Al paso lento de su caballo, sin
ninguna sombra de premura, el pensamiento de Juan Escribano se recreaba en su
inesperado encuentro con el capitán Cunmeigas. Pero, sin embargo, y pese a
haber salido entonces vivo y de una pieza, no le eran tan gratas las memorias
del día en que, inesperadamente también, lo conoció.
Gravelinas, mal recuerdo, se dijo.
Y eso que vencimos. Pero qué saben de victorias los que yacen muertos después
de la batalla, y qué los que resultan lisiados para siempre. ¿Cómo recordarán
los mutilados las glorias, cuando ahora tienen que andar mostrando sus muñones
por las plazas y pidiendo limosna? ¿Dónde andará el honor y valentía que, como
soldados, demostraron? Afortunados de los muertos, pensarán algunos, porque su
virtud feneció con ellos y, olvidados, no han menester de la amarga caridad,
única recompensa de los soldados pobres que, ante ella, han de entregar
definitiva y mansamente lo que nunca entregaron por la fuerza: el orgullo. ¡Qué
mayor deshonra, qué triste paga la del soldado!
Y otros extraños pensamientos le
asaltaron:
¿Sabría él volver a aquel lugar? No
querría. Sería como ir a visitar su propia tumba. Porque las de muchos
compañeros de armas allí se cavaron y, viéndolas, se sentiría en el fondo un
desertor de su suerte, uno al que el azar libró de su destino, casi como un
vivo que debería hacerse perdonar por estarlo. Porque la suerte de los soldados
ha de ser igualitaria siempre y porque lo fatídico se aceptaba mejor en
compañía. Claro que, los muertos, poco podrían protestar, pero él, como
superviviente, sabía que tenían derecho, todo el derecho, a hacerlo. Sólo la
suerte estaba excusada de variar caprichosamente el destino de algunos.
Y le vinieron las imágenes. Tan
nítidas como si acabaran de concluir. Tanto, que se tentó las cicatrices de la
cara con el temor de hallarlas aún abiertas y frescas. Y recordó lo que, a
veces, había oído describir a alguno: el dolor en los miembros amputados muchos
años atrás, como si aún los tuvieran. Y se dijo que la memoria, muchas veces,
era también dolor.
Sin la venturosa aparición de
Cunmeigas aquel paraje habría sido el último que vieran sus pupilas. Sin tiempo
para recargar el mosquete, dos jinetes franceses se le echaron encima. Se vio
solo de repente, aislado y confundido en mitad del combate. Tiró de espada a
duras penas y frenó como pudo sus primeros envites, saliendo con la cara
cruzada por dos veces y perdiendo la espada. Al siguiente, hubo de tirarse al
suelo y rodar por él y los caballos no le pisotearon por milagro. Viéndoles
volver de nuevo, se aprestó a recibir el golpe definitivo amparándose
instintivamente con lo primero que encontró a mano, una horquilla de mosquetón.
La imaginó partida en dos pedazos y, bajo ella, su cabeza hendida en otros dos.
Seguro de su muerte, su pensamiento quedó en blanco, como si quisiera ensayar
alguna suerte de anestesia, y deseó que aquélla llegará fulminante y cuanto
antes. Entonces apareció Cunmeigas, que junto a don Ruy debía andar próximo a
nuestra ala, y, cruzándose veloz por un costado, derribó con un golpe de espada,
que hizo silbar el aire, a uno de los jinetes. El otro, sorprendido, quiso
volver la grupa hacia sus filas, pero fue tarde para él pues, Cunmeigas, al
tiempo que el francés intentaba revolverse, le rebanó de un viaje medio cuello.
A los pocos segundos varias balas silbaron y el caballo de Cunmeigas cayó
fulminado y un trozo de carne, que no identifiqué, voló por los aires,
salpicándole la cara y el pecho de sangre. Yo intenté ayudarle al creerle
malherido y verle en tierra, ensangrentado, junto a su montura. Pero él, con
gran voz y energía, me urgió a cargar sin
demora mi arma, al tiempo que media docena de mosqueteros de mi compañía alcanzaron
nuestra posición con las armas listas. Mal fin tuvieron los que dispararon a
Cunmeigas, pero peor lo habría tenido yo de no haber aparecido aquel gigante.
Sólo entonces reparé en las heridas de mi cara y en que a Cunmeigas era un dedo
lo que le volaron y, puestos en fuga los franceses, acabamos los dos en el
cirujano.
Casi sin poder terminar de
agradecerle mi vida a aquel cabo gallego, don Ruy, apenas lo supo curado, le
reclamó inmediatamente. Desde entonces, hasta aquella tarde, no volvieron a
saber el uno del otro.
Y mientras la última caricia
tibia del sol de la tarde iluminaba la sierra y hacía que la sombra de caballo
y caballero se alargara fantasmalmente, Juan Escribano se sorprendió tarareando
con tristeza el viejo soniquete y le pareció que hasta el caballo acompasaba el
paso a su ritmo lento:
“Oponiendo picas a caballos,
enfrentando arcabuces a piqueros,
con el alma unida por el mismo
clero,
que la sangre corra protegiendo
el Reino.
Aspa de Borgoña flameando al
viento,
hijos de Santiago grandes son los
Tercios,
escuadrón de picas, flancos a
cubierto,
sólo es libre el hombre que no
tiene miedo…”
7 comentarios:
Me gustó este capítulo en flashback y, especialmente, el final tan visual del hombre alejándose sobre su montura, proyectando su sombra en el atardecer, mientras suena el himno de su recuerdo...
Y creo q la parte donde narras la batalla debió ser difícil, no solo por el vocabulario especial,
Enhorabuena.
En los hechos violentos, Zeltia, se recuerdan portentosamente los detalles.
Luego, claro, volvía a la sierra y llevaba el sol a la espalda, si nunca te ha pasado, no imaginas, al igual que en los amaneceres con el sol a tu espalda, lo larguísimas que pueden ser las sombras.
Gracias. Me alegro de que te haya gustado.
Cada capítulo es una historia en sí misma por lo bien que narras todo, con todo lujo de detalles.
Guerras sangrientas las de entonces y las de ahora. Heridas que nunca cierran.
Genial final de capítulo, de verdad.
biquiños,
Gracias, Aldabra.
Pero no siempre se escribe igual, ni a gusto del que lee. Así que acepto tus palabras como contrapartida de las veces que te decepcione.
Bicos, generosa.
Le añadiste el himno de los tercios?
o ya estaba antes?
mmmm... que mala memoria voy teniendo...
Estaba antes.
Creo que es un himno que se hizo después, pero eso no influye en mi historia.
Lo puse entre comillas para significar que no forma parte de mi escrito.
De la memoria, ando yo igual.
Bicos.
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