26 septiembre 2014

XXX.- El Renuncia: La reconstrucción

Cuando les sacaron de sus celdas, ambos se miraron como desconocidos. Hasta entonces nunca se habían mirado así. Aquel sentimiento lo experimentaron a la vez.
MP miró al vagabundo: Serafín parecía un ser más desdichado que antes. El viejo pensó que las horas que un hombre pasa a solas, ésas que le enfrentan consigo mismo, cuentan más, con mucho, que las otras, en ese reloj interno que lleva la contabilidad de nuestro tiempo.
Serafín tardó un poco en mirar al viejo. El Renuncia parecía un niño avergonzado. Cuando tuvo valor para levantar la mirada del suelo: le pareció desaseado, con los pelos revueltos y la mirada más extraviada de lo que tenía por costumbre o, Serafín, tenía por normal en él.
Una extraña timidez les había sobrevenido a los dos tras aquellas pocas horas, y les costó unos instantes reconocerse abiertamente. Y, simultáneamente, pensaron lo mismo: ¿cómo podían reconocerse dos desconocidos?
MP quiso pensar que Serafín se había desmoronado sin su compañía. El Renuncia imaginó que el viejo se había sentido inerme sin tenerle al lado. Ambos mantuvieron la mirada y, sorprendentemente, se estrecharon las manos, como si acabaran de presentarles. Y los dos se sintieron de nuevo generosos, dispuestos a regalarse mutuamente un apoyo que ninguno de los dos creía necesitar. Y así, interiormente, cada cual se sintió respecto al otro un ser altruista y desprendido y un bienestar repentino e interno les inundó. Decididamente se reconocieron como dos seres libres. Cada uno dando al otro lo que suponía que al otro le faltaba.
Apenas les sacaron de sus respectivas celdas, fueron esposados entre sí. Los guardias de las boinas verdes, con los chalecos antibalas, los guantes y aquellas bragas militares subidas por encima de la nariz, les miraban amenazadores o, cuanto menos, con los sentimientos cubiertos de la mirada para abajo. A ellos les parecían seres sin vida real, de los que únicamente habían de entender unos gestos tan anónimos  e impersonales como señales de tráfico.
Les hicieron subir en la trasera de un gran coche todo terreno, de aquellos tan llamativos, y llevaron a los detenidos en dirección a Esterillas de Castroceli y de allí en dirección a Fenamira de Gorgojos y luego a Lasayona del Garbanzal. De allí les llevaron a la cabaña donde les detuvieron. Y volvieron a ver el chozo del pastor tan solitario y abandonado como lo encontraron.
-Esto va a ser una reconstrucción de los hechos –dijo el teniente, apenas se apearon.
Como los detenidos no dijeron nada, prosiguió:
-Entre las 2,20 y las 2,31 de la noche, en que fueron detenidos, uno de ustedes estuvo bajo el túnel que, a cien metros de aquí, hay bajo la vía del AVE.
Luego de mirarles inquisitiva y alternativamente al uno y al otro, dijo:
-¿Quién de ustedes lo hizo?
-Fui yo –dijo mansamente Serafín.
-¡Coño, pues ni te sentí! ¡Ni que fueras una sombra! ¿Cómo no me lo dijiste? –saltó MP.
-¡Silencio! Hable cuando se le pregunte –cortó secamente el teniente.
-Pero si es verdad, si es que no me enteré y, mire usted, que a mí el zumbido de un mosquito me despierta, porque mire, si a mí… -no pudo contener la lengua MP.
-¡Que se calle, coño! ¿O es que no entiende usted el castellano? –cortó de nuevo el teniente con el más despectivo y amenazador estilo cuartelero.
-No sólo lo entiendo, sino que además lo hablo y lo escribo, y no sé si usted tendrá con el idioma tantas habilidades, aparte de ladrarlo -se picó el viejo.
-¡A callar, joder! –y ya había vuelto en el aire la mano el teniente para sofocar aquella insumisión impenitente, cuando se dio cuenta de que le iba a cruzar la cara a un viejo. Suspendió la intención y se quedó inopinadamente avergonzado.
-Me pegue si tié clase –se creció MP, con un tono chulesco y arrabalero que el Renuncia no le conocía, ante el ademán frustrado del teniente.
-Con que se calle, me vale –se reportó secamente el oficial.
-Eso es otra cosa –respondió MP, revistiéndose de una triunfante dignidad y esponjándose tan exagerada y amenazadoramente como un palomo ladrón.
-No hace falta que se incomode. Si se trata de mi paseo nocturno hasta el túnel que hay bajo la vía, se lo describiré con detalle –dijo Serafín.
-Para eso estamos aquí –dijo el teniente, mirando de reojo a MP.
Serafín comenzó a caminar desde el refugio hacia la vía. Al tiempo que lo hacía, iba narrando como, entre sueños, se sintió indispuesto. Y apuntó que, ante el temor a que sus tripas se desataran en desahogos gaseosos, decidió salir del refugio, puesto que, apostilló de nuevo, las ventosidades eran de mala educación, incluso entre compañeros, y no decían nada bueno de aquél que se las permitía en lugares compartidos y cerrados. Y, concluyó, que esa fue la razón por la que salió del templado refugio en la noche cerrada.
-Abrevie, nos hacemos cargo –dijo el teniente.
Serafín siguió caminando seguido mansamente por MP, esposado a su muñeca, y por los guardias, que no les quitaban ojo por encima de las prendas militares que daban anonimato a sus rostros.
-Pues bien –prosiguió Serafín- una vez fuera, estiré el cuerpo y las extremidades y, ante el frío reinante y seguramente debido al brusco cambio de temperatura, percibí un nuevo aviso del cuerpo, concretamente un retortijón, que me hizo evidente que mis urgencias no se solventarían con el inmediato y ronco alivio gaseoso. Lógicamente, no me pareció bien evacuar en las proximidades del refugio común. Y, como lo único que vi blanquear en la negrura de la noche fue el camino, lo seguí. Vislumbré el túnel y me sentí llamado por su cálido conducto, a cubierto del frío y del viento nocturno. Fue el instinto el que me indicó que la suerte me deparaba un cobijo placentero donde aliviarme. Porque sepan ustedes, señor teniente y la compaña, que ni para los hombres ni para los animales superiores dan igual las ubicaciones para ciertos menesteres y, un servidor, encontró el túnel de lo más adecuado y acogedor.
-No me diga que bajó hasta el túnel para eso –gruñó el teniente algo desconcertado.
-Pues, sí. Y si éstas eran las indagaciones que usted perseguía, podría haberlo dicho antes. Pero si usted no queda convencido y piensa, como nos ha dado a entender, que coloqué, con aviesas intenciones, algún explosivo, verá que no lo hay ni se encontrará. Y, en todo caso, podrá averiguarse que la mina que planté es sólo mía por las irrefutables pruebas del ADN que, a menos que se hayan llevado la matería probatoria pegada a las suelas de las botas, podrá practicarse in situ, ya que la medicina legal está hoy, por fortuna, suficientemente preparada para no dejarme por embustero.
Fue entonces cuando MP comenzó a contener la risa de un modo que cada vez se hacía más evidente. Y, para cuando llegaron bajo el túnel y Serafín, sin titubeos, se paró junto ante la prueba, sus risas eran tan ostentosas como sonoras.
-Mire usted, señor teniente, he ahí la prueba. Aún parece reciente y, entre nosotros, no sabe usted lo a gusto que me quedé –remató Serafín con llaneza.
-Recoja usted la prueba –dijo MP a grandes voces, conteniendo vanamente la risa y poniendo una expresión entre iracunda y sublime, propia de un profeta del Antiguo Testamento- Es lo único que puede salvar a dos inocentes de la implacable justicia.
-¿Usted bajó aquí sólo para eso? –preguntó, entre incrédulo y abochornado, el teniente.
- ¿Le parece poco, mi teniente? Pues le aseguro que, pese a su volumen, es toda mía y apecho con ella –dijo Serafín con la misma dignidad que MP, poniendo al oficial en el brete de decidir si le estaba tomando el pelo o era tonto de capirote.
-Ahí tiene usted una confesión sin paliativos, la confesión de un valiente, sin abogados de por medio, sin acogerse a la presunción de inocencia, sin hacer uso del derecho a guardar silencio, sin habeas corpus, sin…-continuaba voceando el viejo.
-Vale, vale –cortó el teniente bastante corrido- que recojan sus cosas del cuartel y que se vayan.
-¿Cómo? ¿Sin evaluar la prueba? ¿Sin contrastar la evidencia? ¿Sin analizar si se trata de un explosivo de última generación? ¿Sin verificar su procedencia? –proseguía MP como un orate.
- Llévenselos al cuartel de una vez –zanjó el oficial.
El teniente vio alejarse hacia el coche a aquellos dos seres estrafalarios entre los guardias que les devolverían al cuartel, pero el eco de las risas del viejo quedaron en su mente como una burla imperecedera y, también, las sonrisillas socarronas que adivinó bajo las bragas militares de sus subordinados.

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