30 junio 2007

El cartero


El cartero del pueblo era soltero, no tenía a nadie y ya llevaba varios años jubilado por lo que en puridad no era ni siquiera cartero. El hombre tenía un cáncer terminal en el esófago y aunque llevaba más de un año en tratamiento le llegó su fin el pasado diciembre. Es una lástima que no se permita la eutanasia con este tipo de enfermos, pues le costó una semana de mucho sufrimiento el dejar de vivir, los médicos no le ayudaron en nada, no señor. Un soldado de esos que no hacen prisioneros hubiera hecho un buen servicio. Sin embargo, los médicos, que para algunas cosas no tienen ningún escrúpulo, en estos casos se la cogen con papel de fumar. ¡Vergüenza debiera darles! Un buen marine de los USA te soluciona el problema en un pestañeo, y aunque no estés terminal… si te descuidas.
Cuando murió, amén de arreglar el entierro y demás, tuve que ir a la residencia en que vivía para saldar sus cuentas con la administración de la misma y recoger sus pertenencias. En su habitación tenía mucha comida almacenada: varias cajas grandes de galletas, 8 latas de carne de membrillo, 10 litros de leche, latas de conservas variadas, fruta, pan... ¿Nos haremos todos así, de mayores? Me llamó la atención que entre sus papeles hubiera folios repletos de cuentas y más cuentas, hechas a lápiz. El hombre debía pensar que no le iba a alcanzar su pensión y sus ahorros para acabar sus días dignamente... También tenía dinero escondido por la habitación, entre su ropa, en los zapatos, en la bola que se hace con los calcetines limpios... Casi aparecieron 500 € en billetes de 5, 10 y 20 repartidos por doquier. El caso es que a pesar de ser un humilde cartero rural supe, al arreglar sus papeles, que tenía ahorrados más de 125.000 €. Él sabía que estaba sentenciado a muerte, pero, ¿qué será la vida?, que aún pensaba que le iba a faltar dinero. Definitivamente, mientras se vive, se vive eternamente. No hay duda.
Casualmente y después de la muerte del cartero, encontré una grabación magnetofónica que debió hacerse hace unos 28 años en una cena de Nochebuena en casa de un hermano del cartero que aún vivía. Se mencionaba el año 1979, por eso sé la fecha. La estuve escuchando con pena y sin prisa. Allí permanecían vivas las voces de algunas personas ya desaparecidas y las de otras que no identifiqué, pero que entonces tenían una voz de niños o de gente muy joven. Así que mientras escuchaba esa vieja grabación, en la que las voces alegres de los comensales se mezclaban con el ruido de la cucharas y de los pucheros, pensé en el estribillo de uno de los villancicos castellanos más tradicionales:
"La Nochebuena se viene,
la Nochebuena se va,
y nosotros nos iremos
y no volveremos más."

19 junio 2007

Aturdido.


Hoy bien quisiera escribir, pero no puedo. Hay días en que por tener mucho o por no tener nada que decir, es mejor dejarlo pues ni la sequía de pensamiento permite alardes ni el multiforme mogollón de ideas atropelladas encuentra salida fácil. Así que hoy, mientras deseo que me llegue el sosiego que las últimas noticias me arrebataron, quiero mecerme en la idea de lo poco que somos, durante el pequeño pero intenso momento que vivimos. Al fin y al cabo sólo somos otra especie. Hoy estoy breve y triste. Hoy no me encuentro. Aturdido.



Destino
"...Observa bien esos millones de burbujas blancas y esplendentes que se forman y disipan con cada ola. Surgen y desaparecen al ritmo regular del oleaje. La cresta de la ola las sostiene durante un momento; luego, se hunden y dejan de existir. Ya ves; cada uno de nosotros no es más que ese algo destellante, una minúscula gotita sobre las olas del tiempo que avanzan allá abajo hacia el futuro incierto y nebuloso. Surgimos, echamos una ojeada, y, antes de habernos dado cuenta, hemos vuelto a desaparecer. Constantemente aparecen otras nuevas, y lo que llamamos destino no es más que nuestra lucha entre la apretada muchedumbre de las gotitas en cada uno de los altibajos de la ola. Debemos, sin embargo, aprovechar ese momento: merece la pena."
Ernst H. Gombrich (Breve Historia del Mundo, 1999)

18 junio 2007

Pan sin sal.


Ramón es, sin lugar a dudas, mi mejor amigo. Conseguimos juntos el primer trabajo y después el azar nos puso a trabajar como compañeros en la misma empresa durante más de 20 años y ahí seguimos. Hemos sido amigos en las penas, que hasta ahora han sido pocas pero que prometen ser crecientes, y en las alegrías que hasta el momento han sido más abundantes.
Ramón es el típico hombre de barra y barrio y no solamente porque le guste tomar un vino de vez en cuando sino porque, sobre todo, le gusta tratar con la gente. No puede vivir sin conversación, sin hablar con todo el mundo, sin saber la vida de los demás. Él, al contrario que yo, no es de la ciudad sino de un pequeño pueblo de otra provincia. No obstante, gracias a sus dotes sociales, Ramón conoce a todos, sabe sus vidas, recuerda sus problemas, se interesa por los demás y todo el mundo le aprecia. Es una paradoja que, siendo yo de aquí, cuando vamos juntos por ahí, a dar una vuelta, toda la gente le saluda a él y a mí casi nadie me conoce y menos por mi nombre.
¿Qué pasa, Ramón, a dar una vuelta?
¿Qué hay, Ramón, no subes al pueblo?
¡Qué aproveche, Ramón y compañía!
Ramón, ¿cómo está tu madre?
¿Han salido ya setas en tu pueblo, Ramón?
...
Yo, testigo mudo de sus múltiples saludos, le suelo preguntar después de cada uno.
¿Quién es ese?
Pero, ¿no te acuerdas? Es el amigo del Gil, el molinero, que estuvimos una noche con él y su mujer en la feria, que estaba muy preocupado porque una chica, la única que tiene, se le tenía que casar de penalty con un hijo del Cirilito, el de Alcolea de las Peñas, el cuñao del Falafala. ¡Joder, hombre, no me digas que no te acuerdas!
¿Ese otro, es alguno de tu pueblo?
¡Qué va a ser de mi pueblo!, está casao con una chica del Matías, coño, del Mathews, no te acuerdas, el que se disfrazó de santo y le hicieron una procesión por carnavales subido en unas parrillas gigantes. Me pregunta por mi pueblo porque es del Vivanco que está al lado y siempre nos vemos por fiestas, por cierto que la última vez llevaba una chispa como un tábano.
¿Quién es la que nos ha deseado buen provecho? ¿Alguna de tus compañeras?
¡Qué cojones va a ser compañera! ¿No te acuerdas de la chica del Pichasanta de Sigüenza, la única de las cinco hijas que no es monja? Pero, hombre, si estuvo saliendo con el Sata de mi pueblo, que te conté que la dejó embarazada y como en casa de ella no le querían por bueno (Ya sabes el Sata es abreviatura biensonante de el Satanás) pues la mandó a esparragar, que pa chulo él. Pues esta pobre es la exnovia del Sata, joder, que no te aclaras. Tú no vives en este mundo, tío. El chico ya está para casarse pero al Sata no le salió de los cojones reconocerlo y la verdad es que a esta pobre chica todo el mundo en mi pueblo la aprecia. De él no puedo decir lo mismo, ¡menudo ciudadano!
¿Quién es ese que te ha preguntado por tu madre, Ramón?
Sí, hombre, ¿no te acuerdas de él? Es el Motopeto de mi pueblo, coño, que trabaja en la Bressel y sale con una hermana de la Borricanca. Hostia, hombre, que nos hemos tomado unos cuantos vinos con él en Casa Seco. No me digas que no te acuerdas. Es muy amigo del marido de la chica pequeña del Colás, la que se casó con el Serantes, el hijo del taxista de Loranca, sí hombre, el que trabajó de joven en las pistas de coches de choque de Luciano el Cagamantas.
Ramón, ¿quién es el de las setas?
Pero, leche, el Alcolea. No hay que hacerle mucho caso porque es un fantasma de muchas campanillas, siempre está diciendo que coge montones de setas, que, si va de caza, las perdices por docenas, que, si va de pesca, kilos de truchas así de grandes... Pero tiene mala suerte, un hijo se le ha ido de cabeza y otro, que estaba aparentemente bien, se le tiró por la terraza del octavo piso en que vive. Los que le conocen le llaman el Boqui (por Bocazas) pero ya casi nadie se lo dice porque les da pena, se comprende, después de lo del chico. ¿No te acuerdas de él? Pues él de ti sí y me dijo que fue contigo al colegio lo que pasa es que iba dos cursos detrás de ti. Su mujer es hermana del Barriel, el del butano, sí hombre, la que está con quimio porque le quitaron los ovarios. ¿No te acuerdas del Barriel? El amigo de Quintín el director de la cárcel, el amigo del Rodri que estudió contigo…

Y así vivo mi vida, explicada por mi amigo que me cuenta sus detalles. Educadamente saludo pero, sin mi amigo, pasaría al lado de mis conciudadanos ignorando sus biografías. Socialmente soy un ciego y Ramón mi lazarillo. Soy un pan sin sal. Sí.

17 junio 2007

Leer


¿Un libro…? ¿Para qué?, a ver, ¿qué le pasa a la tele?
Nada es gratis ni fácil en nuestra sociedad, y menos la información. La información es poder y eso no se comparte ni se da graciosamente. Otra cosa es que se nos dé a los ciudadanos la sensación de estar informados. Pero, alguien cree que de veras lo estamos:
¿Qué nos dicen en un informativo estándar de la televisión? Pongamos un ejemplo: Un huracán de nombre Ofelia asola las costas de Cuba, los políticos de la UP discrepan en los planteamientos económicos de los de la UC, en Iraq vuelan otra mezquita, cruel y sangriento atentado terrorista en tal sitio, terribles inundaciones en tal otro, el azote del cambio climático nos acecha, truculenta muerte a martillazos de una santa esposa a manos del pérfido marido de quien no constaban denuncias anteriores, ha nacido una lagartija con dos cabezas en Chinchón, el té verde alarga la vida según recientes averiguaciones, Chorbi Barbi se ha casado con su novio hindú de toda la vida en una ostentosa celebración por el rito balinés y… veinte minutos de fútbol. Menos mal que el informativo sólo dura media hora.
Alguien, honradamente, cree saber lo que pasa en el mundo y además sus causas por medio de estos entretenidos servicios informativos. Alguien se ha dado cuenta de que es muy fácil que la gente nos creamos informados cuando meramente estamos entretenidos. La verdadera información no es pasiva, requiere tiempo, estudio, lecturas, reflexión… Fue el eslogan de la televisión que una imagen vale más que mil palabras, pero quizás sea más cierto que una imagen puede engañar mucho más que mil palabras. En cualquier caso una imagen no informa de lo que hay bajo ella. La información es una lucha amarga y tenaz que lleva un tremendo coste de energía y tiempo para quien la busca. Otra cosa es lo que nos quieran hacer creer quienes pretenden tenernos informados. Radio y televisión, poderosos medios, ambos son medios pasivos, donde el sujeto se siente informado sin esfuerzo, con lo que otros indagaron para él, con la confianza de que no le estén engañando, de que no estén focalizando la información a puntos interesados y, lo que ya sería utópico a muerte, que le estén dando información global sobre el planeta. Pero así queremos ser, que no lo somos, de ingenuos.
Hoy todo el mundo sabe leer, pero ¿Para qué? Si nadie lee.
La relación entre lenguaje, comunicación y poder está muy clara en esta breve frase: “Echa de ti esa sed de libros a fin de que no mueras rezongando, sino de buen semblante y agradecido en tu corazón a los dioses.” La frase no por actual es reciente, la dijo el emperador de Roma Marco Aurelio que lo fue desde el año 161 al 180. El asunto, como veis, lo tenían ya resuelto.

16 junio 2007

La despedida


Hasta hoy no había descubierto que un anciano moribundo me inspira la misma ternura que un recién nacido. La misma indefensión emana de uno y otro. He tardado mucho en descubrir esta simplicidad o, mejor dicho, en observar este hecho simple o complejo. A lo mejor morir, cuando uno es lo suficientemente viejo, es una forma de hacerse niño eternamente tras el largo meritoriaje de la vida, o es, quizás, como una forma de recobrar la dulce infancia, de regresar a esa patria primera de la que todos fuimos forzosamente exiliados.
Entiendo la muerte, es otra evidencia. O sea, me explico mal, como tantas veces, porque las evidencias no hace falta entenderlas, ni se puede, sólo son. Veo el hecho de la muerte porque siempre está ahí, porque todos la llevamos dentro como una semilla que fatalmente germinará en nosotros, porque la mujer que nos dio la vida también nos condenó a ella… pero me duele en el alma la despedida.
Mientras se vive, querámoslo o no, se vive eternamente porque no podemos imaginar nada que no sea vida, somos incapaces. Sin embargo la muerte es un instante, pero es definitiva. Sabemos que los seres que amamos morirán pero, ¡ay!, no somos capaces de asumir, así, de pronto… la firme e inapelable despedida.

15 junio 2007

Morir de éxito


Cuentan de un par de misioneros que se adentraron en las selvas de la Amazonía, por lugares donde nunca antes había pisado el hombre blanco o, al menos, eso era lo que ellos creían. Su misión era dar con esas tribus ignoradas, minoritarias y tremendamente huidizas que raramente se dejan ver ante los hombres distintos, a los que temen porque intuyen que son peligrosos. Los misioneros no tuvieron éxito en sus primeros intentos, pero no desesperaron. De cuando en cuando ayudados por sus brújulas y por sus mapas (en mi cuento no se habían inventado los GPS) eran capaces de regresar a puntos teóricamente civilizados, donde descansar, para, al cabo de unas semanas de recuperación, reanudar sus incursiones por los lugares más profundos y alejados de la selva, en busca, una vez más, de esquivos nativos a los que iluminar con la luz de la fe verdadera.
Tantas y tantas veces lo intentaron que finalmente tuvieron un contacto con un grupo pequeño que primero les recibió aisladamente, con desconfianza, para, poco a poco, terminar llevándoles ante una comunidad mayor, lo que nosotros llamaríamos un poblado.
Los misioneros fueron haciéndose con la confianza de aquellos indígenas y paulatinamente se hicieron entender por ellos, pues no en vano, en sus muchos meses por la Amazonía, habían tomado contacto con gentes de lengua parecida a la de los recién descubiertos indígenas.
Enseguida les hablaron de la otra vida que había después de ésta, de una vida a la que accederían los que se libraran de sus pecados y llevasen una vida honrada, una vida de bondad, aquellos que hicieran el bien a sus semejantes y creyesen en el único ser superior. En esa vida ya no habría sufrimientos, ni enfermedades, ni dolor, ni soledad, ni miedo, ni odio, ni hambre, ni sed… en esa vida nos encontraríamos con Dios, nuestro supremo creador, y con toda la corte de seres celestiales que nos acogerían entre ellos y ante cuya visión maravillosa seríamos felices para siempre. Se trataba del Paraíso, el lugar de la felicidad completa y eterna por excelencia. A ese lugar maravilloso irían nuestras almas, dejando en este mundo la pesada carcasa de nuestros cuerpos pecadores. La felicidad allí sería para siempre y sin vuelta atrás.
A los indígenas todo esto les resultaba extraño, pero los misioneros se lo repetían y repetían mientras les ayudaban en sus trabajos, les curaban sus heridas, les enseñaban cuanto de utilidad podía serles y les trataban con todo el cariño y el respeto que se debe a seres iguales y semejantes a los ojos de Dios. Nunca dejaban de hablarles del Paraíso y de ese Dios que esperaba en él a nuestras almas limpias de pecado y liberadas del lastre del cuerpo mortal.
Una noche, después de unos tres meses de la llegada de los misioneros, los nativos se reunieron cuando éstos ya se habían retirado a dormir en la humilde choza que se habían construido con la ayuda de los indígenas. Los misioneros dormían sosegados, tranquilos, satisfechos de su abnegada labor, convencidos de que los nativos les creían y que la llama de una fe nueva estaba prendiendo en ellos. Finalmente parecía que estaban consiguiendo alguna conversión, algún éxito.
A la mañana siguiente el poblado amaneció desierto, solamente quedó en pie la pequeña choza de los misioneros. Sus dos cadáveres desangrados yacían inmóviles sobre sus jergones de hierbas. Los indígenas, ciertamente convencidos de sus enseñanzas, les habían matado para que llegasen a su Paraíso, viesen a su Dios y fuesen eternamente felices cuanto antes. Sencillamente les habían creído. Los nativos aplicaron su lógica simple. Se puede morir de éxito.

13 junio 2007

Siete días.


Hace muchos años, existió un lejano poblado en las montañas menos accesibles de un país perdido en un gran continente. El país entero no pasaba de ser una pequeña mancha de color en los mapas universales, un borroncillo por el que nadie o casi nadie sentía el menor interés y del que pocos conocían siquiera el nombre. De la existencia del pequeño poblado, ya, qué vamos a decir, mejor ni hablemos.
Pues bien, los habitantes de ese pequeño poblado vivían tan aislados que para ponerse en contacto con la villa más cercana necesitaban siete días de camino entre ida y vuelta. Durante cientos de años el pequeño poblado vivió olvidado, teniendo por metrópoli y fin de su universo la villa que se hallaba a siete días de camino. Los habitantes del poblado, pasaban el tiempo cuidando sus pequeños campos de cultivo y los pocos frutales que la altura del lugar les permitía sacar adelante. Unas pocas ovejas y algún rebaño más numeroso de cabras constituían toda la ganadería que necesitaban y que en aquellas alturas el clima permitía criar. El cuidado de las casas, la recolección de leña para los nevados inviernos y la atención a los animales de corral eran el resto de sus ocupaciones. Los remedios para sus males tenían que ser caseros y, para los casos extremos, tenían la villa a tres jornadas y media de camino. Un rústico herrero les surtía de las herramientas imprescindibles y herraba sus caballerías. De vez en cuando, formando un pequeño grupo, bajaban a la villa para cambiar sus excedentes por otros productos y para saber algo del mundo. Los siete días de viaje eran para ellos una novedad excepcional y casi el único lujo social que daba aliciente a sus tranquilas vidas, siempre sin acontecimientos inesperados ni grandes cambios. Cualquier visitante del poblado era, además de bienvenido, una novedad, no sólo por la persona en sí y lo que era: un maestro que permanecería unos meses entre ellos, un médico en fugaz visita, un forestal a visitar la zona, un recaudador poco perezoso y errado de cálculos, un buhonero mal informado, un fraile extraviado… sino por las noticias que del mundo podía traer el visitante, noticias éstas que, aunque ya tuvieran meses de antigüedad, para ellos eran novedades. La gente de nuestro poblado no tenía prisa y los días en él se sucedieron durante lustros sin más novedades ni alteraciones que las que aportaba el tiempo y las antes citadas.
Sin embargo el progreso, que está hecho para cambiarlo todo, llegó en forma de minería, que es uno de los muchos disfraces irrespetuosos que este señor usa. En aquellas soledades de picos nevados y valles profundísimos se encontraron enormes vetas de carbón. Así que los políticos, a los que nadie por allí conocía hasta esas fechas, aparecieron, ¡cómo no!, con el progreso y, lo que es más, dispuestos a convencer a quien quisiera oírles que el progreso lo habían traído ellos.
Y allí llegó la primera gran trasformación, la carretera. Sin carretera el carbón no podía bajarse a las zonas bajas del país para comercializarlo. Y así nuestro poblado, antes a siete días ida y vuelta de la villa más cercana, no quedó inmune al vértigo de la velocidad y quedó enlazado, desde ese momento, por un solo día con retorno incluido.
Cuando el gobernador de la provincia en la que se enclavaba el viejo poblado vino, ¡cómo no!, a inaugurar la carretera, terminó su ampuloso discurso diciendo:
¡… y vean, compatriotas amigos, cómo el Estado no les olvidó, vean cómo se preocupó solícito de ustedes, y así, el camino que antes les duraba siete días hoy ya lo pueden hacer en uno!
Los habitantes del poblado quedaron en silencio y el gobernador desconcertado al no escuchar los aplausos de aquellos palurdos. Sólo un viejo se levantó y dijo:
¿Y qué hacemos con los otros seis?

12 junio 2007

Perfección


A la vida la hacen buena, como en general a todas las cosas, las imperfecciones, la incertidumbre, lo inacabado, lo inesperado, lo perecedero... aunque también esas mismas cosas la hacen trágica. Casi siempre perseguir lo perfecto significa renunciar a vivir. Muy poca gente está en ese caso y yo creo que tampoco lo desean, en cierto modo se ven abocados a ello por la educación, la religión... Los místicos lo intentaron, cifrando en Jesucristo, o en otros ideales religiosos, la perfección. No sé si alguno lo consiguió de veras, pero sus vidas, si hacemos caso a lo que dejaron escrito, fueron de mayor tortura que las de los que simplemente vivieron sin aspiraciones al camino de la perfección. Puede que algún éxtasis les compensara, lo dudo o, cuanto menos, lo ignoro… No sé, la perfección, por decirlo de algún modo, me parece algo antinatura… casi nazi. Lo he pensado más de una vez. La perfección me da miedo, me asusta, no confío en ella, me llena de prevención... suele haber detrás de ella, siempre, algo raro. Algo ajeno a la naturaleza humana.
Así que, claro, cuando veo esos PPSs, que llevan unos años tan de moda, me gustan poco en general, y sólo los valoro cuando encierran un mensaje de humor contundente que les quita de un golpe ese dramatismo agridulce tenazmente buscado. Cuando van repletos de mensajes altruistas y acaramelados, no sé cómo decirlo sin ofender a nadie, cuando se repiten uno tras otro, cada cual más docto y más perfecto, más noble y más paternal, pues me cargan un poco… Tanto dogmatizar, tanto usar una frase rimbombante tras de otra... no me agradan, me recuerdan a las postales con pie de página que hace años, cuando no había Internet, se pusieron también tan de moda. Prefiero las cosas normales, el buen hacer cotidiano que permanece oculto, en fin, lo de todos los días… los días normales son un bien que apreciamos demasiado poco. Algún día los añoraremos.

11 junio 2007

Dramatizar

Cuando pasas muchas horas en la sala de espera de urgencias de un hospital pues observas de todo. Miras y eres mirado, eres observador y observado. Hoy hay muchos gitanos, por ejemplo, y pocos inmigrantes. El otro día estuve con una gitana de Plasencia, pero que tiene un piso en el Pan Bendito y que me contó que “a su hombre le han operao y mu bien todo pero que ahora le sale miseria por el bujero, que se ve que se la encestao la costura”. Otra que ella es la mala, “por dios santo qué penitas que a nadie se lo desea, que está fatal de las verticales...” Por la noche llegan algunos pinriquis a que les pongan la metadona y hay veces que los pobres deambulan por los jardines un buen rato antes de dar con la puerta de urgencias, así vienen, certeros ellos. Son inofensivos pero con la cara de volaos que llevan asustan a la gente. “Mire, como que el otro día me pegó uno un susto que me quedé totalmente dramatizada”, me dijo una señora muy peripuesta y todavía de buen ver, toda interesante ella y con un pestín a Tulipán Negro de esos que tiran de espaldas. Yo sí que te dramatizaba a tí a poquita intención que pusieras de tu parte, le soltó un castizo de mediana edad mirándola con descaro. Debió captar la mirada porque sonrió pasándose la lengua por el labio inferior discretamente. Siguió su camino pero parece que no le hubiera disgustado la idea. De repente hacen su aparición fulminante un par de coches de la policía nacional y entran a todo correr y porras en ristre hacía alguna dependencia interior de las urgencias, al cabo de diez minutos salen con un joven esposado al que con esposas y todo apenas logran dominar, tal es su grado de excitación. Le meten en la parte de atrás de uno de sus coches y se lo llevan. A eso de las tres de la mañana aparece una pareja de jóvenes que no se sabe de donde vendrán, vienen en una moto de 49 cc. que conduce ella y buscan afanosamente que les reciba no sé quién. La criatura es un cromito pues viene como de fiesta y de cintura para arrriba sólo lleva un minúculo sujetador plateado tan pequeño que sus pechos de adolescente se le salen por arriba y por abajo y por los lados. Ni en la playa he visto algo así, pero ella, como loca, se pasea por aquí y por allá orgullosa de la rosa que lleva tatuada en un omoplato y de lo buenísima y supersexi que se encuentra. Las mujeres maduras la observan y dicen por lo bajo: ¡Pero, hombre, por dios! en ese tono de conmiseración que tan bien les sale.
Las horas caen una tras de otra y a los pocos días ya todo te resulta familiar y de algunas personas sabes ya lo que les pasa o a ver a qué enfermo van, o si te van a pedir 40 céntimos para un café o a quién le puedes pedir tú un favor si te hace falta. Ya sabes a quién le caes bien y quien te elude. Ya somos como un pequeño pueblo de población algo volátil, eso sí, pero domiciliados todos por unos días al menos en la sala de espera de las urgencias, todos con el mismo objetivo: que alguien no se nos muera.

09 junio 2007

12 de Octubre


A su familiar hay que llevarle urgentemente con una UVI móvil al hospital 12 de Octubre de Madrid, es el lugar más cercano donde hay una UCI de politraumatismos. Si le dejamos en este hospital se muere y esperemos que no lo haga en el camino, está muy grave. No se preocupe, la UVI no va deprisa y no es difícil seguirla, recuerde que su matrícula es la 2835-I, por si se despista usted entre el tráfico.
A los pocos minutos, la UVI móvil me dejó atrás, muy atrás, entre el espeso tráfico de la autovía A2. Mientras ella se abría paso con su sirena y dejaba una estela abierta, como una poderosa lancha fueraborda, entre el intenso tráfico de la autovía, eran otros, y no yo, los que aprovechaban la estela de su rebufo para avanzar a toda velocidad entre los vehículos que, impresionados por el despliegue audiovisual de luces y sirenas, se apartaban. Sólo, entre la gran masa de tráfico, me perdí tres o cuatro veces hasta que, por fin, dí con el hospital, tras casi dos horas de viaje. De la UVI móvil sólo guardaba el recuerdo de su matrícula, cuya memorización no me sirvió de nada.
¿Dónde está Tomás Galgo?, pregunté en Información de la entrada principal.
Vaya usted a recepción de urgencias y pregunte allí, me dijo una voz amable sin mirarme.
Espere, no se ponga nervioso, tardaremos, pero se le llamará por megafonía. Me dijeron en la recepción de urgencias.
Eran las siete de la tarde cuando entré en la sala de espera de urgencias. Era una sala en forma de elipse. Sobre las paredes, a una altura de unos 4 metros, en los extremos más alejados de la elipse tenía dos televisores a gran volumen. Hileras de asientos paralelos entre sí se alineaban mirando a ambas televisiones. Los cerca de cien asientos estaban casi todos ocupados. Casi la mitad de la elipse era un ventanal que daba al exterior y el resto de ella, la interior, daba a los servicios de mujeres y de hombres y tenía máquinas expendedoras de cafés, infusiones, aguas, refrescos y alimentos para aguantar, tipo bocadillos, chocolatinas, frutos secos, donuts, zumos, yogures líquidos...
Un conjunto de gente dispar llenaba esta sala de espera. Gente de modesta vestimenta y variada procedencia, inmigrantes de todas clases (americanos, africanos, musulmanes, de los países del este, asiáticos…), gente algo más distinguida que parecía preguntarse a sí misma ¿Pero yo, qué hago aquí?, gitanos en tropa, alguna mujer sola con cara de pena honda, hombres menudos y nerviosos que no paraban de sacar cafés de las máquinas, algunas mujeres bellas que con dejadez desparramaban sus jóvenes cuerpos con la cansada indolencia de la larga espera… Todos mirábamos a los demás conscientes de nuestro propio espectáculo de personajes perdidos, tanto en la espera como en lo inhabitual del lugar.
A las 11 llamaron por megafonía. Era sólo para decirme que me tranquilizara, que no me habían olvidado, pero que aún no tenían noticias para mí.
La sala de espera estaba más tranquila. Muchas personas la habían abandonado ya, cumplidos sus objetivos. En eso entraron, sobre las 12 de la noche, un grupo de mocetones lustrosos de los países del Este. Ocuparon una buena parte de la sala y sacaron bebidas y donuts de las máquinas. Se ve que se reunían allí por ser los precios de las máquinas más asequibles que los de los bares (40 céntimos el café con leche y 1,20 euros el par de donuts). Poco a poco fueron entrando otros inmigrantes con ropa sucia y pobre, eran sudamericanos. Estos últimos venían con sus macutos pequeños a la espalda y se sentaban discretamente en las filas de sillas más alejadas de la puerta. Sacaban algún alimento de sus mochilas, a veces, lo compartían con el compañero y luego, lentamente se iban tumbando gradualmente, como con disimulo, hasta quedar dormidos en la penumbra de los últimos asientos totalmente tendidos sobre tres de ellos. Desocupados y sin dinero, venían a refugiarse allí para evitar el frío relente de la noche. A los pocos minutos, rendidos por el azaroso día sin ventura, dormían como benditos, a veces con el bocadillo a medio comer apenas sostenido en una mano.
Cuando los del este acabaron sus cafés, sus donuts y su conversación se levantaron y se fueron en tropel como habían entrado. Los sudamericanos dormían ya profundamente con el pesado cansancio que sus caras de buscadores desesperados reflejaban. ¡Maldita puta madre patria, para qué vine aquí!
Familiares de Tomás Galgo, pasen por información. Clamó el sistema de megafonía a la una y media de la madrugada.
Suba a la planta primera, UCI de Politraumatismo. Póngase esta pegatina para los de seguridad. Espere a la puerta de la UCI, donde le informarán. No pase hasta que no se lo indiquen.
Una mujer menuda, con el pelo largo y rizado y cara de lista me pide que entre en un pequeño despacho.
Su familiar está muy grave. Tiene fractura de cráneo con sección de meninge, rotura de tres vértebras cervicales afortunadamente sin seccionamiento de médula, rotura abierta de húmero, fractura de dos costillas, una herida profunda en el cuello, varias hemorragias, erosiones y contusiones en muchas partes del cuerpo… seguramente aparecerán más lesiones que aún no le hemos descubierto. Se ha deteriorado su nivel de consciencia y en estos momentos está entubado y con respiración asistida. Como ya le he dicho su estado es muy grave y su pronóstico muy incierto pues todo depende de que le podamos estabilizar. Si lo conseguimos tendrán que empezar con él los neurocirujanos pues si la lesión de la cabeza no se neutraliza, las demás serían secundarias. ¿Me ha entendido usted?
Sí.
Pues entonces quédese hasta que yo le avise. Si no le estabilizamos puede morir en cualquier momento.
Eso haré. Muchas gracias.
A las 5 de la mañana estabilizaron a Tomás Galgo. Primero me dejaron verle. No le reconocí. El camión que le había pasado por encima esa mañana lo había transformado.

05 junio 2007

Castilla


Mi país es duro, seco, pobre, despoblado, gélido en invierno, tórrido en verano, inhóspito y áspero… pero me dio la única patria verdadera que tengo, que es la lengua.


"...Esto es lo que tiene Castilla, que no es ni bonita ni fea, ni buena ni mala, ni siquiera variada o monótona, sino sorprendente, y extraña, y sobrecogedora. Por eso es difícil conocerla y aún más amarla. Pero también por eso, quizás, cuando se la conoce, se le ama y ya no se le puede volver la cara. Castilla es un poco como una droga de amargos y duros primeros sorbos que no hace efecto alguno al castellano, que ya es un drogado, un habituado, pero que sobresalta y espanta al forastero."
Camilo José Cela (Judíos, moros y cristianos).

Abuso familiar


Eres demasiado protectora, ya sé que no es nada nuevo, pero no lo puedes evitar. Tienes que hacerlo tú todo, ya es como una costumbre. Debes aprender a delegar cosas y los que te rodean a aceptar tus delegaciones. Entiendo que tu madre te necesite, ahí no hay elección, debes estar, pero también tus hermanos deben de acompañarla en su enfermedad. El hecho de ser hombres no les exime. Yo lo soy y no me pierdo una y no lo hago porque mis hermanas pasen, que no lo hacen, sino porque me parece mi obligación-devoción afectiva con respecto a mi madre. Lo de tu marido pase, que tampoco, porque si vuestra relación personal no va bien, ambos seguís manteniendo una familia y eso de que tu marido pase de suegros, hijos, colegios, compras, trabajos... me parece vergonzoso. Tus hijos, amiga, no son ya unos críos, no pueden seguir siendo tan dependientes de ti, tienen que saber comprar, hacerse una cena, organizar sus deberes e ir al colegio solos... por favor. Te reclaman independencia continuamente, excepto para que les sirvas. No me extraña que vayas como una moto. Si sigues tapando tú personalmente todos los agujeros puedes reventar por fuera o... por dentro. Hay muchas soluciones y más en momentos de emergencia. Pero yo creo que sigues sin delegar, continuas protegiendo a todos y esto te lo digo admirando, al mismo tiempo, tu abnegación y tu espíritu de sacrificio hacia los demás y sobre todo tu amor tan grande hacia ellos. Sin embargo los cuerpos, que nadie sabe lo que llegan a aguantar, un día revientan. Después dice la gente, pero si era una mujer encantadora, pero si era simpatiquísima, pero si era el alma de la empresa, pero hay que ver cómo se preocupaba de sus hijos, pero cómo ha acompañado a su madre hasta el último momento, pero hay que ver lo agradable y lo maja que es y lo guapa que va siempre... y mira, sin embargo, la pobrecita, sin comerlo ni beberlo, se ha pillado una depresión que está que no puede ver a nadie, que sólo sabe llorar y que ha perdido quince kilos, con lo feliz que parecía. ¡Quién lo iba a decir!
Pero, tranquilízate, amiga. Esto no es ni mucho menos una bronca, pero tampoco una broma. Sólo faltaba que te regañasen después de poner tú toda la carne en el asador. Todo lo contrario, es recomendarte que, además de preocuparte de todos, te quieras a ti misma. Sí, ya sé que es fácil decirlo. ¡Cuídate, cuídate…! Todo el mundo te lo dice y nadie te exime de ningún trabajo. Pero sí, no te dejes llevar por el corazón porque los que te rodean, no es que sean malos, es que no se dan cuenta de que los trabajos se te acumulan, de que todo va sobre tus espaldas y esas espaldas, si sigues así, no van a aguantar siempre. Organízales un poco, que empiecen a ser más autónomos. O sea, que además de lo que tienes, también acumulas una labor pedagógica. Es tu sino, hija mía. Lo que más me fastidia es que parece que te estoy, encima de todo lo que tienes sobre ti y lo que haces, recriminando. Perdona ni quiero ni soy quien para hacerlo. Pero tu caso es un caso de abuso familiar. Como otros tipos de abusos que hoy día se reconocen en la ley, llegará día que se reconocerá también éste. Todos se han montado en el carro y sólo tira de él una persona. Esa persona lo ha hecho durante tanto tiempo que ya ni es consciente del abuso que se le infringe. Ya es hora de que además de darles todo tu amor les pidas un poquito de justicia.

04 junio 2007

El satélite

El satélite no para de dar vueltas a tu alrededor y está en permanente comunicación. Así que satélite es. Además, por lo que cuentas, eres la ilusión de su vida. Ese puntito de adrenalina que le pone especialmente. Por eso se la juega no sólo incluso delante de tu marido sino, precisa y ostentosa e intencionadamente, en los morros de tu marido porque eso le pone aún más. Entre lo redomado y lo sado se siente un boina verde del amor, el comando más intrépido del sexo, el satélite lo pasa bomba con esos subidones que le provoca el considerarse un ser tan listo como para meterse en la boca del lobo y salir airoso. Ni comparación con los puticlubs de carretera que frecuenta, ni color, querida. Es imposible que esas gestas no se las esté contando a sus amiguetes de barra y no ya sólo por la beldad conseguida, que ya cree en propiedad, sino, y aquí reside el gran mérito de sus pícaras andanzas, por la valiosa colaboración de tu marido que, sobre cornudo, sale burlado hasta el punto de servirle como su bobo colaborador. Cuídate, amiga, estás pisando terreno peligroso. La gramática parda del satélite le tiene entrenado para la disputa, las negativas, la lucha caracolera, el descaro más vergonzoso, el riesgo más temerario... porque ese es su mundo, pero su vanidad no soporta el silencio. Silencio es igual a desinterés, a olvido. Ahí pierde los papeles y no sabe qué hacer para recobrar el enfrentamiento, la respuesta, sea cual sea. El silencio mantenido le deja sin tierra bajo los pies y eso no lo aguanta. Ya lo sabes, querida, tú misma. Entraste por vanidad en este enredo y ahora no sabes salir. Serena tu cabeza y deja que ese botarate siga a la deriva. No mereces que te arrastre con él.

03 junio 2007

Paseo de Otoño

El día amanece con la lentitud de siempre y, tras la penumbra del alba, el cielo gris lo impregna todo de monotonía. La luz es del color de la cara de un carbonero, pero no llueve. Dejo mi casa a las ocho y camino con indolencia, disfrutando de la mañana que, aun en su grisura, es muy agradable. No hace aire ni frío. Camino por una ciudad a la que aún no le ha venido del todo el alma al cuerpo. No tengo prisa, dispongo de tiempo más que de sobra para llegar a mi lugar de trabajo. Atravieso con lentitud las calles. Va a ser, mi paseo, el primer placer del día. Me encanta. Lo hago casi a diario, pero no me aburre. Las ciudades, como los buenos libros, se pueden releer muchas veces y siempre hay algo nuevo que se nos pasó o que no estaba y, de repente, aparece.
Los vecinos de un bloque cercano a mi casa, hartos de las juergas, de las pintadas y del botellón del fin de semana en el hermoso patio interior de su bloque, han decidido cerrarlo. Lástima porque ya me había acostumbrado a atravesarlo cada mañana. A uno, con los años, le molesta que le cambien las rutinas adquiridas. Enseguida bordeo el bloque por unos soportales con comercios y bares cerrados. Casi sin darme cuenta llego a la iglesia de San Antonio, una de esas birrias de ladrillo que se hicieron en los años 70 cuando la iglesia estaba de apertura y Cristo llegaba de Palacagüina, hijo de José y una tal María... Si no fuera por las cruces cualquiera pensaría que es un garaje. Enfilo la calle de la Virgen de la Soledad, más conocida como la Llanilla.
Los pocos transeúntes caminan raudos y mirándose de reojo, como vergonzosos de romper la intimidad ajena pringada aún de somnolencia. Cada cual sabe a donde va, nadie titubea y todo el mundo va con la misma seguridad que guía a las hormigas. Los caminos de la gente se entrecruzan. Los automóviles circulan más deprisa de lo normal. Sus conductores han apurado el tiempo de descanso y, nerviosos por la hora, apuran también el de los semáforos. Suena intempestivo el claxon al mínimo despiste del prójimo. Los peatones miran la cara airada del que pita con una pizca de desdén. Y parecen preguntarse por qué tenemos que pagar todos nosotros su impaciencia, su prisa y su mala educación.
En la Llanilla, recuerdo esta misma calle con las charangas vibrantes, en ya lejanos septiembres, llena de público que, por ferias, baja a la plaza de toros. Mi abuela Pilar siempre estaba asomada al balcón del piso de mi madre para ver la animación. Mi suegro, los amigos taurinos y yo la saludábamos muy contentos al pasar. No era para menos, veníamos de tomar café y copa. A la salida del espectáculo una marea humana, decepcionada las más de las veces, se deslizaba entre un atasco de coches, peñistas y peatones variados hasta diluirse poco a poco por las calles adyacentes.
Hoy la calle está en calma y sólo algún bar alberga a unos pocos madrugadores que desayunan presurosamente. Los barrenderos suben por las aceras haciendo su trabajo de mirasuelos resignados. Las casas son casi todas nuevas y, de mi abuela, en el balcón de mi madre, sólo queda el sitio. Un sitio que, como tantos otros, jamás volverá a ser ocupado.
La silenciosa mole de la plaza de toros se queda a la izquierda y llego al Paseo de las Cruces que es, quizás, la calle más hermosa de la ciudad. Hay quien dice que al paseo sólo le falta, para la perfección, terminar en un balcón al mar. Ilusiones de gente de tierra adentro, pero sí, al llegar al final del paseo, parece que se echa de menos un mirador marino. Ganas de imaginar, vicio barato, cosas que nunca van a tener un cumplimiento.
Hoy no voy en esa dirección, sino hacia San Ginés. La zona central del paseo está hoy radiante pese a la luz plomiza. Hace pocos años la pavimentaron con pizarra de la sierra y, mojada como está, hace efectos de agua como los cuadros de Soroya. Las hojas rojas y amarillas que el otoño tira al suelo sin descanso, hacen que la combinación de agua, pizarra y luz se llene de color. A mi izquierda queda el antiguo Gobierno Civil y, muy despacio, recreándome en la vista del suelo, que es como una joya brillante, llego a la Plaza de Santo Domingo. Sin duda la más espaciosa de la ciudad.
La iglesia de San Ginés con su portada seria preside el lado más al Este de esta plaza. Santo Domingo es mentidero de la ciudad y punto de concentración de jubilados. Hoy es todavía pronto para que los desocupados, conversadores mirones, ocupen sus bancos y la transitamos los trabajadores sin detenernos. Algunos son hombres que, muy serios, con cierto aire encampanado y sopesada importancia, van a trabajar a la sucursal de su banco, claro, se comprenden sus modales, tienen que dar impresión de solvencia, dónde iríamos a parar si no; pasan también mujeres elegantes que, de punta en blanco, taconeando y oliendo a aliento de querubín, entran a las oficinas de Hacienda; otros y otras, a los juzgados; chicas más jóvenes, pero también elegantes y gráciles como hadas del bosque urbano, a las florecientes inmobiliarias; camareros, algo de mala gana, a sus bares; currantes en general, presurosos, a sus tajos cotidianos.
Cruzando en diagonal la amplia plaza, llego al comienzo de la calle Mayor, junto a la esquina de los Tejidos Elvira, que es de los pocos comercios antiguos que, inexplicablemente, se ha resistido al acoso inmobiliario. Aquí, la calle Mayor, es peatonal y tiene un suelo de baldosas rosadas y blancas. La confitería de La Flor y Nata sigue donde siempre, como un náufrago superviviente del pasado. Tras sus cristaleras el recuerdo de Lola me sonríe fugazmente y luego desaparece. Yo también le envío un guiño de añoranza a la bella mujer. No ha sido nada, todo ha transcurrido en el tiempo de un parpadeo. Casi ni dolió.
Calle abajo llego a la altura del Casino, o mejor dicho, del Casino Principal, como pomposamente se le nombra en una placa que tiene a la entrada. El Casino, habiendo perdido hoy la exclusividad de otros tiempos, abre su comedor a todo aquel que quiera gastarse los nueve euros que vale el menú del día, cuatro primeros y cuatro segundos, pan, vino y postre incluidos. Si aquellos viejos socios, de cuando entonces, levantaran la cabeza, morirían aturdidos por la democratización del local. ¡No sé donde vamos a parar, mi dilecto Don Nicanor, esto es el acabose! Se siente, ilustres señores, es el paso del siglo XIX al XXI casi de golpe. Algo es algo.
Desde la esquina donde estuvo el antiguo Casinillo, hoy sede central de la Caja de Ahorros, veo el impresionante edificio del Banco de España. Debajo de él cuelga un gran cartel en el que se indica que el viejo edificio de imponente fachada, en desuso hace tiempo, se va a rehabilitar para poner en él la sede de Hacienda.
A partir de la esquina del antiguo Casinillo, entrada de la calle Topete, cambia el pelaje de la calle Mayor. Queda atrás la combinación de rosa y blanco, que casi parece un homenaje a La Flor y Nata, y aparece entre las dos aceras, y a su mismo nivel, una continuación de la zona peatonal que ahora se hace gris por tener el pavimento de adoquines de granito. La zona mojada hace juego con el día. Llego a la altura de San Nicolás, iglesia de las de antes, con su eterno pobre sentado a la puerta. Los pobres de San Nicolás han sido varios en los últimos tiempos y, alguno de ellos, legendario; otros han muerto sin abandonar el puesto y siempre, al que se va, le llega un sustituto. Nunca queda vacante la plaza.
Por los adoquines mojados sólo circulan a estas horas las furgonetas de reparto. La bajada de la calle se hace un poco más pronunciada desde Hacienda, a la altura del Almacén del Carmen (Casa Aguirre) otro de los pocos comercios antiguos resistentes al amor por lo nuevo. Enseguida estamos en la Plaza Mayor. El edificio del Ayuntamiento en su color de siempre, el crema claro mezclado con el blanco, queda a la izquierda. Los edificios de la antigua cerería, la carnicería y demás, que estaban en el lado de la plaza, a la izquierda del Ayuntamiento, han ido al suelo y ya se verá lo nuevo, ahora son obras. El resto, con sus soportales de siempre.
En la calle del Dr. Román Atienza, que sale de la calle Mayor a la izquierda, acaba de caer el edificio donde estaba la cordelería de Olivares y la cestería Casa Montes, con su recuerdo de Camilo José Cela en uno de sus viajes. La piqueta no descansa. Me estoy quedando poco a poco sin lugares que evoquen mis recuerdos, pero, claro, lo dicho, sólo en la calle Mayor 14 inmobiliarias.
Sigo calle abajo hasta Santa Clara, paso por la esquina del bar Soria, hoy cerrado y con aspecto ruinoso. Aquí, los martes, en tiempos, solían reunirse los agricultores y ganaderos de la zona para saludarse, charlar, hacer transacciones o decir mentiras, que todo iba en gustos e inclinaciones. Hoy se nota que la ciudad se ha desplazado hacia arriba y este punto no es tan céntrico como solía.
Llego al ensanche de la Plaza de los Caídos. Con el agua la piedra rojiza del Palacio del Infantado parece que rezuma el tinte ocre con el que, en las tenerías de los Mendoza, teñían las lanas. El brillo de la piedra, casi anaranjado bajo el agua de lluvia, parece que rejuvenece al palacio, le quita el polvo de siglos y le da visos de obra más reciente.
La Plaza de los Caídos, en la Guerra Civil, ¿cuándo iba a ser?, la han remozado totalmente. Ahora parece más amplia con zonas de agua, rampas y varios niveles. Ya no tiene escaleras por ninguna parte y de los árboles de antes sólo han dejado el pino más viejo, un ejemplar centenario. Sin embargo han puesto una serie de bancos que más semejan tumbas de un cementerio. Al final a la plaza no se le va el mal recuerdo que arrastra con su nombre.
Al final de la plaza, a la derecha, queda la iglesia de los Remedios. Yo no la he conocido dedicada al culto. En el siglo XVIII fue convento de las Jerónimas y antes, en el XVI, colegio de doncellas. ¡Los siglos que han visto sus magníficos y airosos arcos renacentistas!
Sigo Calle Madrid abajo, a la derecha quedan las ruinas del viejo alcázar, en larguísima restauración y recuperación, a la izquierda la antigua Escuela Normal que con el tiempo ha ascendido, y ya es Escuela Universitaria del Profesorado. Menudo empaque para la vieja escuela. Más abajo, en el número 22, queda la casa de mi otra abuela. La casa de la abuela María, con sus dos miradores y sus dos balcones. En el primer mirador, según se baja, mi abuela pasó miles de horas haciendo ganchillo y rumiando alguna pena que yo sé. También, todavía, queda el sitio. Es de las pocas casas viejas que no se han derribado aún pero que, como los sentenciados, espera día. Deshabitada, con el tejado convertido en nidal de palomas, los hierros de sus miradores y balcones oxidados, algunos cristales rotos, la puerta principal atada con una cadena... más claro no puede estar, todo anuncia su fin.
Por la cuesta del Hospital, que sigue como toda la vida, pero con construcciones nuevas a la derecha según bajamos, llego al río. Perdón, primero atravieso una rotonda grande que antes de entrar al puente me puede dirigir a carreteras de reciente construcción. Por ellas puedo llegar a barrios nuevos, inventados, recién construidos, alguno con nombre evangélico, como el de Aguas Vivas, pero todos sin significado para mí. O, mejor dicho, ocupan parte de mi espacio familiar pero no están registrados en la intimidad de mi tiempo.
Al atravesar el río por el viejo puente árabe se ve la nueva obra que, cincuenta metros aguas abajo, va a dar lugar a un nuevo puente. El río baja hoy con más agua de la habitual, por las lluvias en la sierra, pero su cauce no es ya el de un río de aluvión. Las presas aguas arriba controlan el caudal de este río de pasadas crecidas repentinas y alarmantes.
Cruzo el puente por la estrecha acera entre una barahúnda imparable de coches, camiones, furgonetas y motos. Al otro lado comienza el barrio de la Estación. Hace años era un barrio aislado. Ahora está todo construido desde la estación del ferrocarril hasta el barrio de Los Manantiales. Llego a mi trabajo y acaban mis observaciones.

02 junio 2007

Con la bala dentro.


Tenía 17 años. Estuvo muy tocado por la muerte de su padre, su desasosiego duró muchos meses... se iba al campo sin rumbo fijo y sin hora de vuelta conocida, vagaba sin recordar los lugares por los que discurrían sus erráticos paseos... se pasaba horas en el cementerio junto a su tumba... no controlaba lo que le decía a la gente ni se enteraba de lo que la gente le decía a él... Pintando, entonces le gustaba pintar al óleo, hizo cuadros rarísimos que asustaban a la gente de su familia y a su madre le hacían llorar...creo que estuvo bastante desquiciado durante meses y nadie tenía la fórmula para que su desvalimiento y su dolor se desvaneciesen. Nadie sabía si algún día volvería a ser el de antes. Sospecho que fue el tiempo el factor más decisivo para que aquella angustia se fuera contrayendo y dejara de invadirle por completo. Sé que muchos meses después se concentró toda ella en un punto pequeño, denso y pesado, que aún ronda dentro de sus entrañas, como a los que se les ha quedado dentro la bala de un disparo y, ya enquistada y curados los daños que en su día hizo, se les mueve de unos puntos a otros por el interior del cuerpo sin dolor, pero sabiendo que ya la llevan dentro para siempre.