12 agosto 2013

IX.- El Renuncia: El mojón del tiempo

Serafín vio alejarse a Gregorio cabizbajo y la tristeza del pastor le dejó pensativo. El Mondacimas era bastante mayor que él y, arraigado en La Gavina de Polvoranca, ninguno de los prodigios que el renunciador sentía le parecía tal al pastor.  Y cuando en su presencia había alabado las excelencias de la vida en el lugar, el pastor le había mirado aviesamente y después, descartando cualquier respuesta, siempre desviaba la mirada disgustado, sin mostrar desprecio, pero dejándole por imposible. Y era que, para el pastor, aquel Serafín, el Renuncia, como le apodaban en el poblacho, era un ser al que no servía de nada contestar, un individuo para el que las palabras arriba y abajo, delante y detrás, antes y después, no tenían el mismo significado que para los demás.
Tras perder de vista al Mondacimas, se levantó del poyo orientado al mediodía, dejó el corral y se dirigió hacia la fonda. Cuando llegó a ella siguió adelante, pues sabía que todos los huéspedes nocturnos habrían salido ya, como insectos, para buscarse la vida en los rincones de la ciudad. Así que en el fonducho del tío Simancas, por no encontrar, no encontraría siquiera compañía. Por otra parte, no tenía dinero para desayunar. Así que también dejó a un lado la taberna del Fabián, aún a sabiendas de que la Asunrosi le habría hecho de balde un café de recuelo. Él también, una vez más, se sintió avocado a ir a la ciudad y tomó el camino con la indolencia del que tiene olvidados los deseos.
Mientras andaba se entretenía en repasar cómo el Mondacimas, por sus muchos años, hubo de dejar su oficio, vender el ganado y separarse también de su perro carea pues, el comprador, exigió al animal en el lote. Esa mañana había dicho adiós a la burra por lo que el Maquila quiso darle. Había sacado un poco de dinero al tener que abandonar su vida. Era lo mismo que él había hecho aunque, en su caso, voluntaria, gratuitamente y en lo florido de una madurez aún juvenil. Pero, se preguntó, si no era más triste y oneroso el que la vida te obligara a tomar esas decisiones.
Cuando reparó, estaba llegando a la zona entre el campo abierto y las primeras barriadas. Aquellas construcciones eran recientes, cortadas por el mismo patrón y respondían, clónicas, al estilo arquitectónico en boga.
Sin embargo, los anuncios de las inmobiliarias promocionaban todas aquellas construcciones con su propia jerga: adosados, pareados, áticos, dúplex, bungalows, lofts, unifamiliares, villas… y, además, daban a las viviendas los adjetivos y descripciones que a los comerciales les parecían más convenientes y ajustadas a la realidad, sin preocuparles el que pudieran sonar altisonantes. Así proliferaban en los letreros de las promociones palabras como éstas: protegidas, dignas, eficientes, públicas, ecológicas, bioconstruidas, biocompatibles, de bajo impacto medioambiental, sostenibles, milagros de habitabilidad, ubicadas adecuadamente, integradas en su entorno, con diseño personalizado, con la orientación idónea, con la distribución de espacios más inteligente, hechas con materiales saludables, biocompatibles e higroscópicos, construidas con optimización de los recursos naturales, dotadas de sistemas y equipación implementados para el ahorro y la producción limpia de energía, con programas de recuperación de residuos y depuración de vertidos… en resumen, se trataba de soluciones habitacionales de muy variadas características que requerían un manual de usuario para su utilización y mantenimiento. Eso de meterse a vivir en una casa era un concepto caduco, hoy cada recinto habitable tiene su personalidad, nos proporciona, a la par que nos exige, un cierto nivel cultural. La vivienda inteligente no está a la altura de cualquier mastuerzo. No es un derecho, es un don. El renunciador caminaba entre toda aquella grandilocuencia un poco acoquinado. Y pensaba que tanto talento concentrado en las casas daba un poco de miedo. ¿Cuánto tiempo se tardaría en aprender a vivir dentro de ellas?
Así que dejó de leer los paneles y se limitó a pensar que había épocas en que las ciudades crecían, se salían de sus límites y necesitaban un perímetro nuevo, igual que las culebras cambian de camisa al crecer. Luego perdurarían esos barrios cincuenta, ochenta o cien años, antes de que los demoliesen o los sobrepasase un nuevo estirón regenerador de la ciudad. Reparó entonces en que, en la zona, sólo desentonaba un edificio. Era una iglesia, procedente de un pueblo que, según le dijeron, engulleron las aguas de un pantano. Las autoridades, aprovechando el auge económico que atravesó la ciudad, habían salvado aquel edificio y lo habían reconstruido piedra a piedra en su ubicación actual. Así el aquel templo macizo, de más de cuatrocientos años, se había salvado del olvido en las profundas aguas y ahora destacaba airoso, colocado en mitad  de aquella extensión recién urbanizada que, por simple casualidad, llamaban Aguas Vivas.
A Serafín aquella iglesia le pareció un mojón que alguien, en lugar de para delimitar un espacio, había puesto allí para delimitar un tiempo. Dentro de cien años, todo habría mudado, edificios y personas, menos aquel mojón del tiempo que, con seguridad, seguiría allí. Y se admiró de la vocación que tenían los de antes por hacer las cosas para que perdurasen y, por el contrario, el empeño que ahora tenía la gente en producir cosas tan contingentes que, a veces, eran ya desechables apenas fabricadas. Luego, cayó en la cuenta de que vivía en la sociedad de consumo y que, sólo con su ejercicio, la tal sociedad se podía sostener. El hombre, social por naturaleza, se había convertido en social por consumidor. Y su primera tendencia natural y libre se había convertido en una obligación a la que alguien le encadenó. Pero se resignó el renunciador pensando que raramente hacen los hombres aquello que no les interesa.
Cavilando, la mente excéntrica de Serafín imaginó que, tal vez, eso del consumo había evitado las guerras en parte del mundo. Era simple: en lugar de destruirnos unos a otros y destrozar también propiedades y pertenencias con las armas, para luego, en la paz, generar trabajo reconstruyéndolo todo, pues eso, que alguien había descubierto que simplemente fabricando las cosas, de modo que pronto caducasen o feneciesen y hubiesen de ser repuestas, no se necesitaría de las guerras para generar trabajo. Supuso el Renuncia que era una buena idea pues, sobre evitar tantas desgracias, un sinnúmero de pérdidas humanas y muchos dramas colectivos, se había incrementado notablemente el número de consumidores en los últimos decenios. Y éstos, como todo el mundo tenía claro, eran los peones fundamentales e imprescindibles de la sociedad actual. ¿Qué se hizo de la familia como célula primera y principal de los grupos humanos?, se dijo. Y le pareció que eran más útiles a la industria los consumidores y los clientes. Claro que la familia había quedado ya para apaños personales multiformes, que superaban el concepto tradicional, y, en última estancia, podía servir de apoyo afectivo, económico y solidario las mejores de las veces.
Hilando una cosa con otra se dijo el Renuncia que probablemente de ahí venía la sobreexplotación del planeta y los problemas de contaminación y cambio climático que se habían generado ante tan masiva producción e incesante consumo. Pero eso no parecía, de momento, importarle a nadie salvo a cuatro ecologistas pronosticadores de catástrofes que las mentes más preclaras negaban, tachando de alarmistas y agoreros a quienes mantenían la inminencia de tales amenazas. Y, de nuevo, la fantasiosa mente errática de el Renuncia, como si fuera un articulista de La Farola, elucubró sobre si el desinterés de la mayoría de la gente, por una futura catástrofe ecológica, no se debería a que todos pensaban que, de suceder ésta, sucedería cuando ellos hubiesen desaparecido y que por tanto, de momento: leña al mono de la economía en beneficio propio hasta que se parta la cadena esa del equilibrio ecológico o trófica o catastrófica o como quiera que la llamasen unos u otros.
Alarmado inesperadamente por sus propios pensamientos, el Renuncia se confortó enseguida:
- No, eso no puede ser. Los políticos, los científicos, las eminencias en todos los campos de la ciencia y todos los hombres religiosos y los filósofos y los filántropos no permitirían cosa tal. Cómo íbamos a ser capaces de dejar esa sentencia a nuestros hijos y nietos. No, no era posible. Y le pasaron por la cabeza las figuras de todas las personas buenas, responsables y atentas al planeta: Berlusconi, Bush, Aznar, Putin, Benedicto XVI, Zapatero, Barak Obama, Rajoy, Loly Cospedal… y hasta don Juan Carlos, nuestro buen rey.
Fue entonces cuando se dio cuenta de que la gente le miraba porque iba hablando solo y gesticulando fuertemente, como si le hubiera sido dada a su cabeza la misión de establecer sobre la tierra un orden justo, definitivo y perdurable.

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