04 marzo 2014

XIV.- El Renuncia: La dignidad

A MP, tras su conversación con el rumano, se le esfumaron las ganas de caminar. Olvidó también sus aviesas intenciones contra perros y perreros. Se dio la vuelta. Desistió de ir a La Gavina. Por ese día no quería ver más pobretería. Si la había encontrado donde no esperaba, ir a La Gavina era apostar sobre seguro. Le parecía que contemplar la miseria era como retrasar el reloj de la vida, pero no para volver a encontrar la juventud, sino para topar con fantasmas que creía desaparecidos y olvidados.
Era mediodía. Buscaba el lado sombrío de las calles porque el sol a esa hora ofendía. Los comercios cerrados y los pocos peatones caminando despacio y con aire despistado le confirman que era domingo. Los días laborables la gente caminaba rápido y él, sin darse cuenta, aunque fuera sin prisa ni rumbo, terminaba caminando como ellos. Era un placer, pensó, que fuera domingo y que los pocos que caminaban fueran despacio y con aire errático, deambulando como a la deriva.
Había algunas plazas soleadas y de ambiente agradable cuyas terrazas estaban llenas de gente. Algunos leían el periódico mientras tomaban el vermú, otros engullían aperitivos en los concurridos bares de tapas y algunos, negros o árabes en su mayoría, tenían sus mantas extendidas en el suelo con discos pirateados, o sus baratijas prendidas con imperdibles en paraguas abiertos. En las esquinas más discretas grupos de dos o tres prostitutas observaban el acercamiento, más o menos disimulado, de potenciales clientes. Algunos conversaban brevemente con ellas, les preguntaban el nombre y regateaban. Los más se iban, pero siempre se quedaba alguno  que, en llegando a un acuerdo, se marchaba con alguna de ellas pasándole confianzudamente a la mujer el brazo por los hombros.
Pasaba MP muy digno ante dos de ellas. Una, por lo bajo, le incitó:
-        Vente conmigo, grandullón, que lo vas a flipar.
-        No tenéis dignidad, ¡golfas!, más os valdría trabajar.
-        ¿Dignidad, abuelo? –chilló una de las aludidas, estirándose felinamente sobre sus zapatos de plataformas- ¿De dignidad me hablas a mí y me llamas golfa?, ¡cabrón de mierda!... Mira, llevo dos años en tu puto país, no tengo papeles, la administración sólo me pone trabas. Los empresarios no me contratan porque no los tengo. Los de la economía sumergida me explotan y cuando quieren desaparecen sin pagarme. Así que por eso me hice puta. Y, ¿sabes una cosa?: en la calle nadie pide papeles a nadie, en la calle todos volvemos a ser iguales, como cuando nacimos, y es duro decirlo y entenderlo, pero la calle me ha devuelto la sensación de ser libre, de ser normal. A veces la calle devuelve la dignidad a las personas. ¿Te enteras viejo asqueroso?
MP se dio cuenta, al instante, de que la había cagado. También de que el uso del idioma no era precisamente una muestra de la falta de integración de la ramera. Siguió apurado y presuroso calle adelante, deseando desaparecer, mientras la ofendida meretriz terminaba de lanzarle su airada diatriba.
Aunque se alejó rápido de su imprecadora, observó que había fulanas por doquier y ya de todos los tipos y pelajes. Esa mañana, al pasar, no vio ninguna. Se ve que en el oficio no se requería madrugar. También había bastantes policías. Los agentes estaban colocados estratégicamente por parejas y aun por tríos en las esquinas y los cruces, pero parecían relajados y charlaban entre ellos, sin poner, aparentemente, atención a nada. Los hombres anuncio surgían como setas según se acercó al centro. Los había por todas partes. Sobre todo proliferaban los que anunciaban pequeñas oficinas de compra-venta de oro y empeño de alhajas.
Siguió con su escapada por las callejuelas más vacías. Meretrices, ahora más orondas y maduras, con la carrocería bien pintada, ofertaban su cuerpo a los vejetes con tarifas adecuadas a la crisis e, incluso, grandes rebajas para los conocidos puteros habituales, que, en el negocio del puterío, también se primaba el consumo.
Esta vez, aunque le comprometieron, MP se ahorró comentarios y pasó de largo. Ya quedó escarmentado.
En los cruces concurridos hay más hombres anuncio y algunos transeúntes desaseados con mochilas sobadas y astrosas se mezclan con todo tipo de gentes que deambulan por la zona.
Enseguida dejó atrás los callejones y salió a una calle principal. En una esquina, sentado en un cartón puesto en el suelo, un hombre en calzoncillos muestra los muñones de las dos piernas con la mirada triste, pero ensayadamente digna, de un nazareno urbano. Tirada a su lado tiene una silla de ruedas plegable y delante un platillo con monedas. No muy lejos, hay una mujer que, tendida en un hule, muestra una pierna y un brazo extraña y horriblemente deformados. MP piensa que vaya día lleva y se encamina hacia el tramo final de calles, callejuelas y plazoletas que le lleva a su barrio. Sólo le queda atravesar la Plaza de los Jardinillos, frente a la magistral, y ya estará en su vecindario.
Esquiva a una mujer desgreñada con un saco de dormir azul celeste, orlado de brillante suciedad en cada uno de sus pliegues, que camina despistada oscilando de un lado para otro, como una náufraga perdida entre los viandantes. El saco es un reguño desordenado bajo uno de sus brazos y uno de los extremos casi arrastra por el suelo. Vuelve la cabeza y la ve alejarse errática, igual que venía. Nota que está cansado. Y, en el momento en que decide sentarse en uno de los bancos, es cuando se percata de que en la misma Plaza de los Jardinillos está sentado Serafín, mirando a un mendigo arrodillado que pide a la puerta de San Onofre. MP se alegra, por fin una cara amiga. Por un momento, se imaginó MP que se había colado, por una rendija del tiempo, en la España de la novela picaresca. Y, cuando vio al Renuncia, no acertó a decidir si acababa de escaparse de esa época o se metía definitiva y aún más profundamente en ella.
-        ¡Serafín!

-        ¡Hombre, don Macario! ¡Cómo me alegro de verle!

No hay comentarios: