30 septiembre 2014

XXXIII.- El Renuncia: Las afueras

Dejaron atrás el pueblo y entraron en una especie de recientes y extraños arrabales que, siguiendo el camino, encontraron en los alrededores. Observaron en éstos casas nuevas cada vez más diseminadas que, a capricho y sin orden, se habían esparcido por choperas y sotos. Algunas se habían erigido sobre viejas construcciones, otras sobre cimientos nuevos. Las primeras eran antiguos molinos rehabilitados y granjas convertidas en viviendas; las otras estaban edificadas en los lugares más inverosímiles, como si las hubieran levantado personas con la cabeza tan llena de interés, prisa y oportunismo, como vacía de prudencia y cautela. Así, muchas se acercaban peligrosamente al cauce del río o estaban en el camino natural de torrenteras. Pero, sin duda, todas debían haber sido autorizadas en algún pleno del Ayuntamiento, donde las decisiones eran tan válidas como las un Consejo de Ministros, aunque el concejo tuviera igual solvencia intelectual y peritaje que el delegado de alumnos de una guardería.
Los dos caminantes iban observando al pasar. El Renuncia pensó que el poder y el conocimiento, aunque fuera conveniente, no necesariamente caminaban juntos y que, por otro lado, la autonomía y el imperio de los municipios había sido un logro arduo de conseguir. Así que, para no suscitar controversias con MP, calló y no puso pegas a los inconvenientes que arrostraba el avance en libertades del pueblo llano. Tampoco le apetecía mucho hablar.
Antes de sacudirse para siempre el polvo de aquel refugio, y de aquel cuartel, y de aquella taberna, y de aquel pueblo, atravesaron un pequeño polígono industrial y una urbanización. Ambas fundaciones, también en aquel pueblo perdido y para su sorpresa, habían florecido. Lo contrario, según escucharon en la taberna, hubiera sido no hacer nada por la villa y volver la cara al progreso, bendición del mundo.
En el polígono de San Isidro cruzaron por entre diez o doce naves y más de otros tantos terrenos acotados para la construcción de otras. Un mastín vigoroso les ladró desde dentro de las alambradas que rodeaban una. Algunas excavadoras y otras viejas máquinas, de las que se emplean en la construcción, yacían desordenadamente, unas oxidadas y otras incluso con las puertas abiertas, tras las alambradas de las parcelas, dando una imagen de abandono y olvido. En la calleja principal había cuatro furgonetas aparcadas, una con el motor desmontado y algunas de las piezas esparcidas bajo ella, otra con todas las ventanillas rotas a cantazos, quién sabe si a modo de venganza anónima e incruenta, aunque despiadada, o, tal vez, sólo por puro vandalismo. Un tractor viejo con las cuatro ruedas desinfladas estaba aparcado, quién sabe desde cuándo, junto a la última nave. Todos los locales industriales estaban cerrados y el conjunto parecía un silencioso cementerio de cemento y chatarras.
- Parece que, incluso en este pueblo tan pequeño, soñaron con una expansión industrial –dijo el Renuncia.
- Soñar no está mal porque, si te engañas, te engañas tú solo. Pero quienes alimentan quimeras imposibles no buscan tu bien, sino sus réditos y, si te va bien, trabajas para ellos por la cara y, si te arruinas, para ellos son los créditos pagados, las construcciones embargadas y aún les adeudas cuanto te quedara por pagar. Amigo Serafín, la Banca nunca pierde –contestó MP.
- Sí, pero si son muchos los que no pueden pagar los créditos, de nada les sirve quedarse con locales que nadie quiere y con unas deudas que tampoco ninguno podrá pagar. La banca también pierde.
- No, Serafín. Porque el Estado, o sea, todos, nos hacemos cargo de su deuda pues, de lo contrario, los bancos se hundirían, se arruinarían los inversores, se perderían los ahorros de muchos ciudadanos y el crédito, motor de la economía, desaparecería.
- Pues si la inversión, el ahorro y  el crédito ha servido para esto, mal motor tenemos.
- Ya ves, Serafín, los engendros que produce el natural interés del hombre cuando se convierte en codicia desbocada.
Todavía con la mente desolada por la imagen del polígono desierto, dieron vista a las primeras construcciones de la urbanización.
Aldea Sotoluengo, como pomposamente se anunciaba, estaba formada por una sucesión de chalets, los unos ostentosos y acabados, los otros, imitación de los primeros, en obras unos y otros abandonados. Pero, en aquel momento, deshabitados todos. Daban la triste sensación de obras perdidas en un lugar que no era el suyo y de edificaciones que desentonaban con aquellos parajes. Pero, como también escucharon en la taberna, quién, en su sano juicio, habría renunciado a revalorizar las propias tierras, oponiéndose a proyectos que en los pueblos de la comarca eran ya habituales. Nadie, naturalmente. Y aquellas tierras se calificaron como urbanizables, porque el amor al progreso es amor a tu pueblo y a los tuyos y, si me apuras, a uno mismo, objeto inicial y primero de la caridad, como todo el mundo sabe.
- Fíjate, Serafín, que pasando por entre estas alocadas construcciones, me he acordado de mi piso. También de mi barrio. Y me ha parecido cosa humana, si lo comparo con estos engendros.
A Serafín le sorprendió la voz calmada de MP, al que no parecían ya importarle los episodios sufridos, y, emergiendo de sus pensamientos, contestó:
-No cambiaría yo su piso de la calle de la Madera por el más lujoso de estos palacetes que yacen aquí muertos en mitad de la nada, junto a este camino ignorado, desierto y polvoriento.
-Veo que tus boquetes, esos del ánimo, se han recompuesto o, al menos, no te supura ya la desazón por ellos, porque a ver lo que es racional has vuelto. Y compruebo que no eres insensible a la misma insensatez que yo contemplo. Amigo Serafín, te estás enderezando y buen camino llevas de recuperarte, porque has recobrado la capacidad de observar fuera de ti.
-Es usted quien me lo pone fácil, don Macario. La estupidez, aunque se disfrace de cosa rentable, suele resultar evidente, sobre todo, para quien carece de intereses.
-Bien has dicho, Serafín, porque es el interés el que pierde a las personas.
Y quedó en el olvido de ambos el polígono de San Isidro, que dicen que fue un humilde labrador sin pretensiones, y la urbanización Aldea Sotoluengo, con sus edificaciones vacías pagadas por idiotas jactanciosos o por pobres tontos con afanes de emulación y medro. Y, dejando aquello atrás, de nuevo caminaron por el camino, en campo abierto, sorteando los sonruedos de lluvias y tractores, y escuchando el latir de la calandria, las esquilas de un rebaño lejano y poco más.
“Cuanto más me llamas
menos te oigo,
porque los muchos años
me han regalado
oídos sordos.”
Tarareaba MP, para sorpresa del atolondrado Serafín, a quien los últimos acontecimientos y las pasadas vistas le seguían dimutando el balancín del ánimo.
“Mi madre me llamaba calabacín,
calabazas me dieron bastantes mozas,
la vida no me hurtó calabartazos,
y con la caja hueca de mi cabeza
camino por el mundo
sin que ya nadie me compadezca.”
Y luego MP siguió silbando jotas, o coplas, o seguidillas, o romances, o cosas que a Serafín se le antojaron tan simples y sencillas como el campo. Y ambos anduvieron y anduvieron la tarde entera, sin preguntarse siquiera a dónde iban.

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