18 octubre 2014

XXXVII.- El Renuncia: El Muedo

Durmieron bien en la alcoba en la que Fortunato les alojó. Las angustias pasadas, la incertidumbre, la caminata desde Medina de Castroceli y la solícita atención del posadero les dieron en el lecho, de por junto, el mejor acomodo. El vino denso de Aragón, la cena, y el sentirse de nuevo entre iguales, tampoco fueron impresiones ajenas a su dormir profundo y sosegado.
Hubo de ser Fortunato quien, a las diez, les despertara. Les recordó que llevaban esas mismas horas descansando, y que les avisaba por si tenían prisa que, a él, su estancia no le molestaba, sino al contrario. Tanto así, añadió, que, si querían pasar un día o más acomodados en la fonda, lo hicieran sin ninguna cortapisa, que para eso existía su negocio. Y dijo también que nadie, más que el que camina, sabía lo que dejaba atrás, y que los que, como él, eran gente dedicada al servicio, con atender, ser útiles y discretos bastante tenían.
Persuadidos por las palabras de su patrón y, sobre todo, por la hora, MP y Serafín se desperezaron. Se asearon en el servicio común de la posada, y, enseguida, bajaron al bar con la intención de tomar algo antes de salir a campo abierto.
Fortunato y María Luisa les tenían preparados dos tazones humeantes de café con leche, galletas secas y jugosos tortos de chicharrones, que soltaban un olor dulzón a anís en grano. Sobre el mostrador, envueltos en papel de estraza, había dos panotas con el vientre relleno, la una de tortilla de patatas con pimientos y, la otra, de chorizos y lomos. Ambos paquetes tuvieron acomodo en el amplio estómago de sus mochilas, a la espera de servirles de sustento para el propio, cuando apretara el hambre.
Pagó MP y, por hacerle gasto al tabernero y también por aumentar sus reservas, compró también algunas latas de conservas y algo más de pan y pidió a Fortunato que dejara retesado el gran botillo con aquel vino espeso y casi gelatinoso, más sólido que líquido.
Colmados de calor humano se despidieron del matrimonio. No quisieron los posaderos aceptar propina alguna sobre lo cobrado y, sin embargo, salieron a despedirles a la puerta, con la emoción del que calcula que serían aquellos caminantes, seguramente, los últimos que, como tales, llegaran allí y merecieran tal despedida, porque los viajeros de ahora ni iban a pie, ni paraban en fondas como aquélla, ni, mucho menos, disponían de algo de tiempo para charlar de cosas de fundamento ni de asuntos triviales.
A los caminantes también les afectó aquella despedida, tan amigable entre desconocidos. Pero no quisieron cebarse con los sentimientos porque, de lo contrario, hubieran optado por quedarse. Y pensaron que todo lo inesperado, bueno o malo, debían de aceptarlo de igual grado, pero habían de seguir, so pena de volverse de nuevo sedentarios.
Seguramente no volverían a ver a Fortunato ni a María Luisa y, sin embargo, sabían que su recuerdo les acompañaría, como lo hacen siempre aquéllos de las buenas, sencillas y sabias voluntades.
La carretera a Tarudo dejaba atrás, primeramente, la chopera, de cuyo manantial se surtía el pueblo y, luego, se internaba, con pocas y suaves curvas y discretos badenes, por una nava desecada sembrada de cereal. A lo lejos los futuros panes, aún briznas verdes, se fundían con los pastos y, por encima de ellos, surgían matorrales, arbustos espinosos, maleza y, en lo más alto,  pinos que, con ligeros  cambios en los tonos del verde, teñían de vida callada la serrezuela. Por último, la gran mole pelada en las alturas, con un velo de bruma volátil en las faldas y cubierta por la nieve en la cima. Aquello debía ser El Muedo.
A medida que la carretera abandonaba la nava y los pastizales, ascendía y se hacía sinuosa. Los cantos, guturales y roncos, de las perdices de la vega fueron sustituidos, al ascender, por los atroces ladridos de los corzos que, asustados, huían laderas arriba.
MP, que respiraba bienestar y sosiego, le hizo reparar a Serafín en lo poco que necesita una persona para ser feliz. Siendo para esto, la primera condición, el tener conformidad con la suerte del presente. Del mismo modo, quiso hacerle ver cómo la atención sencilla de los posaderos, en apenas unas horas, les había devuelto la estatura de personas, y de cómo aquel ancho campo, desierto y solitario, les aseguraba que había vida y belleza a cada paso. Y siguió diciendo cómo buscamos y anhelamos auguradas y dudosas felicidades futuras mientras nos deslizamos, inconscientes, sin disfrutar antes de las de cada momento, que siempre las tenemos más a mano. Y aseguró que el hombre pone más empeño en buscar lo por venir que en disfrutar de lo que encuentra, sin reparar en que lo que encuentra hoy era lo que buscaba ayer. Y aún llegó a decir cosas más interesantes, hasta que se percató de que Serafín estaba ausente. Entonces se calló.
A Serafín se le sedimentaban las palabras del viejo sobre sus propios pensamientos e, incapaz de dilucidar un pasado que le atormentaba pese a no recordarlo, sufría por no poder disfrutar de esos momentos que don Macario se empeñaba en hacerle patentes, como regalados por el cielo, con aquel inusual y jovial optimismo que el campo le inspiraba al viejo.
Bastante tenía el Renuncia con seguir físicamente a MP, locomotora que tiraba de sus pasos, aún sin que éste le creara la obligación de pensamiento alguno. Su renuncia al mundo y a todos los estímulos de éste, en aquellos momentos, no podía decirse que fuese voluntaria. Era Serafín un papelillo volandero que seguía el rebufo del torbellino que a su paso el viejo provocaba.
- Sé que caminas flojo, como sin voluntad. Pero, al menos, caminas y me sigues. Confórmate con eso, Serafín, como yo me conformo con el lastre en el que para mí se ha convertido tu compañía inerme, desnervada, insulsa y muda. Tiempo tendrás de volver a ti mismo, al tiempo que vamos a donde ignoramos. Para eso, si es que para algo serio sirve, ha de usarse la vida.
Y oyéndole, que no escuchándole, Serafín le seguía por aquella cuesta, como quien camina a golpe de tambor.
El Muedo, con la altura, se hizo cada vez más pétreo y cavernoso y, a la vez, agreste. Sólo bandadas de grajos y algún que otro cuervo solitario saludaban su paso o, más bien, protestaban de él, incomodados, exasperados y nerviosos. Un panadero les pitó al rebasarles con su furgoneta y, media hora después, un vendedor ambulante les recriminó con un bocinazo al sorprenderles, en medio del asfalto, al salir de una curva.
Al Santuario de El Muedo del beato Montago 1,9 km., rezaba una señal oxidada en los bordes y con las letras descascarilladas. Habían llegado a la desviación.

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