rediós con ella! ¡Todavía la recuerdo, sí! ¡Pedazo de changuita!
Poco a poco se fueron distanciando el Quevedo y el Colás. Pasaron algunos años. El Colás se metió en la construcción, pero el Quevedo empezó robando motos, luego coches y después joyerías. Un día aún caluroso de septiembre en un atraco a una tienda de decomisos de la calle Arenal de Madrid, al Quevedo le dieron un tiro en la espalda cuando huía. Desde el suelo y medio muerto, aún tuvo tiempo de disparar el cargador entero al cabo de policía que le hirió con la misma saña que crió en sus entrañas desde pequeño. Los compañeros del cabo lo acribillaron. Con la tenacidad del acero consintió el Quevedo en partirse antes que doblarse. Así fueron su vida y su muerte, rebosantes de resentimiento indómito
Cuando llegó la noticia al pueblo eran fiestas. El Colás, cuando se enteró, se alegró de no haber sido tan sanguino como su primo y no haberle acompañado en sus fechorías a partir de un tiempo. También recordó todo lo que había padecido en la vida para luego acabar así. Pero, por otro lado, con los recuerdos, le dio por beber aquella tarde y cuando a la noche todo el mundo estaba en el baile no tuvo mejor idea que soltar al toro que estaba esperando su lidia para el día siguiente en la misma plaza del pueblo. El alboroto fue considerable pero, por verdadera suerte, el animal no hirió ni arrolló a nadie. Al estar la plaza abierta y para que el toro no se escapase al campo la Guardia Civil lo abatió con un disparo de máuser en una calle del pueblo, ante el pánico del vecindario.
Apresado el ebrio, culpable del desaguisado, y llevado ante el alcalde, éste llamó a los civiles para que lo llevasen al calabozo a la espera de lo que dijera el juez. El Colás, pese a los evidentes efectos de la borrachera, aún reunió la rabia suficiente para decirle al sargento:
- ¡Me pegue usté si tié clase, tío cabrón!
- ¡No haga usté caso, señor guardia, que no habla él, que es el vino!, terció un vecino.
- Y el recuerdo del Quevedo, que eran primos y se criaron juntos… dijo una abuela.

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