09 enero 2011

Viaje a Barcelona

Desde Madrid, el AVE le pone en Barcelona en unas tres horas. Apenas hay paradas y una buena parte del paisaje lo dejan entre paréntesis los túneles. La vista no tiene tiempo de enfocar los detalles. Apenas hay lugar para el intento de identificar parajes conocidos. La velocidad escamotea vistas al viajero pero, a cambio, le regala tiempo. Y, algunos, no están muy convencidos con el trueque. Sin embargo, no vale la pena discutir sobre estas cosas del progreso y nadie, como ya es hábito, lo cuestiona.
Desde la estación de Sants un metro eficiente y limpio, lleno de gente silenciosa que lee, dormita o finge no mirar a ningún sitio, le deja en unos veinticinco minutos en el centro. Y repara en que los viajeros del metro, como los del AVE, han pasado de viajeros a ser gente transportada como, por otro lado, les ocurre a todos y en todos lados con esas cosas, un día extraordinarias, a las que ha ido amaestrando la costumbre.
En la estación de Liceu, en el centro del centro del casco antiguo, abandonan algunos esas catacumbas eficientes del transporte público y emergen a la ciudad. Es en ese momento cuando al viajero se le multiplican los sentidos y recobra la conciencia de sí mismo. La tecnología del transporte ha culminado con éxito la parte pasiva y pagada de su viaje. Ahora, en medio de la ciudad, fuera de las tripas iluminadas artificialmente, topa con la luz natural, con el bullicio, con el tráfico, con el paisaje urbano y, despistado, apenas tiene conciencia de que se inicia un viaje nuevo. Sabe que el itinerario ha dejado de estar mediatizado, que se ha convertido en voluntario, selectivo y verdadero. Él lo desea lento y concienzudo. Sin embargo, recobradas las riendas de sí mismo, sabe que no tiene ninguna garantía de éxito porque abandonó la maquinaria del traslado y ya, fuera de ella, todo resulta aleatorio, circunstancial, y humano. Y son sólo sus propias percepciones las que le van a dar una solvencia siempre limitada. Es el viaje. El viaje recobrado.

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