30 enero 2013

I.- El Renuncia: Vocación a la renuncia



Era un placer dormir en el coche. Habitualmente dormía en aquel fonducho que tenían los viejos. Pero nunca le gustó. Allí concurrían un puñado, poco variable y menos fiable, de personajes desgraciados. Eran individuos sucios y chocrosos que nunca habían conocido otro oficio que no fuera el de mendigo, pordiosero, guitón, gallofero o landrero, teniendo, en  todos ellos, bien recorridos los grados del escalafón.
Así que aquel atardecer, cuando sintió caer las primeras gotas, levantó la cara al cielo, miró las nubes grises y deshilachadas y se alegró.
Aún tenía el coche, un modelo antiguo, pesado y amplio, en el corral del Mondacimas. Dos años antes, cuando se dejó arrastrar por su vocación a la renuncia, que así había dado en llamar a lo suyo, había intimado con Gregorio el Mondacimas. Éste le permitió meter el coche en el corral que tuvo destinado a las ovejas y que la venta del rebaño, tras su jubilación, dejó sin uso. El recinto aún tenía el suelo tapizado de sirle y conservaba todo él, y también el aire aledaño, el olor acre del ganado.
Dejaba colgadas las llaves del coche en una escarpia clavada en la pared, junto a la puerta, al lado de otras alcayatas de las que pendían cordeles semipodridos y herramientas recubiertas de orín por la intemperie. Al pie de la pared estaban todavía los viejos recipientes oxidados, hasta casi la descomposición, por el agua de lluvia, ya rojiza, depositada en ellos. Mirando el abandono de aquel corral desocupado, tuvo la certeza de que el coche, sin aquel cobijo, sería ya una carcasa irreconocible y retorcida, sin ruedas ni cristales, achicharrada en mitad de algún descampado, o perdida entre las tierras removidas de cualquier vertedero.
Entró. Y, como siempre, sintió añoranza. Era el único objeto que le recordaba el tiempo pasado. Sonrió pensando que el viejo coche, que le mudó tantas veces de lugar, ahora, conservando algo de su utilidad, le seguía trasladando en el tiempo y que, al abrir su puerta, era su chirrido el inicio de una metáfora, aquélla del transporte solitario y singular que siempre experimentaba en su interior.
Tenía los asientos tumbados desde la primera noche que le cobijó y ya no se molestaba en devolverlos a su posición. Había rellenado los huecos, para alisar la superficie, con sacos, trapos y trozos de lona y arpillera que encontró en el zaguán de la ruinosa casa contigua. La noche se había cerrado sobre él mientras estaba distraído. Se tumbó en aquel improvisado lecho, se arrebujó bajo el par de pesadas mantas heredadas del pastor y recibió, en el silencio oscuro de la noche, el tintineo, primero tímido y luego continuo, de la lluvia sobre la chapa. Se sintió acogido en el pequeño espacio. Luego se acomodó y se imaginó náufrago en medio de aquel arrabal perdido, troglodita desamparado en una prehistoria a la moderna, con grutas hechas de quincalla y detritus de escombrera.
El interior cerrado de aquella promesa de chatarra era su santuario. Desde que llegó, las noches que llovía, venía al coche. El resto de las noches no tenía sentido y dormía en el fonducho del tío Simancas. Pero no le importaba, porque las noches sin lluvia eran mudas y solitarias, no tenían nada de atrayentes y daba igual donde pasarlas. Eran noches anodinas.
Sus ocasionales noches en el coche eran, si es que meditar, dormir, dormitar o semivelar en él podía serlo, el único placer antiguo. Y no quería romper esa costumbre, porque representaba el vínculo de lo que fue con lo que era. El viejo trasto, enraizado ya en el corral del Mondacimas, apenas con aire en las ruedas, era el recordatorio tangible de su vida anterior. El coche,  varado en el corral, era su referencia del tiempo anterior a la renuncia. Un fedatario de presente y pasado.
Bajo el ruido de la lluvia solía soñar con cosas agradables, ajenas al pasado y al presente,  y que se le antojaban adelantadas entregas de otros mundos por ver, si no en su futuro, sí cuando la puertecilla de la existencia se le cerrara en éste.
Pero, si no dormía, tampoco importaba. Consideraba el silbido del viento y el arreciar del agua contra la chapa protectora un monólogo regalado por los elementos y del que, si se prestaba atención, podían sacarse conclusiones inéditas. También, a veces, el persistente ruido le suscitaba ideas sorprendentes y, en cualquier caso y como poco, era un acompañante entretenido, evocador y, a su juicio, hasta mágico o tántrico por el modo repetitivo, incansable y oculto en que se manifestaba.
Cuando se entregó a la renuncia, que no a la pobreza, aunque reconocía que la segunda solía acompañar a la primera, no imaginaba la cantidad de personas que iba a conocer en un estado de necesidad parecido al suyo. Mas parecido sólo, pues las motivaciones, cuando existían, eran muy dispares y siempre diferentes a la propia. Sin embargo, en honor a la verdad, la inmensa mayoría de aquellas personas le decepcionó. Habían llegado a aquel estado por las circunstancias, los imponderables, la mala suerte, el delito, la poca cabeza… y no abundaban, ni mucho menos, casos vocacionales como el suyo. Casos en los que el detonante de aquella inclinación fuera el convencimiento, revestido con esa fuerza irresistible que, según dicen, sólo de la verdadera fe proviene. Consideraba a todos sus colegas pobres de oficio porque, en general, habían hecho uno de su estado y ningún otro, más que ése, conocían. Había que considerar, sin embargo, la excelente cualificación de muchos, pues habían aprendido a obtener lo necesario para el sustento cotidiano, y aún para los vicios, en menos tiempo que suena un cimbel. Mas no les envidaba por eso. Eran personas sucias, viciosas en general, aunque virtuosas de la haraganería, y carecían del mínimo sentido práctico que les permitiera, no ya apreciar, sino siquiera percibir alguna de las hermosas simplicidades que la vida de un pobre, siendo vocacional, ofrecía a diario.
Él, a través de su renuncia meditada, había llegado a la pobreza, pero, no siendo la segunda su objetivo, no era pedigüeño como los mendigos de ciudad o los pordioseros de pueblo. Inherente a su pobreza era la aceptación de ese estado no buscado y la delectación en el mismo, ya que le venía dado por añadidura, como un don. También gozaba recreándose en las muchas reflexiones que proporciona y el largo tiempo libre que da, así como la gran independencia de la que se disfruta por, como en las mejores profesiones, no depender de nadie.
Aceptaba su condición sin pedir ni rehusar, pues su estado no era consecuencia del orgullo ni de su hermana la soberbia y, menos aún, de la arrogancia que tuvo en otros tiempos y que también había abandonado tan voluntaria como gustosamente. Simplemente aceptaba lo que su mirada le permitiera captar de otras voluntades, sin importunarles con la palabra y sin suscitarles, al menos intencionadamente, sentimientos de conmiseración. Aceptaba lo que quisieran darle, pensando que los donantes lo hacían considerando que debían hacerlo, porque se solidarizaban con la grandeza de su sentimiento y no porque se apiadaran de la miseria inherente al mismo. Lo uno eran donaciones solidarias, lo otro limosnas denigrantes.
Lamentablemente ninguno de los que le veían, le auxiliaran o no, pensaban así. Porque tal es y será siempre la indiferencia del mundo a los más sublimes sentimientos. Sí.

18 enero 2013

Rafael Tolo



Por las calles de la judería los turistas caminan sin ver, aunque mirar, no cesan de mirar ansiosos. Buscan el detalle a fotografiar como si sólo vieran por el objetivo de sus cámaras. Ya nadie sabe andar por las calles sin un aparato. La simple observación, que animaba la imaginación y recreaba el espíritu, es cosa del pasado. Mientras, con sus pies olvidados, tropiezan en el empedrado irregular. Caminan tal vez subyugados por esas frases prometedoras de sensaciones, que ha acuñado el turismo, y que promocionan el placer de perderse por las callejuelas viejas de los barrios muertos. Y así,  caminan sin dejar de girar las cabezas en busca del detalle impresionante. Como zombis, deambulan por esos arrabales despoblados, los centros históricos, que ya sólo son decorados muertos del patrimonio turístico de otra ciudad más.

Rafael Tolo les mira con los ojos entornados bajo el dintel de su puerta. Sostiene un gesto altanero, mitad de burla mitad de desdén, en la faz turbia que apenas iluminan unos ojillos  oscuros y estrábicos.

Rafael va tocado con una boina verde, militar, ladeada, con insignias de la Brigada Acorazada, de los paracas, con estrellas militares prendidas y con un alfiler de mujer con un brillante de bisutería. Esto último priva a la gorra de su matiz marcial y se lo cambia por un toque cheli de esclavo del amor efímero y zorruno.

-        ¿Qué?, ¿livingyourwayforever, alcalde? –le chilla una gitana que baja jacarandosa de vender flores de la Plaza de la Corredera.

-        Foreverwhatever, preciosa –contesta Rafael, que sonríe a la gitana con la boca y con una disparidad más acentuada en la independencia de sus ojos.

-        Pues, hala, dame un cigarro. Ahora que no está el maromo. –replica la morena.

-        Olé las gitanas guapas. Que sólo cuando veo una tía tan buena como tú me doy cuenta de lo maricón que soy.

Y la gitana, con su cesta a la cadera, se va garbosa, con el cigarro encendido, como un velero al que las olas del mar contonean de balde.

Rafael, sin disimulos, se vuelve para mirarla. Y le lanza un último requiebro.

-        Cuando te vas, gitana, me rompes las amarras de la vista.

-        Pues no serán las de los ojos, alcalde, que esas te vinieron rotas de fábrica.

Da tres pasos como si siguiera la estela de la gitana que se aleja. Se aprecia entonces todo su atuendo militar, de pies a cabeza, con cruces religiosas pendientes por doquier y una estrella de sheriff en el pecho. Se ve, cuando se gira, una fina coleta que le llega hasta los glúteos y el pelo rapado a ambos lados de la gorra.

Las cámaras de los turistas, para entonces, han encontrado el blanco inusual de lo inesperado, de lo esperpéntico. Y, con más o menos disimulo, todos los objetivos, ansiosos de presas imprevistas, sorprendentes, únicas, apuntan a Rafael como si fuera un lince urbano salido momentáneamente de la oscuridad del cubil.

Él se deja. Posa con disimulo, presumiendo, como si no lo notara. Y sólo, cuando le llega el anónimo murmullo de un “quién será ese tipo”, estalla. Y la cara se le vuelve vinagre y el gesto, el del hurón furioso.

-        ¿Que quién soy? Un soldado de Dios. Un soldado del amor divino y del humano.  Un inspirado, uno que dice lo que le mandaron decir: “Amad a los demás como os amáis a vosotros mismos”. ¿Que quién soy yo, decís? Uno que cumple con su misión, ya lo sabéis. Un iluminado entre la oscuridad. Pero vosotros, ¿qué hacéis, además de mirar?, si no os amáis a vosotros mismos una puta mierda, cómo vais a amar a los demás. ¿Quiénes sois vosotros? No tenéis ni zorra idea. Ni siquiera sabéis qué hacéis aquí. Y, si no tengo razón, a ver, ¿quién me la quita?

Los de las fotos no contestan y se disuelven lentamente por las bocacalles estrechas como si se alejaran discretamente de un olor, que acabaran de descubrir, a perro muerto.

Rafael se vuelve y entra en una especie de cuchitril lleno de trastos. Tras unos segundos se escucha el sonido a todo volumen de la obertura del Holandés Errante de Wagner, como si fuera un anuncio del amanecer de un nuevo mundo o del comienzo del Apocalipsis. Y Rafael sale al dintel y se cruza, majestuoso, de brazos con la cara llena de orgullo, casi de soberbia. Su pose es ridícula y exageradamente egregia. Sólo le traiciona el cruce de sus ojos.

Dos policías municipales pasan lentamente por la callejuela en sus motos y miran detenidamente a Rafael que, altanero, les devuelve la mirada con desdén.

-        Amigo, ¿vende usted algo?

Rafael mira al hombre maduro que, seguramente por curiosidad o despiste, se ha atrevido a hablarle. Se pone muy serio, muy digno. Se levanta sobre sus talones. Frunce fastuosamente el ceño y, encampanado como un toro bravo, clava los ojos en el curioso.

-        Vendo todo. El hombre vive de vender, nunca de poseer. Vendo amor, sexo, drogas, pensamientos, libros, casas, consejos, pinturas, exageraciones, tristezas, textos, religiones, delirios y todo lo que se le ocurra, porque yo me dedico a livingmywayforever. ¿Comprende?

-        ¿Y la gente le aprecia? –no se desanima el despistado.

-        No me aprecian ni me quieren. Me adoran.

-        ¿Y las autoridades también, o le miran con recelo?

-        Esas no son gente. Ese es el poder. Me temen porque les absorbo y les anulo. Soy el castigo vivo del poder, su castigo hecho carne. Ellos me odian y yo, a mi vez, abomino del poder en todas sus facetas, modos y manifestaciones.

-        Pero, hombre, ¿cómo es eso?

-        Porque sólo del poder viene la violencia, que es el mayor mal del mundo.

-        ¿Es que la gente no es violenta?

-        Si la gente fuera violenta, España estaría en llamas. La violencia la genera el poder, sólo el poder.

-        Pero la gente está protestando de muchas cosas, se manifiesta, se queja, vituperan a los políticos, a los banqueros, a los empresarios, a los corruptos…

-        Sí, pero se les conmina al respeto, se les dice que usen la democracia, que cambien las cosas con su voto, que no tienen derecho a actuar de otra manera. Y la gente obedece, aguanta y sobrevive como puede. La gente, aunque absurdamente razonable, no es violenta. Se lo aseguro.

-        ¿Y el poder lo es?

-        Esa es su esencia. Imagine usted que hay unas elecciones y los poderes actuales se ven desbancados, imagine que la gente pudiera controlar a los políticos, a los banqueros, a los empresarios, a los poderosos de ahora y de siempre. ¿Cree usted que, llegado ese momento, lo soportarían democráticamente, tal y como ellos predican ahora que la gente haga ante sus infortunios?

-        Claro que sí. No tendrían otro remedio.

-        Pues yo le digo que no. Claro que tendrían otro remedio. Eche usted un vistazo a la historia. Esa democracia, que ellos ya no controlarían, no les serviría. Y entonces vendría la violencia. Ellos se encargarían primero de generarla, después de ejecutarla y luego de llamarle anarquía, ellos se encargarían de hacer inviable el poder del pueblo sobre ellos. Porque para el poder constituido, lo vedado a los demás, es naturalmente lícito para quienes lo detentan. Nos ponen límites quienes los desconocen, pero ellos, en ningún caso, estarían dispuestos a asumirlos ni a  respetarlos. Somos una grey engañada, dirigida y conformada y, si hiciera falta, seríamos domeñados por la fuerza. Por eso la violencia viene siempre del poder y jamás de las gentes. Las gentes aspiran seráficamente a la justicia e, incluso algunos, ni siquiera a la de este mundo, que ya les reconforta la esperanza de tenerla en el Más Allá. Afortunadamente en España no hay Mafia pero, desengáñese, es porque la política, los negocios y las finanzas les han dejado sin ningún espacio.

-        Veo que tiene usted las ideas tan claras como tristes.

-        Claro, porque las tengo claras soy el alcalde y así, respetuosamente, me llaman en toda la ciudad; porque las tengo tristes, me dedico al amor divino y al humano, únicas formas que he encontrado para evadirme de la melancolía.

-        Pues, encantado de conocerle.

-        Su gusto es el mío.

Monte El Marojal (Atienza-Guadalajara)



MONTE DE “EL MAROJAL”
Monte de Utilidad Pública nº 9

Perteneciente al término municipal de ATIENZA, partido de Sigüenza, provincia de Guadalajara.

Superficie: 1166,588 Hectáreas.
Enclaves: 0

Especie preponderante: Quercus pyrenaica Willd. (Marojo)

Límites:
  • Norte: Terrenos particulares de Atienza y Arroyo del Tejar en la Enguajarda o del Puente del Pizarral.
  • Este: Carretera de Jadraque a Soria y término municipal de Riofrío del Llano.
  • Sur: Antiguo término municipal de Cardeñosa, agregado de Riofrío del Llano.
  • Oeste: Términos municipales de La Bodera y La Miñosa, en su anejo Naharros.

Está situado al sur del término de Atienza.
Lo cruzan tres caminos. Del más alto al más bajo son:
  • El camino viejo de La Bodera.
  • La senda de la Sierra.
  • El Camino Real.
Tiene también caminos transversales y sendas que comunican estos tres principales caminos entre sí.
Tradicionalmente se le dividía en 18 parajes, en este orden:
I.- La Enguajarda, que limita por su parte alta con los términos de Naharros y La Bodera y con el alto de La Atalaya situada entre ambos términos; y, por la parte baja, con el camino viejo de La Bodera. Este paraje está atravesado, en buena parte, por el barranco de La Enguajarda, que también atraviesa, más abajo, La Marota. Linda también con la finca El Serrallo y el término de Atienza.
II.- La Marota, que limita, por su parte alta, con el camino viejo de La Bodera y con el cerro de La Marota y las peñas de La Marota y por su parte baja con la senda de la Sierra y, dando al término de Atienza, con las tainas de Mata.
III.- La Rezuela, bajo el camino viejo de La Bodera, linda con este término y con la loma y peñas de La Marota, hasta llegar por la parte baja a la senda de la Sierra.
IV.- Los Tajones, a continuación de La Rezuela, sigue lindando con La Bodera y, por debajo, con la senda de las Hoyas, quedando en medio las peñas de los Tajones que le dan el nombre.
V.- Las Hoyas, a continuación de la anterior, linda con el término de La Bodera y, por la parte baja con la senda de la Sierra.
VI.- La Sierra, es la parte más alta y además de lindar con La Bodera, linda también con el término de Cardeñosa y, por su parte más baja con la senda de la Sierra.
VII.- Los Ojos, por debajo de la senda de la Sierra y lindando también con Cardeñosa queda este paraje que, hacia dentro del monte, linda con el barranco de los Ojos que baja desde Las Hoyas. Comienza en Los Ojos la senda de la Tesuguera que irá a dar al Camino Real de Atienza.
VIII.- La Tesuguera, está al otro lado del barranco de Los Ojos, monte adentro, limitando con el Barranco Grande y lindando por la parte baja con el Camino Real
IX.- La Umbría de Barranco Grande, cayendo hacia el Barranco Grande, monte adentro, y cruzada por la senda de la Tasuguera viene casi a parar al Camino Real.
X.- La Solana de Barranco Grande, al otro lado del Barranco Grande, da por la parte de arriba a la senda de la Sierra y por la parte baja al Camino Real.
XI.- Los Enechos, a continuación de la solana y la umbría del barranco, monte adentro, lindan por arriba con la senda de la Sierra y por la parte baja con el Camino Real.
XII.- Los Temblares, entre Los Enechos, la senda de la sierra, el Camino Real y el término de Atienza.
XIII.- Los Puntales, paraje situado por debajo del Camino Real, lindando con la continuación del Barranco Grande y con el término de Riofrío del Llano.
XIV.- Peñarrubia, a continuación de los Puntales, al otro lado del Barranco Grande y lindando también con Riofrío. Su límite es el arroyo que baja por Peñarrubia.
XV.- Los Valondos, a continuación, tras el arroyo de Peñarrubia, se encuentran los barrancon de Valondillo y Valondo que dan nombre al paraje. La senda de Valdesteposo que sube casi desde el término de Riofrío es el límite del paraje.
XVI.- El Altillo, siguiendo el Camino Real, en dirección a Atienza, al otro lado de Los Enechos y Los Temblares, bajo el cerro del Altillo y limitado por el mismo cerro y la senda de Valdebernal está este paraje que linda ya con el mismo término de Atienza.
XVII.- La Umbría del Altillo, parte norte del cerro del Altillo que linda con el término de Atienza, con la carretera de Soria y con lo de Valdesteposo.
XVIII.- Valdesteposo, al otro lado de la senda de Valdesteposo, que linda con los Valondos, se extiende este paraje que limita con el término de Riofrío, con la carretera de Soria y en su punto más alto con el cerro del Altillo y la umbría de éste.