29 noviembre 2011

Me retiro



Amigo José:
A veces pienso en tu afición por el toreo. Y me imagino que, tras él, debes ver algo que muchos otros no vemos. Pero supongo que, aunque para verlo no haga falta, para narrarlo se ha de tener, como mínimo, una asimilación al rango de poeta. Pues, a mi juicio, sólo ellos ven lo que los demás buscamos a tientas. Y se ha de ser poeta para tener la osadía de atacar la labor de decir lo inefable.
En mi poca experiencia como espectador de toros, pues en una plaza no creo que haya visto más de cien corridas, no logré aficionarme. O, tal vez, mi afición se vio superada machaconamente por el aburrimiento. Me pareció un espectáculo tedioso en el que, a veces, teniendo al lado a un buen aficionado, éste aún me afianzaba más en mi impresión al describirme, sin errar, lo que los protagonistas iban a hacer en cada momento.
Reconozco, sin embargo, que en rarísimos instantes llegué a percibir un arte efímero y sobrecogedor que quedaba dibujado en el aire, en segundos, antes de desvanecerse para siempre, pero cuya impresión estética y ética ha durado en mí hasta hoy. Supongo que fueron esos pocos instantes, que mi memoria atesora, instantes de verdad. De esa verdad que los aficionados buscan y que es tan difícil de encontrar que, a los que no lo somos, nos parece quimera. Pero sí, yo también, pese a mi descreimiento, tuve algunos momentos de transporte sin estar, precisamente, predispuesto a ello. Las raras veces que esto ocurrió, inmediatamente después, no me creía que había visto lo que había visto, pero la impresión era tan fuerte que no me abandonaba en varios días. Así que me dije que, a lo mejor, el toreo era como la investigación y que había que dedicarle horas y horas, sin garantía ninguna, para descubrir atisbos sobrenaturales que apenas duraban menos que un instante. Sin embargo, veía a mi suegro absorto en las faenas y me pregunta si aquel viejo herrador y yo podíamos estar sintiendo lo mismo. Imposible me fue romper la inmutabilidad de su silencio fijo. Para él aquello era más sagrado que la misa mayor de su pueblo y yo llegué a pensar que, si uno estuviera tan atento a todo cuanto mira, podríamos llegar a vislumbrar fenómenos en otros aspectos de la vida que, de ordinario, a la fuerza nos deben pasan desapercibidos. Tal era la fijación de aquel anciano que se obcecaba en buscar un milagro o el aliento de lo inexplicable donde yo, por lo general, sólo veía arena, charangas y rutina.
Otras veces se me ha ocurrido que el toreo debe parecérsele al cante porque ése sí que llega a emocionarme y, alguna vez, el cante puro, un martinete, por ejemplo, me ha llevado, por así decirlo, por encima del tiempo. Y, reconozco, que el cante, cuando se viste sólo de folclore, puede ser muy tedioso. Pero, amigo, los quiebros y los tonos de ciertas gargantas parece que sacan una fuerza oculta que anduviera en la tierra y que, de repente, te sube por las piernas, te remueve las tripas y, quieras o no, te ahoga y te sale por los ojos, quién sabe si para no causar daños mayores. Es algo con una potencia que no se sabe de dónde viene pero que ahí, inexplicablemente, aparece y su ser no se puede negar.
Hasta me ha dado por pensar, en algunas ocasiones, que los hombres de hoy hemos perdido el contacto con la verdad primaria. La verdad de la vida, la que nos ha hecho a los hombres distintos de los animales. Una verdad que es a la vez de la vida y de la muerte, la que nos impulsó por encima de los otros animales a sabiendas de que nuestro destino también era la muerte pero que, originariamente, nos creó resortes que hoy tenemos olvidados, fuentes de energía interna hoy desconocidas, contactos con fuerzas ignoradas, recursos todos que hoy se desconocen y a los que, en cierto modo, y casi inconscientemente, sólo nos aproxima el arte y, dentro de sus gamas, el más primitivo de los artes, el que se dibuja en el tiempo y en el aire jugando con la vida y la muerte. Ese arte que, cuando es puro, sólo puede encerrar verdad. Y tal vez el hombre sea hombre porque es capaz de asumir ese reto voluntariamente, de entregar al arte su mayor propiedad y, a decir verdad, la única que verdaderamente tiene: la vida.
Otros ratos me digo que todo esto es ponerle demasiada fantasía a algo que ha devenido en un oficio: el de trastear al toro para ganar dinero. El de un arte que se ve deteriorado y degradado al rango de oficio y, ni a eso siquiera, al de un trabajo rutinario más. Y así resulta que los toreros, si es que merecen ese nombre, se convierten en sus propios enemigos. Y llegamos a un extremo en que los sacerdotes destruyen su propia religión. Y lo que habría de ser descubierto con el ánimo sobrecogido, casi como si el espectador fuera un visionario en busca de una trasmutación casi imposible, se convirtiera en despachar ferias y no fieras y, sobre todo, en ganar dinero a costa de los pocos creyentes antiguos que al toreo le quedan y de desengañar definitivamente a los neófitos, que a tal arte se acerquen, buscando algo más que comerse el bocadillo en un tendido con la peña.
Algunas veces me digo: A ver si a mí lo que me pasa es que me gustan los toros de verdad y no esto que hay, y por eso voy diciendo que no me gustan los toros.
Te echo de menos por aquí porque eres de las pocas personas con las que se puede hablar de algo, así, sin más, sin poner un intento. Porque para hablar, cuando hay intento, ya estamos en algo demasiado voluntarioso y, entonces, hablamos de las cosas de siempre, con las muletillas de siempre, con las frases heredadas y con todos esos fiambres del lenguaje y del pensamiento que siempre tenemos tan a mano para resolver cualquier situación sin salirnos de tono.
Me voy el día 16 de diciembre de la profesión. Y me parece que estas cosas tienen algo de funeral de esos antiguos, de los de cuerpo presente digo, pero con el cuerpo vivo. Así que me he empeñado en evitar esas ceremonias y me iré como llegué. Porque, al fin y al cabo, es lo natural.
También te mando este mensaje un algo conmovido por el gesto que tuviste de invitarnos a Brasil. Te lo agradezco mucho pero cada día me vuelvo más provinciano de lo que siempre he sido, y lo soy mucho, y no tengo ya ganas de ver más cosas nuevas que, con digerir las viejas, tengo ya bastante.
Un cordial saludo allá donde te encuentres.

17 noviembre 2011

La fascinación

 A Isidro Martínez Sanz por sus recuerdos, narraciones de caza en solitario.

La caza puede ser también una fascinación. Hay casos que lo corroboran. El tuyo, Isidro, es uno de ellos.
Seguramente empezaste en la caza como tantos otros, pero llegó un momento en que tus esquemas se alejaron de los convencionales.
Del mismo modo que, hace muchos años, te topaste con aquellas huellas extrañas, por entonces, y empezaste a seguirlas sin saber adonde te llevaban, en los últimos años, con tus relatos, te has metido en el seguimiento de otros rastros nuevos: los de tus recuerdos.
Y estos rastros te están haciendo aprender, igual que lo hicieron las huellas de aquellos solitarios, cosas a las que tú nunca pensaste en acercarte. Puede que la principal de ellas sea, tal vez, el arte de narrar.
En una narración están los hechos. Y, tras los hechos, hay, en tu caso, una pasión fuerte y oculta que, con la mucha práctica, desembocó en ciencia eficaz. Fue a fuerza de observar, de andar y desandar, de imaginar, de probar, de fallar hasta acertar, y de, en conjunto, depurar tus conocimientos prácticos sobre unos animales míticos que, hace ya varias décadas, comenzaron a poblar La Alcarria. Así ocurrió.
Al seguir las pistas de aquellos grandes solitarios tú te convertiste en otro de ellos, en otro gran solitario de la caza. Y, en aquel momento, se produjo la metamorfosis, el gran cambio. Dejaste entonces para siempre de ser un cazador al uso. Pasaste a ser un individuo distinto y, según corroboran los hechos, único en tu género.
Tuviste que saltarte muchas reglas porque, de otro modo, aquella vocación habría quedado encarcelada.
No existía coto para tu pasión, y tu conocimiento de terrenos y lindes te sirvió para, como otro fantasma de los que describes, pasar invisible por unos y otras, aunque sin el sentido de impunidad del animal salvaje, libre e irracional porque, si hay algo que siempre acompaña al hombre, es el temor. Tal vez seamos por eso inteligentes.
Fuiste, en definitiva, un depredador más, pero no impune, sino con enemigos de tu talla. Y, si los codiciados solitarios acumularon prudencia e instinto de supervivencia en cien acosos, tú no les fuiste a la zaga en el arte de localizarlos evitando, a la vez, ser tú el atrapado por vigilantes celosos, por propietarios con muchos fueros y poca ley o por competidores varios que, casi siempre, jugaban con ventaja.
Puede decirse que tu aventura era doble: cazar y no ser tú la presa, llevando encima, aparte de tu entrañable Vieja, una mochila repleta de temeridad, de pasión y también de miedo soterrado. Un equilibrio difícil de mantener cuando no es flor de un momento, sino experiencia de días, noches, tardes y mañanas durante años, con los sentidos bien despiertos y un peso que, sin que el cuerpo lo aguantara, pesaba en tu alma.
Otros muchos factores colaterales te hicieron, ya de paso, perito en vientos, en heladas, en asperuras y blanduras, en noches de luna llena, en tormentas y en todas esas cosas que el campo tiene escritas por el aire y el agua en sus entrañas, en sus recovecos, en sus criaturas y en la misma palma de la tierra vieja.
Así que, amigo, te deseo lo mejor con tus relatos. Puedes mejorarlos, dejarlos tal como los tienes, publicarlos o no pero, para mí, serán un testimonio siempre grato del último cazador asilvestrado y libre del que tengo memoria.

01 noviembre 2011

Rocatiesa (continuación del cuento de las Ánimas)

Cuando los niños contaron que un hombre sin edad, que se llamaba Rocatiesa, vino a por el Oscar para llevarle de esta vida, al tío Golgodos se le complicaron las cosas.
Los padres de aquellos niños, a los que contaba historias, prohibieron a sus hijos volver a escucharle. Los padres del Oscar le denunciaron por conocer al que, según ellos, había sido el causante de la muerte de su hijo. Los guardias le llevaron al cuartel donde, tras escuchar su historia, le tomaron por un viejo excéntrico y, tal vez, demente, y le dejaron en paz con la advertencia de que no volviera a contar historias truculentas a los niños. En el pueblo la gente comentó que aquello se veía venir, que el tío Golgodos toda la vida había sido un tipo extraño y solitario y que, a la fuerza, las gentes como él sólo terminaban trayendo desgracias.
¿Cómo era que el tal Rocatiesa no hubiera aparecido por el pueblo excepto para cuando se mató el Oscar? ¿Es que no había muerto gente en el pueblo desde su desaparición? ¿Por qué no había vuelto aquel vinculeiro excepto en aquella ocasión? ¿De dónde se había sacado el tío Golgodos la palabra aquella o la misma idea de los vinculeiros?
El tío Golgodos también se hacía aquellas preguntas. Y, como ya nadie hablaba con él, a nadie pudo contar sus conclusiones.
Al poco tiempo todo el mundo pareció haber olvidado el asunto. Sin embargo, si Golgodos era antes un hombre solitario, a partir de aquel hecho lo fue casi del todo porque ya nadie quería hablar con él.
Así que, por pura incomunicación, aquel hombre comenzó a subir al cementerio y se sentaba en la tumba de su mujer, porque el tío Golgodos estuvo casado, y le contaba a ella todo lo que por su cabeza pasaba. Esto, en el pueblo, les terminó de confirmar a todos su locura pero, como no volvió a hablar a los niños ni se metía con nadie, como por otro lado había sido la norma de su vida, terminaron por considerarle un loco, sí, pero inofensivo. Y la gente le dio de lado como a un trasto inservible.
El tío Golgodos tomó la costumbre de dar grandes paseos por el campo. Había días que iba hasta el nacedero del monte; otros, hasta las Tres Doncellas; otros, hasta la Castellana, o hasta las Quitinas, o hasta la Fuente de las Palomas, o hasta la Quinta Mora, o hasta el Barranco del Tesoro, o hasta el Castro Quimera o a los Prados de Juan Herrón…
En todos aquellos paseos terminaba el viejo sentado en alguna peña, mirando el campo de su juventud y fumándose un cigarro mientras se recreaba en las vistas. Lo cierto era que el tío Golgodos era el único viejo que quedaba de su generación que había permanecido siempre en el pueblo. Era, por tanto, un testigo de la evolución de la vida en los últimos años y de la del mismo pueblo también. Ahora, además, era un testigo mudo pues nadie quería hablar con él y los niños, que antes escuchaban sus historias, le rehuían por encargo de sus padres. Así que el viejo, en sus paseos, se daba cuenta de que su soledad se había multiplicado.
Un día subió al alto que hay sobre el Barranco de Agualobos. Ni siquiera él supo de dónde sacó las fuerzas para trepar hasta el alto por aquellas escarpaduras. El cerro era impresionante y de acceso difícil y, quitando ese punto de subida, una senda de cabras, estaba cortado casi a pico sobre los barrancos de los dos arroyos que dominaba, el uno seco normalmente y el otro siempre con agua, pero ambos igualmente profundos. Desde allí arriba no se veía ningún rebaño, nadie en las tierras, ni un alma en las vegas y, ni siquiera, se veía el pueblo. Caminó por el borde sintiendo el vértigo en la boca del estómago. Esa sensación profunda le asustó y le oprimió la garganta. Sabía que bajo las peñas cortadas a pico estaban antaño las zorreras y aguzó la vista por ver si la silueta fugaz de alguna zorra le hacía compañía, pero no vio ninguna. Sólo un buitre, desconfiado y asustado por su proximidad, se lanzó al vacío desde una peña aislada y calva de vegetación. El viejo le vio pasar por debajo de él, buscando sin duda alguna corriente de aire más caliente que le hiciera remontar y, haciendo círculos excéntricos, perderse en lo vasto del cielo.
Se sentó en una piedra, allá en lo alto, y se dijo si aquella piedra habría servido de asiento a alguien tan triste como él o, simplemente, a alguien siquiera en otro tiempo cercano o lejano. Luego se echó mano al bolso y sacando el tabaco se encendió un cigarro. Mientras fumaba no dejaba de mirar los mosaicos que los pedazos hacían en la vega, unos sembrados ya, otros conservando el rastrojo y otros de rojizos terrones; miró también los cachos perdidos a cuyos dueños él era aún capaz de identificar, aunque todos hubieran muerto ya. Y se dijo que el destino del hombre era la soledad, por más que se empeñara en otro. Y la soledad, con el paso de los años, era una soledad concéntrica, una soledad dentro de otra y de otra y de otra. Y se dijo que para qué servía todo el camino de la vida si desembocaba en aquellos desiertos. Imaginó también la caprichosa selección de la muerte llevándose a unos y dejando a otros, sin criterio ninguno, sin lógica.
Fue entonces cuando oyó las campanas. Recordó que era del día de todos los santos.
¿Santos? Él no había conocido ninguno. En las ánimas sí que creía porque, al igual que él se preguntaba las razones de las cosas de la vida, seguro que muchos otros como él acabaron las suyas con las mismas dudas. Y, ¿no serían las ánimas las que volvieran por este mundo, bajo unas formas u otras, a intentar descubrir lo que ignoraron o a arreglar las cuentas que no dejaron claras por un motivo u otro?
Sin embargo, era curioso, los santos tenían día y las ánimas, noche. Como si lo de los santos, siendo dudoso que los hubiera, estuviera claro; y lo de las ánimas, siendo innegable su existencia, fuera algo que no terminaba de estar iluminado, que se acompasaba más con las tinieblas e incertidumbres de la noche.
La tarde se había hecho y el sol se estaba yendo por allá, por la sinuosa cumbre del Mojoncillo y el badén que, en la distancia, perfilaba el misterioso barranco del Tesoro. El viejo, con aquella luz, descubrió una peña erosionada, aislada y solitaria que se erguía en las sombras nacientes. A medida que se fijaba en ella con más insistencia descubrió en la piedra las facciones de Rocatiesa. Y le pareció que la roca le miraba y, lo que en principio, era una mueca, luego se le antojo al viejo una sonrisa, un gesto afable, una bienvenida. Y caminó hacia ella repentinamente tranquilo, con el alma liviana, olvidando grietas, vacíos, precipicios y sombras.
Del tío Golgodos nunca se volvió a saber ni para bien ni para mal.
-        Pues para lo que hacía, mejor está donde quiera que esté.
-        Creo que se marchó con una hija que tenía en Badalona.
-        Quiá, si no sabía de ella.
-        Me han dicho que los guardias lo llevaron a un geriátrico, porque estaba ya perdidito de la cabeza.
-        Debió llevarle una ambulancia al hospital, a morir, creo.
-        A un manicomio, si es que no lo han hecho, es donde debían de haberle llevado.
-        Pues yo creo que nadie sabe su paradero y que, aunque lo han buscado, nadie ha dado con él.
Sólo un niño, el Isma, creo recordar, dijo por lo bajo a los otros:
-        Pues yo creo que se ha marchado con su amigo la Patasma porque se aburría ya de estar aquí.

La menor

Los responsables del coto habían vuelto a retrasar la fecha de la apertura de la caza. Las ilusiones habían de posponerse.
¿Había motivos para este segundo retraso? Ciertamente sí. Siempre los hay cuando se trata de favorecer la supervivencia de la caza menor.
Aunque la lluvia había venido pocos días antes, los animales no habían superado la sequía ni podían recuperarse en cuatro días de sus efectos. Así que el día 13 de noviembre, más de un mes después de la apertura oficial, será el primer día de caza si todo va bien.
Es una paradoja que los cazadores sean los que se preocupen por la caza, al menos, hasta donde pueden.
Pero temo ver frustrado tanto desvelo. Y no es porque esté en contra de la medida.
Es porque esto de la caza es una historia larga. Y, cuando hablo de la caza, me refiero a la caza menor. Es la que conocí y la que conozco, porque hace cincuenta años no había otra. Hoy, en casi todas partes, convive la caza menor con la mayor.
En estos cincuenta últimos años, la caza menor ha superado, con mayor o menor éxito, muchos factores adversos. Algunos de los que se me ocurren son estos:
La irrupción masiva de la química en el campo: fertilizantes, herbicidas, plaguicidas, insecticidas, conservantes de semillas, etc.
La concentración parcelaria, que acabó con linderos, acequias, ribazos, malezas y otras zonas proclives a la supervivencia de la caza menor.
La proliferación de pistas y caminos que permiten que el campo sea cruzado por múltiples lugares y, en la práctica, por todo tipo de vehículos.
La mecanización de la cosecha y el indiscriminado paso de las máquinas por los lugares de cría de los animales.
La contaminación de las aguas que fue evidente cuando murieron todos, o casi todos, los cangrejos.
La proliferación de alimañas y aves de presa.
El abandono progresivo e irreversible del campo por el hombre, con todo el impacto que sobre el hábitat existente ha llevado consigo.
La merma del pastoreo tradicional.
En resumen, el campo ha quedado a su albur. Cuando uno da una vuelta por cualquier lugar, no ve a nadie. Las personas ya no habitan el campo como antaño.
La caza mayor, fundamentalmente, el jabalí, que antes permanecía confinado en sus montes y en las zonas de mayor espesura, ha progresado alarmantemente en los últimos veinte años. Su densidad, ayudada por la ausencia de personas en los campos, ha hecho que este animal amplíe sus dominios y, en las noches, campe a su gusto por vegas y laderas, huertas y plantaciones.
Ha sido sorprendente para mí, en recientes amanecidas, observar como estos animales regresan a su monte tras sus incursiones en las partes cultivables de los términos, en vegas y laderas. El problema es que los jabalíes son omnívoros y, además, tienen por la carne una avidez especial y, entre sus sentidos, el olfato destaca sobremanera. De hecho, en zonas linderas con sus manchas, han desaparecido las especies de caza menor y, especialmente la perdiz.
Si en cada ojeo que se da en un monte se capturan 50 jabalíes, ¿cuántos habrá?
¿Qué supondrá para la caza menor el hecho de que seguramente más de cien ejemplares campen por todos lados en las noches? ¿Respetarán acaso en sus salidas los nidos de perdiz, las crías de liebre, las huras donde los conejos hacen sus nidales?
Creo que a la caza menor le ha salido un enemigo temible, que con su acción incontrolable, eficaz y constante, está llegando más allá de las medidas de protección que puedan tomarse.