24 febrero 2009

La Fambra A


Pero La Fambra era también una ciudad seria, ordenada y con todos los puestos de mando controlados por aquellas personas que miraban de soslayo a toda esa morralla de gente intelectual que, como indigentes de ideario y apátridas de las esencias eternas, pululaban por ella con cansada desgana.
Eran estas personas las que tenían el gobierno de la ciudad, las que detentaban todos los puestos oficiales, las que controlaban la burocracia, las que regían los juzgados, las que controlaban la banca, las que dirigían los negocios, las que mecían con mano firme pero amigable la cuna de cristianismo que lo soportaba todo en La Fambra, desde el fondo del barranco hasta la cúpula de la catedral… en fin eran la gente de primera clase, la representación oficial de la ciudad. Resumiendo, el poder.
Se decían gente recia, herederos de un poder ganado por la mano, cara a cara y por las bravas, en el rigor y la dureza del combate, sin escatimar en fuego, dolor, valor y sangre. Tenían además gran honra en ello pues no en vano, pensaban, levantaron la nación aunque para ello hubieran de levantarse ellos primero. Eran un grupo de elegidos a los que muchos por conveniencia secundaban. Se sentían una élite y hubieron de refrenar en aquel tiempo muchas veces su ira y hacer que practicaban la tolerancia de buen grado con todos aquellos que, llevados por los distintos modernismos imperantes, no veían en su actitud virtud sino normalidad y así ponían su paciencia a prueba un día sí y otro también.
Entre estas personas sonaban poderosos como toques de corneta los apellidos de militares, los de jueces, los de obispos y cargos de la curia, los de financieros, los de catedráticos, los de terratenientes, los de empresarios, los de rentistas y, luego ya, toda la cohorte de barandas, la caterva de aduladores, el grupo de vivillos, el hatajo de oportunistas, la bandada de correveidiles, el pelotón de alcahuetes, el manojo de pisaverdes, la pollada de saludadores y besamanos, el enjambre de pelotas y la manada, creciente siempre, de estómagos agradecidos que acompañaban inevitablemente, como los insectos a los excrementos, a todos esos nobles cargos plenipotenciarios de la verdadera élite ciudadana.
Llevaban muchos años al mando. La gente madura y los viejos recordaban muy bien de dónde les venía el poder y por eso les temían y recelaban incluso de su mera cercanía y presencia. Pero la gente mayor iba desapareciendo y los jóvenes, por contra, ignoraban lo que los viejos sabían. Así, se atrevían a hacer cosas de las que sus mayores se habrían guardado y tal vez eso era lo que le daba a La Fambra ese aire de libertad intelectual que Lázaro apreció.
Por otro lado, el viejo régimen, con sus muchos años de rancia antigüedad en el hecho de sucederse a sí mismo, andaba deseoso de demostrar al mundo que no era cierto lo que de él se decía. Que no había caducado la vigencia de su ideario y que si ahora había libertad era porque en su día ellos se alzaron para sofocar el libertinaje y la anarquía. Que el régimen se había agiornado y estaba dispuesto a tolerar las ideas más variopintas siempre que no degeneraran en desorden ni pusieran en peligro la paz que ellos habían conseguido tan esforzadamente, aunque fuera, con la guerra. Y, con astucia, pensaban que el hacer todas esas cosas, con las que ni en el fondo ni en la forma comulgaban, le daba al sistema ese toque de apariencia plural, pseudodemócrata y parvotolerante que en Europa estaba tan bien considerado.
Sin embargo aquellos prohombres se revolvían y se retorcían internamente al observar a toda aquella barahúnda de intelectuales abominando de la iglesia, siguiendo corrientes contrarias al creacionismo, exponiendo teorías absurdas de la evolución, leyendo a autores marxistas o de claras tendencias izquierdistas y, además, yendo por las calles con esos pelos, con esas barbas y con esas pintas…provocaciones andantes es lo que eran y, además, hablando de libertad a todas horas, como si en aquella ciudad no pudiera seguirse otro protocolo o patrón de albedrío que no fuera el que ellos preconizaban.
De este modo en La Fambra había al menos dos ciudades, la de los que mandaban y la de aquellos que se consideraban por encima de los mandatarios o ajenos culturalmente a ellos cuanto menos, ya que las nuevas verdades que atesoraba su intelecto les hacían sentirse superiores al conjunto de mandatarios preocupados por los cartesianos conceptos de mantener su paz y su orden a ultranza. Y, luego, como siempre, estaban las personas que no entendían a los intelectuales y sí temían a las autoridades y era este grupo el que como única aspiración tenía el que unos y otros les dejaran trabajar en paz y comerse el cocido en su rincón sin sobresaltos ni amenzas.

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