25 octubre 2012

Perdices del llano



La mañana grisácea invitaba a meditar más que a ir de caza. El Pela pensaba así mientras montaba la escopeta. Luego, él solo se enfrentaría a la llanura. También a la incertidumbre de por dónde empezar, que le suscitaba una mezcla de interés y pereza. Ésta última por lo ingente de la tarea. Era un juego de azar en aquel campo pedregoso, a ratos de rastrojo barbado, a ratos de terrones rojos y resecos, el dar con el bando de perdices o levantar por casualidad a la rabona. De hecho, para cualquiera, era difícil imaginar que en aquellos campos, más parecidos a planicies desiertas, se moviera nada fuera de algún tractor lejano o de algún rebaño de ovejas careando.
Esto de la caza se está convirtiendo en buscar lo que uno no está seguro de que exista, se imaginó nada más empezar a andar.
El Pela recordó cuando cazaba con la cuadrilla que le dio la alternativa muchos años atrás. Los terrenos eran parecidos, pero entonces ningún día de caza le incitaba a pensar. Seguramente la juventud le hacía comerse el terreno sin titubear, al paso obediente, o a veces no tan obediente, que marcaban los veteranos dirigiendo la mano. Lo de darle vueltas a las cosas vino mucho después, con la soledad. Que, en el campo, una persona sola ha de buscar la compañía de sus pensamientos. So pena de aburrirse y marcharse a casa.
En cualquier caso era más cómodo lo de antes. El verte solo, te hace plantearte las cosas, se decía. La compañía nos hace menos pensadores. La cosa se reduce a seguir las manos o a conversar, si la cosa se da mal.
Se paró un instante. La llanura se extendía ante él como un pastel plano, sin contornos visibles. Sólo a varios kilómetros sobresalían las primeras lomas, las de la linde y, a otros tantos, la chopera verde del río mudando ya al color rojizo anaranjado del otoño. En el llano pequeños ribazos de cuatro palmos de alto, con alguna zarza, separaban algunos pedazos de los otros. El campo así, tan levemente escalonado, protegía de la vista algunas zonas muertas. Eran las pequeñas franjas que servían a los animales para protegerse de los vientos y, en su huida, resguardarse y burlar a sus perseguidores. Árboles había pocos, dos álamos junto a uno de los caminos de labor. No más. Y las armaduras del tendido eléctrico desentonando y sesgando diagonalmente la llanura. Al menos eran alguna referencia, se dijo.
Sin pensarlo mucho caminó hacia el punto más alto. Era un pequeño teso, apenas un montón de tierra. Desde él, la vista del terreno parecía una manta cosida con retazos de trozos amarillos y ocres. Reconoció que aquella monotonía silenciosa le daba al campo un aspecto intemporal. Y le parecía ayer cuando cazaba en campos como éste con aquella cuadrilla.
Se giró y oteó hasta donde la vista le alcanzaba. Una mancha verde junto al camino que enfilaba al pueblo le dio una pista de por dónde empezar. A medida que se acercaba a ella vio que eran esparragueras y que la mancha era mucho más grande de lo que le pareció al descubrirla. Imaginó que las perdices habrían pasado buena parte del verano en ella, a resguardo del sol y arregostadas al agua de su riego. Él, si fuera perdiz, lo hubiera hecho.
Cuando el Pela llegó a la esparraguera, la encontró mucho más espesa de lo que pensaba. Y, caminando entre los surcos siguiendo las ruedas de tractor, comenzó a atravesarla en un sentido y en otro, desde el camino hacia las labores de la parte opuesta. Los tallos le llegaban al pecho. Y se decía que, sin perro, y en aquel cultivo tan tupido, las perdices, si había acertado y las había, apeonarían sin que pudiera verlas.
Más de una hora se pasó zurciendo aquella mancha grande y rectangular. Lo hacía concienzudamente, con la esperanza de que, llegando al borde, las perdices botaran o las divisara apeonando por los terrones de al lado.
Tras vueltas arriba y abajo, llegó a la última pasada caminando mecánicamente. El Pela casi había olvidado su objetivo. Es más, por unos instantes, estuvo convencido de que había sido una cabezonada suya el pensar que algún bando estuviera allí precisamente. Una simple conjetura interesada que le permitiera empezar por algún lado. Pero el campo era muy grande, por qué habían de estar allí.
El ruido lejano de un tractor le distrajo de sus pensamientos. Se paró. Lo localizó a más de un kilómetro seguido de una cosechadora. Aguzó la vista y vio que entraban en un campo de girasol.
Fue entonces cuando vio la sombra presurosa y fugaz de la patirroja apeonar gacha por los terrones, azorarse, coger carrera, estirarse y saltar, todo casi al unísono, y fuera prácticamente de tiro. Tan nervioso como ella, corriendo la mano, le soltó los dos disparos sin pensarlo. Sin quitar el dedo del gatillo, sabía que se había equivocado y se maldijo por ello, y, efectivamente, al instante, seis más saltaron del borde de las esparragueras. Tomó la referencia de su vuelo y cargó con la esperanza vana de que alguna otra quedara rezagada. No fue así.
Tontería ir por derecho tras ellas. Daría un rodeo amplio por la derecha e intentaría, protegiéndose de su vista en aquel terreno tan poco propicio,  sorprender a alguna en los pequeños y discontinuos ribazos. Sabía que tenía que caminar ligero, armarse de paciencia, tomarles la vuelta y, sobre todo, no precipitarse.
Tras un rato de rápido caminar comenzó a girar para tomarles la vuelta. En cada pequeño desnivel las presentía y el corazón le latía con más fuerza. Enseguida vio saltar a cuatro muy largas. Las otras no podían andar lejos. En el siguiente ribacete saltaron otras dos. Se contuvo. A treinta metros, tras una zarzamora, quiso volvérsele para atrás la otra. Se hizo con ella al segundo tiro. Pero el animal, una vez en el suelo, rompió a correr. El Pela agradeció que cayera en los terrones y, sin perderla de vista un segundo, corrió tras ella. Con tanto brío corría que olvidó sus años y por no perder de vista a la perdiz no miró al suelo y así, tras tropezar, en lugar de perdiz cogió una buena liebre, rodando por el suelo tan largo como era. La ansiedad por no perder la pieza le hizo levantarse al instante y ver, en el último instante, al pájaro amagarse en los terrones a unos cuarenta metros. Caminó despacio, con los ojos clavados en el sitio, acariciando vengativo el gatillo. Cuando llegó al lugar, la encontró muerta. Notó entonces lo mucho que le dolía una rodilla.
No era momento para pararse. Las otras habían volado en la misma dirección. Volvió a buen paso a su rutinaria búsqueda. Tras veinte minutos las vio volar de nuevo, por aquí la una, por allá la otra. Maldita sea, en esta llanura y desperdigadas, se dijo. Llegó un momento en que no sabía qué dirección tomar.
Reparó entonces en que la cosechadora y el tractor que viera por la mañana se alejaban, dejando sin segar la mitad del campo de girasoles. Tal vez habían llenado el remolque del tractor. Y entonces se dijo que, no sabiendo donde ir, más le valía dar una vuelta a los girasoles que quedaban en pie. Alguna podría haber buscado allí refugio.
Los girasoles, como le pasó con las esparragueras, resultaron más espesos de lo que imaginaba. Encima se había levantado viento. Y ya se disponía a darle un repaso concienzudo cuando, apenas internado en él cincuenta metros, la vibrante arrancada de una frenética aleteadora le sobresaltó. Voló a favor de viento pero, en esta ocasión, el Pela tiró tan rápido y con unos reflejos tan diestros, que el animal cayó desmadejado en medio de lo espeso. El cobrarla le llevó su tiempo pues, aunque estaba donde cayó, los girasoles por su uniformidad no admiten más referencia que la aproximada de la caída.
Andaba ya el Pela satisfecho con sus dos perdices. Cuando pensó que aún le quedaban energías para volver a las esparragueras. Tardó un buen rato en presentarse en ellas. Y, al llegar, supo que no le quedaba otro remedio que repetir el monótono divagar por las rodadas de tractor entre ellas. Hasta el extremo y vuelta más adentro. Y aburrido estaba de dar vueltas cuando vio a una torcaz venir de lejos. Se amonó, agazapándose entre la línea de las esparragueras. La torcaz venía a buena altura pero la confianza ciega que anima siempre al cazador le hizo verla más cerca y, a la que le rebasaba, le soltó relajadamente los dos tiros, dando por hecho que serían los últimos del día. Y lo fueron, porque al ruido de éstos, le saltó la perdiz de las esparragueras a menos de diez metros dejándole con la boca abierta y cuarto y mitad de decepción. Buen par de tiros, se dijo, ni torcaz ni perdiz.
Miró al reloj, llevaba ya seis horas andando. No podía quejarse, amén del episodio de la liebre, se llevaba a su casa dos perdices de las siete que vio. Que todos los días fueran como ése, que, para volver de bolo, ya tenía toda la temporada. ¿Quién sabe si volvería a dar con las perdices del llano? Tal vez, para otra vez, ya se habrían vuelto un recuerdo, como les pasó a los compañeros de cuadrilla. Quizás hacerse viejo sea buscar recuerdos de cosas que, al final, uno no está seguro de que llegaran a ocurrir. ¡Hay que joderse, cómo se me ha puesto la rodilla!


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