09 septiembre 2009

El restaurante O Zé de Serpa


El restaurante O Zé está en la plaza del pueblo y en él se respira el ambiente del viejo Portugal. Como tantos otros tiene un bar anejo y dos entradas desde la plaza, la una al bar y la otra al restaurante. Dentro, bar y restaurante, se comunican entre sí.
Una familia de doce portugueses ocupa la mesa más grande del local. Hace rato que miran la carta pero no terminan de decidirse. Hay otra mesa, al entrar a la derecha, ocupada por dos ancianos y dos hombres jóvenes que se sientan frente a ellos y que parecen sus hijos. Hay una mesa de dos junto a ellos pero, por esas cosas de no interferir en la intimidad ajena, los recién llegados se sientan en otra más alejada, junto a la pared de enfrente, que tiene tres cubiertos.
El patrón, un tipo adusto de más de setenta años, sale, mira a los recién llegados y, sin mediar saludo, les dice que, si son dos, a la mesa de dos. Al parecer esas finuras de respetar intimidades no van con él, que allí se va a comer y no a confesarse. Obedecen al instante los interpelados y, resignados, se sientan en la mesa contigua a la de los cuatro comensales.
Ninguno de los cuatro comensales habla. Enseguida se nota que existe alguna tensión desconocida entre ellos. Dada la proverbial lentitud de estos restaurantes tradicionales, que hacen la comida reciente y la sirven en un orden rigurosamente sujeto al de entrada, todos los comensales se aprestan a la espera. La última pareja que ha llegado, conocedora de los usos del país, pide vino para amenizar la espera larga que, sin duda, esperan. A su lado, los cuatro comensales siguen en silencio pasada media hora. Los dos hombres aparentan entre treinta y cuarenta años, delgados y de buena presencia; los viejos andan por los ochenta. El viejo es un hombre menudo, humillado físicamente por los años, tembloroso, de cara coloradilla y ojos lacrimosos y su mujer parece una marionetilla con el pelito escaso, rizado y teñido. Ambos visten humildemente, a la antigua, y él lleva boina. El aspecto de los viejos contrasta con el de los dos hombres, ambos bien cuidados, atléticos, tranquilos, amables y que procuran ser tan solícitos como pueden y saben con los viejos. Éstos, sin embargo, mantienen la mirada baja o la desvían hacia otro lado, evitando mirar a los dos hombres que, incómodos también por la situación, mantienen el tipo pese a lo enrarecido del ambiente.
La comida portuguesa es muy buena y abundante. Los viejos no pueden con toda. A los postres, los dos jóvenes que, a lo largo de la comida, han hablado entre sí en un idioma que no es el portugués, piden un postre de la tierra: el molotov. La vieja pide el mismo postre pero al viejo, que parece más delicado de salud, no le dejan. Él va y les dice:
- Muchas gracias.
- ¿Por qué hablas en español si no lo eres? –le dice su hijo.
- Porque tú tampoco eres lo que pensé que eras y yo me lo tengo que callar –le espeta al hijo.
La situación homosexual que la pareja de hombres ha hecho conocer a los viejos, a todas luces, desborda a éstos. Los dos viejos, sin gestos y sin más palabras que las dichas lo ponen de manifiesto.
Cuando pagan y salen, el viejo, que ha identificado a la pareja de al lado como españoles, les despide y les pregunta por Ciudad Rodrigo y por Salamanca y, aunque con prisas, les dice que fue contrabandista en esa zona aunque duda que vivan ya quienes fueron sus amigos allí. Luego se calla, mira a los españoles un momento a guisa de despedida y parece que quiere decir algo, pero lo piensa mejor y no lo dice, baja la cabeza y se va con tristeza, rumiando nuevamente lo que no puede entender.
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