20 abril 2014

XIX.- El Renuncia: Los preparativos

MP tan pronto como terminó la cena, excitado por los acontecimientos del día y, sobre todo, por la inesperada decisión que a sus años había tomado, se acostó. A los cinco minutos, sus ronquidos profundos y regulares proporcionaron un palpitar propio al piso viejo y destartalado de la calle de la Madera. Al Renuncia, acostumbrado a los conciertos nocturnos polífonos y descompasados de la fonda del tío Simancas, aquel solo rítmico y nasal le pareció un murmullo somero, incapaz de turbar su descanso. Serafín, tras las chuletas fritas con pimientos que cenaron, se había echado a dormir en el sofá bajo una manta que le había pasado el viejo.
Se despertó Serafín, abruptamente sobresaltado por el rumor bronco, salpicado de alaridos de sirenas, del tráfico del centro. Permaneció unos instantes desorientado, abrumado por un fragor que ya sólo tenía en el recuerdo. Tan abrumador era el clamor urbano, que Serafín buscó con ansia la claridad del día. Ésta había sido su despertador silencioso últimamente y, al encontrarla irisando los visillos y darse cuenta de que, aún tenue, estaba comenzando a entrar en la pieza, se tranquilizó. Se incorporó, apartó la manta, y quedó sentado en el sofá que le sirvió de lecho. Sobre la mesa baja había un cenicero, con la mitad apagada del cigarro que don Macario le ofreció, y las dos copas de coñac, vacía la que bebió su anfitrión, y con medio dedo la suya. Tomó el medio cigarro y lo encendió. La primera calada le supo agria y apestosa. Se llevó la copa a los labios y apuró el medio dedo de coñac de una vez. Le escoció ligeramente la garganta y, para compensarlo, aspiró de nuevo el cigarro recién encandilado. No se oía ya ronquido alguno o, tal vez, si lo había, la estridencia aguda de la calle lo tapaba.
Se sorprendió pensando en lo que iba a dejar. Pero, enseguida, pensó que no dejaba sino una cosa dentro de otra. Se dijo si la vida no sería un abandono concéntrico de cosas. Porque, hasta él, seguía manteniendo pertenencias y, por insignificantes o intangibles que fueran, a todas les cogía apego. Era, se dijo, como si la vocación natural fuera el tener y el único acto que requiriese de la voluntad fuera el abandonar.  Y se sintió viajero de una noria que le subía a lo alto y que de inmediato le devolvía a ras del suelo. Dejaba cosas para, sin remedio, conocer otras y apegarse de nuevo a ellas. El Renuncia se sentía niño con sus pensamientos. Y, se decía, que al tener nunca se le acababa el fondo pero, al desear, tampoco se le apagaban los anhelos y las ansias. El tener pesa y el desear nos vuelve tan ligeros que volamos. Y cayó en la cuenta de que le habían engañado con aquello de que es mejor tener que desear.
En eso andaba su cabeza, cuando se levantó don Macario. Sin muchas palabras, se fueron los dos a trastear a la cocina y desayunaron sendos tazones de café con leche y galletas María. Luego se adecentaron un poco en el servicio y cuando ambos, en su concepto y medida, se encontraron presentables salieron a la calle.
Una vez en la tienda de sofisticado material deportivo, se dejó don Macario aconsejar por Serafín en la elección de la impedimenta necesaria. Pero antes, MP despotricó a modo sobre la moda deportiva y sus tendencias. También abominó de todo aquel diseño, que el dependiente, deshecho en explicaciones técnicas y con un alarde de palabras extrañas, se empeñaba en mostrarles. Terminaron por comprar botas aparentes, sacos de dormir, macutos y otros pequeños aditamentos que, aunque don Macario consideró pijoterías vergonzantes para el equipo de un hombre, Serafín estimó necesarios. Finalmente, vino el poner el grito en el cielo por los precios que, naturalmente, eran muy altos para estar acordes con la elevada tecnología de las prendas y objetos. Pero MP, al fin, dejó de protestar porque consideró que no era buen comienzo el iniciar aquel periplo indefinido montando una gresca de calado con el de la tienda y, menos aún, con el compañero, que habría de serlo, de fatigas.
Como invirtieron la mañana entera en aquella tarea, se metieron a comer en una taberna cercana de parroquianos tan abundantes como vocingleros. Pidieron un consistente menú del día a base de judías con chorizo, huevos con morcilla, frasca de morapio y, de postre, cuajada. Y andaban ya en la sobremesa, rematando el vino, cuando el Renuncia dijo, en tono reflexivo:
- No termino de entender, don Macario, como me veo metido en esto. Casi me parece que lo estoy soñando.
- Hay momentos lúcidos en los que, sin tener evidencia de nada, lo ves todo claro –contestó con parsimonia MP- Te das cuenta de que en cada momento hay algo nuevo que descubrir. Algo inesperado que súbitamente aparece e ilumina una parte, hasta entonces oscura, de tu entendimiento. Pero, a la vez, tampoco es que descubras sino lo obvio, como tantas veces pasa –hizo una pausa, tomó un sorbo del vino y siguió- A los viejos nos acude periódicamente la verdad al ánimo, sin aviso, como las aves migratorias que cada año vuelven impertérritas y machaconamente a sus sitios. Y fíjate, Serafín, en medio del estrépito de este bar, veo las cosas como son, aunque tantas veces me he obcecado en verlas de otro modo. Dentro de nuestros seres todo es secreto y todo anda anegado en el agua tibia de la soledad y el miedo. Da igual que seamos hombres o mujeres, el fenómeno se repite indefectiblemente y sin fallos. En todos nosotros ocurre lo mismo, como si fuéramos diminutos relojes de sangre y conciencia. Pero hay momentos de especial lucidez, de una clarividencia inesperada que apenas necesita de palabras o, mejor, que no las necesita en absoluto. Entonces algo, que permanecía oculto, se desvela. Sucede sin dramatismo, sin conciencia apenas de que se produzca, sin causa, pero, por una vez, con la certeza de que algo nuevo ha sucedido en tu interior; de que, de repente, has aprendido algo más y, sobre todo, algo sorprendente e inesperado. Admira más la forma en que se produce que el hecho en sí. Y esto fue lo que me ocurrió ayer, amigo Serafín. Fue un día de clarividencia que, en estos momentos y gracias a ti, me ha puesto la cabeza donde debe.
- No comprendo el porqué, don Macario. Pero, si usted lo cuenta con ese convencimiento, de algo serio e importante para usted debe tratarse.
- No me interrumpas con cumplidos. Te hablo de la vida de los seres humanos, no te estoy contando anécdotas personales. Lo que estoy diciendo tiene que ver más con la capa de la soledad, a la que todos estamos avocados, y con la boca del miedo, entrada de la caverna adonde los años terminan por llevarnos. No te hablo de lo que damos cotidianamente por importante o por sabido, porque esto queda siempre atrás.
- ¿Y en medio de este estrépito es usted capaz de concentrarse en tales cosas?
- Y aún en medio de una tempestad sería capaz de hacerlo. Nada de lo que nos acontece aparece porque sí. Todo obedece a circunstancias personales que se aprovechan o no.
- ¿Es, entonces, una especie de lotería?
- En cierto modo sí. Es la lotería del pensamiento. En ella, quienes más piensan, pueden tener alguna posibilidad de ser premiados y quienes deambulan por ahí, sin plantearse nada, no pueden serlo de ningún modo. Y te digo esto, porque la casualidad, que ha hecho que nos encontremos, nada habría producido si nosotros dos no fuéramos personas de pensamiento y, por tanto, seres ajenos al común de los conversadores, saludadores, fumadores, comedores y bebedores que en este momento nos rodean y nos invaden con su efímero bullicio. Ese bullicio, que es la forma más sofisticada de disfrazar de algo lo que sólo es la matanza del tiempo, ese bullicio, al que por, otra parte, somos tan aficionados y tanto nos distrae.
- Pero, quienes nos rodean son gente común, personas como nosotros.
- No te engañes, Serafín, son personas que pudiendo o aparentando ser como nosotros, no lo son. Nadan en la superficie de las cosas, pero nosotros no. Nosotros estamos hundidos en las cosas, metidos dentro de ellas. Ellos son náufragos y nosotros nos hemos dado ya por ahogados, y vagamos sin miedo muchos metros bajo la superficie que ellos sobrenadan. Apenas compartimos con ellos la especie. Nuestras vidas tienen que ver con las suyas lo mismo que la de un halcón con una almeja.
- Muy clasista le veo, don Macario. ¿No le estará sentando mal el vino? –dijo Serafín por banalizar tanta profundidad.
- No te tengo por tonto, Serafín, así que no me contradigas ni me contraríes por esa moda, tan vigente como idiota, de la controversia insulsa.
- Dios me libre –dijo Serafín, muy serio ahora, pensando que, tal vez, su compañero iba a contarle algo aún más sorprendente y desconocido.
Sin embargo, el otro calló y estuvo un rato pensativo. Ambos miraban distraídamente a la gente que, ajena a sus honduras, llenaba todos los espacios del bar con su presencia, sus conversaciones y sus voces. El viejo se había trasmutado de repente en un ser cansado, no por la algarabía reinante, sino cansado de verdad, aterido por el frío escandaloso de toda aquella inconsecuencia que les rodeaba.
Al cabo de un rato el viejo dijo:
-Me gustaría poder describir lo que siento. Pero para mí, que no he renunciado a nada en mi vida, resulta difícil. Tal vez tú, Serafín, que eres un ser más puro, alguna vez seas capaz de hacerlo. Puede que ahora ni siquiera lo pienses pero, el día que te llegue la hora de sentir las cosas que se ocultan bajo tanta superficie, puede que hayas aprendido a hacerlo y, sin darte cuenta, lo hagas. Quizás tú, amigo, reúnas algún día el talento necesario para ello.
Serafín, viendo al viejo súbitamente tan marchito y lejano, no abrió la boca. Le miró y sintió como aquél, sin atender a su mirada, apreciaba la caricia atónita y comprensiva de su actitud respetuosa y sorprendida.
Y así, quedaron los dos tranquilos y con las ánimas suspendidas entre el griterío festivo que les circundaba. Conformes a la fuerza. Sumergidos bajo aquella superficie ruidosa.

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