12 febrero 2011

Escopeta negra

El prurito de hacer carne nunca se le quitó de la cabeza. Ya, cuando empezó, lo llevaba en la sangre. Algunos, que lo conocían bien, hubieran dicho que desde antes de nacer.
Apenas tiró los dientes de leche, a las ovejas le mandaron. Y, a los doce, ya era un experto en alares, lanchas y otros garlitos. Había quien decía que, contando las cerdas que arrancó de la cola de las caballerías cuando los alares, hubieran sumado más espartos de los que hay en algunos atochales.
Sus primeras escaramuzas en el campo, cuando se hizo con escopeta, tenían un fin muy definido. Y como a sus andanzas no les convenían espectadores, solía, en sus salidas adelantarse al sol. Alboreaba apenas cuando ya estaba junto al palomar. Una pedrada en la puerta y luego, al revuelo de palomas huyendo, los dos tiros. Si valía la pena se repetía. Lo importante era llenar el morral. Luego, bien cerrado, esconderlo bien bajo las piedras de un majano. No quería que le pasara lo que aquella vez.
- Abre el macuto, Colás –dijo el sargento.
- Papo, mi sargento, si no llevo más que cuatro palomas –dijo obedeciendo.
- ¿Cuatro? Pero, Colás, ¡si esas palomas son de palomar!
- Pero, qué dice, mi sargento ¿Esto de palomar?, ¿esto de palomar? ¡Si es paloma juja, paloma montesina! ¡Parece mentira, mi sargento!
Desde entonces ponía las palomas en lugar seguro para, a la vuelta, pasarse a por ellas. Su afición por la caza no se correspondía con sus habilidades. No sabía tirar y, menos, podía desperdiciar cartuchos al precio que llevaban. Así que sus comienzos, aparte de lo del palomar, fue especializarse en tirar cuando los animales se quedaban de bolo.
- ¡Papo, si en aquellos tiempos, había días que salías con media docena de cartuchos!
Como ciencia en el campo no le faltaba, basó su aprendizaje con el arma, no en el ensayo y el error, sino en asegurar. Así que se hizo un experto en preparar el tollo en abrigaños con visibilidad y, siendo el tiempo lo único en lo que no escatimaba, esperar. Así pasaba horas, del amanecer o del crepúsculo, esperando ver venir a la liebre a recogerse o a iniciar sus andanzas noctunas. Cuando entraba la rabona, la siseaba suavemente, ésta se amonaba levantando las orejas, y el tiro la buscaba sin error.
También aprendió a apostarse en los cotarros antes de la primera luz. Sentado cabe una piedra o emboscado en el breñal cerca de los bardos. Dominando las bocas que le fuera posible, acechaba el devaneo corretón de los gazapos. Al amonarse alguno, aseguraba.
Igual hacía en las pobedas y choperales esperando a la torcaz, y entre los tarayales y bayuncos de las espuendas cuando había movimiento de azulones.
El azar de las frecuentes y largas esperas le hizo encontrase, a veces, con lo que no esperaba. Algún raposo, con el aire de culo, se le metía de cuando en cuando en las narices.
Otras, apeonando al albur, le entraba el bando de perdices. Y en esos lances aprendió a tirarles al hilo. Porque ya había descubierto que el tiro de una escopeta sobre el suelo era como un latigazo longitudinal que, bien administrado y dirigido, podía llevarse los animales alineados. Sin embargo, el esperar que dos o más perdices se pusieran al hilo podía poner de los nervios a cualquiera. El equilibrio entre tensión y avaricia se convirtió en otra de sus habilidades.
Lógicamente en todas estas lides no se precisaba perro. Pero, como en astucias y en habilidades el Colás fue siempre aplicado, no tardó mucho en aprender y, enseguida se pasó a recechar, pero no barzoneando como otros, sino poniendo en ello toda la sabiduría acumulada en sus muchas horas de mover campo, al careo del ganado, o de hacer campo quieto, como le decía a las esperas. Y así muchas de sus asomadas, en vaguadas y caballones, eran atinadas y seguras y, con la escopeta, cada vez más certeras.
No tardó en ascenderse a sí mismo a la caza al salto. Y entonces llegaron los perros. Y, claro, la infusión de su ciencia al animal acompañante era cosa tan rápida como la de los vasos comunicantes. Y sus perros alcanzaban enseguida el doctorado en registrar majuelos, pajonales y rispiones, en mover al pelo en mohedales y sardones y en marcar la perdiz en las vargas sin adelantarse. Pero eso ya es otra historia.
Hoy sólo quería recordar aquéllos comienzos del Colás. La primera escopeta negra que conocí, que acompañé, que me enseñó casi todo lo poco que de caza sé, y que tengo por amigo.
Para quienes no lo sepan, una escopeta negra es un término, un poco camp, que significa cazador de oficio o, para los señoritos de entonces, designaba despectivamente a un furtivo.

8 comentarios:

isidro dijo...

Con que... escopeta negra ¡eh!... ya, ya.
Lo que les jodía, es que no podían con ellos.

Un saludo

Soros dijo...

Eso, además.
¿No habías oído nunca lo de escopeta negra?
Saludos, Isidro.

isidro dijo...

No... ¡que va!
Ahora bien, sólo se lo he oído a los gilipollas, porque el señorito de clase, aunque no le hacen gracia, los admira y respeta.

Obviamente me refiero a ese señor, al que en tu articulo, haces referencia. Y no a otros.

Saludos, Soros.

Soros dijo...

¿Sabías que en ojeos de hace muchos años intercalaban "escopetas negras" con los señoritos que eran novatos?
Lo hacían con dos intenciones:
1.-Que la caza fuera copiosa.
2.-Que si a un novato se le iba un tiro la perdigonada se la llevara el "escopeta negra".
Hay discripciones de cacerías en las que narran esto sin ningún rubos.
Saludos, Isidro

isidro dijo...

No, con esos detalles, no lo sabía.
Pero lo que si sé, es que al que no podían con él, le metían de guarda en sus propìas fincas.

Saludos, Soros.

Soros dijo...

Llevas razón. También hacían esas cosas.

Descalza dijo...

Conque "señorito de clase" ¡mírelo al papo Sarvi! amigo y admirador del Colás tan pintoresco.

Me siguen encantando tus narraciones.

Soros dijo...

A mí me gusta escribirlas.
Saludos, Descalza. Me alegro también de que te gusten.