26 septiembre 2010

Tumba de la imaginación

Con los ojos muy abiertos y una expectación ilimitada, silenciosa y rendida, que ni siquiera rompía la incomprensión de muchas de aquellas palabras, escuchábamos las historias bíblicas que nos narraban de pequeños.
Tal vez fueron aquellas historias las primeras marcas que se hicieron en la cera blanda y virgen de unas mentes, hasta entonces, ajenas a lo prodigioso. En la primera enseñanza no había nada que las superase. Eran magníficas y extrañas, y nos transportaban a otro mundo: el del mito, que, por otro lado, era el mundo en el que mejor nos encontrábamos los niños y en el que personalmente me sigo encontrando más a gusto.
Tengo por seguro que aquellas historias eran tan adictivas que, degustadas sin control ni mesura a edad tan tierna, he sido incapaz de rehabilitarme con los años.
La realidad que he ido viviendo, sin desmerecer en bastantes casos a las historias bíblicas más crueles, me ha dejado, sin embargo, peor sabor de boca.
Mi mente, seguramente igual que la de todos, comenzó a imaginar prodigios ajenos a la vida. Sin embargo, adoctrinado tan tempranamente en su existencia, me empeñé en ver arder zarzas inextinguibles que, por su condición, aún arden en alguno de mis recovecos, ajenas a los jarros de agua fría. Terminé, a mi pesar, descubriendo también algunas estatuas de sal, forjadas a fuerza de volver la cabeza a la verdad, pero bellamente diseñadas al gusto de una época tan deliciosamente estilosa como la que vivimos.
Pero, en general, mi mundo mítico se ha ido degradando a la fuerza. Tengo que reconocerlo.
Los canastos flotantes donde navegaban inocentes, con una última pajita de esperanza pegada al ombligo, flotan hoy a la deriva, o son definitivamente sepultados por avenidas o tsunamis. Los cayados y varas, que se convertían en serpientes, han caído en desuso por mor de la protección medioambiental y porque las protectoras de animales no transigen. Los nigromantes, los magos, los oráculos, los profetas y todo el gremio de adivinos sólo pueden trabajar legalmente en la Bolsa aunque regulen, como antes, apariciones, desgracias y tinieblas. Las codornices y el maná del cielo únicamente pueden caer en forma de ayuda humanitaria. Las nubes y estrellas guiadoras se han visto desplazadas por el GPS. Las trompetas y tambores, que otrora derribaban murallas, se hacinan en los campos de fútbol sin ningún miramiento. Los forzudos han quedado para los gimnasios o van de guardaespaldas. Los gigantes trabajan de seguratas en las discotecas o se han ido a la NBA. Los héroes hacen cola en el paro de larga duración. Los carros de fuego los fabrica la Chrysler. Los certerísimos honderos ya no tiran piedras, como mucho juegan al tenis. Para paraíso terrenal vaya usted a Cancún o a la Ribera Maya. Tierras prometidas y pueblos elegidos cada dos por tres tenemos uno nuevo, sufriendo, incomprendido y anhelante, por su estatuto diferenciador. Y, ¿qué decir de aquellas plagas, úlceras, llagas, lepras, epidemias y pandemias?, pues nada, que tampoco, que ya tenemos a la Organización Mundial de la Salud al tanto. ¿Y de aquellas luchas tribales, de aquellos asedios, conjuras, deposiciones, anexiones, exterminios, batallas, guerras y demás conflictos armados entre faraones, reyes, emperadores y caudillos?, pues que ahora se hacen bajo la supervisión de la ONU. ¿Y de las idolatrías, los conflictos entre sumos sacerdotes, arcas y patriarcas, blasfemias, tabernáculos y cleros, altares y moradas, perfumes y óleos, corderos y pan ácimo, torreznos y jamón, ablación, oblación, circuncisión, esclavas, concubinas, esposas, velos, templos, sacrificios, holocaustos, expiaciones, usurpaciones y profanaciones, animales puros e impuros, inmolaciones y sacrificios, ley del talión, caridad, años sabáticos, jubileos, maldiciones, bendiciones, lámparas y candelabros, exploraciones, cóleras e intercesiones, diezmos y tributos, anatemas, cismas y otros asuntos que afectan a la trascendencia?, ¿eh, qué pasa con ello? Pues, muy sencillo, la Alianza de Civilizaciones y hemos terminado.
Esto de dejar al Señor Yavé sin trabajo nos está dejando sin imaginación. Y es una pena.

24 septiembre 2010

Tú sigue así...

Los narradores hacemos lo que nos da la gana, o eso nos creemos. Sin embargo, hay veces que los personajes te siguen dócilmente o, por el contrario, hacen que tú les sigas a ellos en una especie de tiranía gozosa que te arrastra, ayudándote a encontrar ese rincón masoquista y consentidor del que, quien más quien menos, disfrutamos a solas y furtivamente. Y es que los narradores somos muy influenciables y, como los adolescentes, nos dejamos llevar al precipicio por las malas compañías. Puede que el asunto tenga que ver con esa falta de fe en la gracia de Dios que da la fe, cerrando un bonito círculo vicioso, y que algunos queremos compensar con el gozo de percibir, y hasta querer narrar, la gracia de los hombres o su desgracia que, para el caso, viene a ser lo mismo o, a una mala, inventando ambas cosas y escribiéndolas siempre. Y es que eso de hacer lo que te dé la gana, desengañémonos, inexorablemente desemboca en el vicio.

19 septiembre 2010

Bromatología casera

Que no me vengan diciendo que antiguamente no se enseñaba a la infancia a respetar la naturaleza. Se enseñaba, claro que se enseñaba, pero no como ahora que todo es volverse vegetariano, no utilizar pieles, estar contra los toros, la caza, la pesca, la matanza de cetáceos y de focas… y que si el equilibrio ecológico por aquí y el equilibrio ecológico por allá, que antes no sabíamos de su existencia y ahora la ecología no se nos cae de la boca. Que ya tiene uno un lío en la cabeza que no sabe qué comer que no proceda de otro ser viviente. Que se le pone a uno la carne de gallina al pensar la de cadáveres que lleva digeridos.
Y nadie podrá decir de mí que no soy razonable, ni que no veo las cosas en su justo punto. Por ejemplo, yo comprendo que estuvo muy bien que nos quitáramos de aquella tradición, que a decir de los historiadores tuvimos tantos años, de comernos los unos a los otros. Los detractores, que eran gente de cultura, la llamaron antropofagia para que diera más asco. Pues bien, a pesar de ello, costó lo suyo. Porque era la canción de siempre con lo de las tradiciones: tenía sus fanáticos defensores. Y no había manera de que se apearan del burro, pues sostenían que, ya que has matado a un congénere, lo mejor es aprovecharlo, que, si nos dedicásemos a ir matando personas por ahí sin comérnoslas, el matar por matar se iba a convertir en puro vicio. Sin embargo, con mucho esfuerzo, se consiguió erradicar la antropofagia en casi todos los puntos del planeta y, desde entonces, ya no nos comemos los muertos que causamos. Ven qué fácil. El ser humano dio un gran paso, aquello fue un avance. Y fue entonces cuando se puso de moda, y aún sigue, aquella frase que decimos con orgullo: ¡Hombre, estamos entre gente civilizada! La Humanidad ganó muchos puntos y la especie comenzó a tener un pase.
Bueno, pues ahora la hemos tomado con los animales. Que consumirlos es un atraso, que no es sano, que vamos a terminar con la vida. Y yo, que a razonable no me gana ni Descartes, me digo: ¿Y con los vegetales, qué pasa? ¿Es que no son seres vivos? Pues nada, con esos no hay piedad. ¡Coño, que hasta me da pena de ellos!, ¿es que es más digna de respeto una gamba que una espiga de trigo, vale más la vida de un centollo que la de una lechuga? A poco que pensemos, veremos la luz.
Así que llego a la conclusión de que cuando era pequeño me enseñaban cosas más comprensibles, realistas y románticas, verbigracia: que a las cigüeñas había que respetarlas porque traían a los niños, y a las golondrinas porque fueron ellas las que le quitaron las espinas al Crucificado. Y todos lo entendíamos, y teníamos un respeto hacía unos valores evidentes y didácticos. Y nos criábamos en una armonía que daba gusto, con una ausencia total de remordimientos tras zamparnos un bocata de chorizo después de la matanza, unas chuletas de cordero degollado o un estofado de pollo muerto. Esto de la ecología, lo crean o no, está trayendo mucha cizaña y mucho enfrentamiento gratuito. No me extrañaría que algún día la suprimieran por decreto.

08 septiembre 2010

Y yo contigo

¡Y yo contigo!, decías hace años, tan sencillamente obcecada como espontánea y decidida, cuando me disponía a dejarte para salir con aquellos amigos que se resistían a redimirse de la perdida y cercana soltería. Y ellos, exasperados, alérgicos a tu incómoda y singular presencia femenina, exclamaban furiosos: Ya estamos, ¡yo contigo! Pero a mí me encantaba lo inusual de tu gesto, tu voluntad agreste y primitiva. No me importaba, al contrario, me divertía que, en su fuero interno, pensaran que yo era un calzonazos, incapaz de poner a su mujer en su lugar. Pero nuestro lugar, pese a ellos, era, ya entonces, el mismo.
En el cuadrante sereno de tu amor, soy incapaz de dibujar una ecuación del desengaño. Ninguna coordenada pasada, aún si la hubiese, desbancaría la sólida y cálida línea del sereno presente, del mullido pasado apasionado y del futuro y su después, al que, si lo hubiera y aseguran que lo hay todos los credos, quiero ir contigo. Y yo, aunque incrédulo, empero quiero que lo haya y, además, que esté tan lejos, que quede mucho más allá de Dios que, hasta la fecha, es el punto de referencia más lejano, tanto, que algunos aseguran que se ubica mucho más allá de todas las suposiciones y que es blindada su existencia, independiente de cualquier negativa, científica o agnóstica, que justifique el hecho razonadamente o lo ignore con la rotundidad del que no sabe. Dios les oiga y tome nota de la geometría, madre de las medidas infinitas. Una vez allí, te dejaré elegir camino y, cuando lo tengas decidido, y lo inicies, no lo dudes, te cogeré la mano y te diré, colgado una vez más del paraje sereno de tu compañía: ¡Y yo contigo!

04 septiembre 2010

El día a día

Y a medida que uno se hace grande, perdón, quiero decir viejo, va notando como nos rodeamos de leyes, de reglamentos y, en general, de normativas, incluso para lo más fútil e intrascendente. ¿Cómo lograr si no la paz y la armonía entre nosotros? Y, con el tiempo, terminamos identificando esa paz, artificial y laboriosamente conseguida, con la justicia, que, ante la imposibilidad de dar a cada uno lo suyo, nos da a todos lo mismo, sin caérsele la cara de vergüenza. Y la unión de esas dos, más que realidades, percepciones, ya bastante sospechosas en su origen, suele regir nuestra monótona vida. Y nada de eso, bien mirado, hace que el mundo progrese, sino que se mantenga como está, como si hubiéramos llegado a la idea de que así debe ser, que el mundo no va más, que esto es partida de ruleta cerrada. Y, cada día más, las personas hacemos del conformismo un logro, y por tal lo tenemos como dogma de fe, y ya no quiere nadie ir más allá de lo estrictamente seguro, consuetudinario o admitido, porque no es bueno hollar terrenos peligrosos, tácitamente vedados, ni poner toda la carne en el asador. Dios nos libre.
No hay más que un orden, el nuestro; no hay más que, como Dios, una economía: esa vieja y caduca de siempre que tilda de holgazanes y parásitos justamente a quienes la sostienen. Y así, de hecho, queda silenciado y capado cualquier talento innovador que pretenda mear fuera del tiesto. La legalidad es una manta protectora, aislante, cegadora y ensordecedora. La mente humana necesita volar, pero, ¡ay!, es incapaz de hacerlo en un cielo surcado por tan exhaustivas reglamentaciones y conveniencias, y cada vez es menos raro que, si se atreve, algún francotirador no la derribe en el acto. Y, claro, de este modo, pocas personas llegan a ser felices, asfixiadas por el manto cobijador de la seguridad y el orden. Una seguridad tan ficticia como lo son sus bases. Y, a medida que nuestra vida se hace más compleja, aumenta y aumenta sin cesar la normativa. Tal vez, nos lo presenten como ineludible, en aras de conseguir un orden prefijado, y así, sin darnos cuenta, terminamos por perder hasta la noción de libertad.
¿Merecerá la pena? ¿No será la libertad, que creemos tener, una entelequia? Algunos dicen que esto viene de siempre pero, qué quieres que te diga, yo vivo ahora.