19 septiembre 2014

XXVI.- El Renuncia: Serafín el contrito

Serafín, sentado sobre la colchoneta que, tendida sobre una especie de escalón alto adosado a la pared, hacía de catre, miraba las cuatro paredes encaladas que le circundaban. Pensó entonces, por primera vez, si su renuncia podría alcanzar también a la libertad. Y, enseguida, se dio cuenta de que así no valía. Sin libertad, se anulaba la renuncia como la sal se disuelve en el agua o el humo se desvanece en el aire. Porque era una ilusión pretender renunciar a lo que, por la fuerza, ya te habían quitado.
Notó El Renuncia que aquella brusca privación de libertad le impelía a buscar razones que la justificaran, porque en la esencia del hombre está buscar las causas de las cosas. Y, por más que pensaba, no encontraba ninguna. Pero, se dijo, que aún habiendo encontrado alguna causa, eso no cambiaba la sensación que le inundaba. Y, puesto que con razones o sin ellas, sin libertad estaba, sólo dio en preocuparse por su estado cierto y, para no sentir el miedo que sentía, quiso dejar de lado el misterio por el que allí le retenían. Sin embargo, su miedo no tenía origen en él mismo, no le pertenecía a él, sino que lo manejaban quienes se lo provocaban y, por tanto, no podía escapar a sus efectos. Así que lo que por un lado le quitaban se lo daban por otro.
Y notó que, sin libertad, todos los sentimientos dejan de ser espontáneos y, al condicionarlos el miedo y su amiga la incertidumbre, quedan desvaídos y borrados, fuese cual fuere su origen. Y, el prurito por perseverar en esos sentimientos o el mostrarlos de modo retador a los guardianes, no era ya cosa del común de las personas, sino cosa muy meritoria propia de héroes, líderes, santos e, incluso, de mártires prestos a derramar su sangre. Así que El Renuncia, no sintiéndose en ninguno de esos casos excelsos, pensó que la renuncia no podía ser genuina sin libertad y, por tanto, no era posible concebirla, de modo natural, en ausencia de ella. Y así, sintiendo que le acababan de arrebatar la libre renunciación, pensó que sus guardianes no podían ir más lejos, a menos, claro, que le quitasen la vida.
Luego, se sintió mal. Las cuatro paredes desnudas le recordaron el mismo sentimiento de pérdida, de desorientación y de carencia que experimentó cuando desapareció su mujer. Recordó que no había imaginado que aquello pudiera ocurrir. Y se dio cuenta entonces de que hasta aquel día consideró, sin pensarlo, que ella era una fiel prolongación de sí mismo. Algo con lo que no había que contar, como no cuenta uno con que le fallen el corazón o los riñones. Y, sin haberla tenido en consideración en el pasado, comprendió que, sin ella, se sentía incapaz de afrontar el futuro. Había sido como si, repentinamente, le hubieran dejado sin aire en los pulmones.
Recordó que fue entonces cuando eligió la renuncia como escape de toda aquella realidad inesperada. Lo hizo, tal vez, por ser todo lo contrario a lo que había practicado hasta entonces. Aquella vieja vida que se había construido con dinero, que había llenado de caprichos, de mujeres que no le interesaban, de vicios y de placeres de cualquier clase con tal que le llenaran el tiempo, de codicia por la mera codicia, de soberbia por la sola soberbia, de vanidad por no encontrar otra cosa que le hiciera sentirse superior… Aquél era el enemigo del que huía. Recordaba cómo se había construido aquella forma de pensar, que a todo le daba derecho, porque todo daba igual, todo estaba a su alcance, nada importaba. En aquel mundo, artificialmente vano, llegó a moverse sin parar como una anguila escurridiza, sin responsabilidad, sin afectos, sin metas, sin conciencia, sin reparos, sin remordimientos, sin, ciertamente, nada, pero teniéndolo todo. Sobrevolaba entonces la vida normal, la habitual, la de cualquier trabajador; eludía también las leyes, la justicia y todo lo que le daba a la sociedad visos de estabilidad pues, cuando no saltaba los preceptos legales, los eludía, al sumergirse bajo ellos con el auxilio de toda la jurisprudencia que los ricos se habían hecho, durante generaciones, para sí mismos y con la ayuda de los abogados y otros expertos en burlar legalmente las leyes que hiciera falta. Conoció también políticos capaces de regularizar nuevas situaciones no previstas, de modo que el delito pasara a ser normalizado por la ley.
Ante Serafín pasaron los últimos años de su vida anterior. Algo que le dolía y que no quería recordar. Y hasta creía que había conseguido olvidarlos con el mismo empeño que, a veces, ponía en negar las propias palabras, como si pudiera volver a meterlas en el lugar de donde salieron, o enterrar más profundamente en la memoria aquellos hechos que le avergonzaban. Como si oponerse a recordar hundiera más profundamente las cosas en su mente y le añadiera carretones de olvido a su pasado. Pero, ¿quién rige las mareas del recuerdo? ¿Cómo puede lograrse que la madera deje de flotar sobre el agua o que, un dolor que quisiste desterrar, no vuelva del exilio cuando se le antoje?
Serafín comprendió, entre aquellas paredes, que la vida que había iniciado era una alfombra bajo la que su mente estaba queriendo ocultar la vida vergonzosa que tuvo y ganar día a día otra con algo de sentido. Y, sobre todo, borrar aquel absurdo desenlace que, aunque inesperado, él mismo había provocado.
Cuando acabó lo de su mujer, el psiquiatra le dijo que necesitaba descansar. Como si el descanso fuese una mercancía más que los ricos pudieran comprar a su antojo. Al menos, el tiempo de renunciación, le había enseñado que nada importante podía comprarse, que todo lo importante era gratis o, si no lo era, no podía lograrse con dinero. Y pensó que, el fin y la causa, se habían juntado y que, tal vez, por eso tomó entonces aquel incomprensible y, aparentemente, loco camino hacia la renuncia. Fue su único modo de pretender encontrar todo lo que le faltaba pues, de lo que se podía tener,  lo tuvo todo. Puede que alguna vez diera con la cordura y, tras ella, viniera todo lo demás, se decía el contrito Serafín Tirado.

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