31 octubre 2009

De invitado a advenedizo


Gaudeano era un hombre bueno. Pertenecía al tipo de hombre bueno del que sus allegados apostillan: “Es bueno, pero no tonto”. Y lo dicen para que le quede claro al que escucha que allí andan ellos, al acecho, para impedir al aludido precisamente eso: ser bueno.
El invitado nunca supo por qué le cayó bien a Gaudeano. El caso fue que le volvió a invitar a la finca La Dádiva en numerosas ocasiones. ¿Le sentiría más próximo, en asuntos de caza, que a su hermano Laureano y a sus socios? ¿Le gustaría verle satisfacer una afición tan alocada? ¿Le llevaría su acendrada religiosidad a poner un pobre en su coto?... El invitado no hubiera sabido explicarlo.
Aquello había traspasado los límites de un compromiso casual para convertirse en una costumbre. El invitado pasó a ser habitual en aquella cuadrilla que, con su presencia, se hizo un quinteto.
El programa siempre era similar. Sólo se cazaba las mañanas de los domingos. Una vez santificado el día del Señor con la misa de ocho, confortados los estómagos con el desayuno y templados los ánimos con la copita matinal, enfilaban hacia la finca. La caza comenzaba no antes de las diez y terminaba no después de las dos. Unas rondas de cañas, con los comentarios de las incidencias del día, clausuraban siempre la jornada. Todo trascurría con exactitud casi militar.
Había veces, no muchas, que no venían Laureano y sus socios y, esos domingos, le parecía al invitado que Gaudeano tenía con él más simpatía y un trato mucho más sencillo y cercano que cuando acudía el resto de la mano. También, algunas veces, Gaudeano se encontraba con algún conocido en el bar donde desayunaban. Era, de ordinario, algún hombre mayor de los que cazaban en lo libre. Gaudeano, sin más, invitaba ese día rumbosamente al viejo a cazar con ellos dos. Recordaba el invitado la cara que se les ponía a aquellos hombres que, por la edad, conocían de sobra la finca y el buen rato de caza que les esperaba. Lo dicho: Gaudeano era un hombre bueno. Por sus hechos los conoceréis. Se ha dicho siempre.
El invitado, ya un habitual, se seguía sintiendo invitado pese a todo porque, en el fondo, aquella gente no le consideraba de los suyos y él tenía la total seguridad de no llegar a serlo nunca y, curiosamente, la de no desearlo. Por un lado, era muy remota la posibilidad de que llegara a ser alguna vez lo suficientemente rico y, por otro, era más remota aún la de que, aún siéndolo, quisiera convertirse en lo que ellos a él le parecían. Incluso a la riqueza y a la posición, si alguna vez llegase, el invitado sería, siempre y visceralmente, un advenedizo. Improntas que se llevan con uno.
Acostumbrado a cazar en lo libre, aquella finca era un paraíso de la caza, un don divino. Y ya no le importaba tener que ir a misa, ni esperar a la conclusión del desayuno, ni sonreír tomando la copita con fingida parsimonia, ni seguirles sus conversaciones de altura a Laureano, Licinio y Julián, ni condescender con sumisa mansedumbre a lo que soltaran por sus bocas. Nada le importaba estarse doctorando en aquella adulación jabonosa y, lo que es más, habría hecho hasta un triduo, una novena o una peregrinación a Fátima, Lourdes, Roma o Tierra Santa, si al religioso de Gaudeano se le hubiera puesto por montera que le sirviera en ella de ayudante. Se prometió a sí mismo avenirse a todo, con tal de seguir cazando en aquel auténtico coto de ministros. A tal punto llegó, de perder la vergüenza, con tal de cazar en la bendita finca.
Su pasión ciega no les pasó desapercibida a Laureano y a sus socios y, como eran hombres experimentados en aprovechar las debilidades de los otros, obsequiaban al advenedizo con las manos más duras que, a la par, solían ser las que se prestaban más a ojear la caza que a cazarla, de modo que fueran ellos quienes abatieran las perdices que aquél levantara.
El advenedizo, invitado siempre por Gaudeano y consciente de su condición de tal ante los otros, se aprovechaba también de la condición que ellos tenían desde la misma cuna, de la de señoritos, de cazadores cómodos, de la de casi ser cazadores de caminos. Y consciente de sus intenciones, al darle las peores manos de continuo, procuraba desempeñar lo mejor posible su misión y, enseguida, desarrolló una gran habilidad en ello. De ese modo, a los otros miembros de la mano solían bajarles chorreadas gran cantidad de perdices a tiro de sus pulidas escopetas inglesas y así, bajo su criterio de dueños y señores, rentabilizaban la asistencia de aquel advenedizo, flor de terreno libre, a sus aristocráticas manos de perdiz en La Dádiva. Cosas de señoritos, acostumbrados a sacar de todo provecho.

2 comentarios:

isidro dijo...

El señorito, siempre a existido y existirá para el que no tiene más remedio que así sea, como en el caso del protagonista de tu corto pero brillante relato, que precisamente por su cortedad le hace más brillante todavía.

Chapó... SOROS

Soros dijo...

Al protagonista de la historia no le importaban los señoritos. Sólo quería cazar en aquella finca. A cuaquier precio.
Gracias por tu amable comentario.