12 diciembre 2014

Cazador de caminos

Me separé de la carretera. Conduje los más de cinco kilómetros, de camino de tierra, que me llevaban a la zona designada de la finca. Los tres últimos fueron ya dentro del coto.
El bonito camino invitaba a cazar nada más entrar en sus límites. Reprimí las ganas de dejar el coche, en algún erial, y ponerme a seguir a pie, a la aventura, escopeta en mano. Pero no lo hice, porque antaño era una burla, siempre denigrante, que a uno le llamaran cazador de caminos. Y también porque, quien me invitó, me dijo que cazara en el Morengo, sólo en el Morengo. Lo dejó muy claro.
Como ya había estado alguna vez en el lugar, decidí seguir la pista, por el buen firme de cascajo con pocas señales de sonruedos, hasta acercarme cuanto pude al paraje indicado.
Este lugar toma el nombre de su monte dominante. El Morengo es un cerro grande que desde abajo impresiona por su belleza. Los terrenos de cultivo, hasta su ápice, se alternan con repisas de monte bajo y cabezos. Y, visto en conjunto, es una mole ovoide y escalonada con grandes bancales alternativos y superpuestos: los unos, ocres de cultivos; algunos pocos, amarillentos de barbechera en rastrojos y, otros más, verdes de monte bajo. Cualquier cazador de perdices se relamería ante una expectativa como la que esta orografía proporciona.
Pero no quería engañarme. Cuando te invitan a un sitio como éste, te demuestran aprecio y es de agradecer. Sin embargo, me constaba que lo habían machacado en los dos meses que lleva abierta la temporada. Pero a ningún convite se le deben poner pegas, mal que sea de gachas.
El terreno forma un gran rombo. El vértice oeste es un cortado, una terrera, casi un despeñadero, unos cien metros por encima del río. Los lados, que del vértice oeste van al vértice norte y de éste al este, hacen linde con La Zarzosa y, los otros dos lados, dan con la parte de la finca donde no estaba invitado a cazar. En la esquina sur dejé el coche.
Al poco de amanecer, había un grado bajo cero. Pero no se movía el aire. Me abrigué, pero sabía que, sin viento, pronto tendría que aligerarme de ropa.
Como me daba igual, decidí ir hasta el punto donde la zona del Morengo da con el río. Lo fui haciendo siguiendo las ondulaciones del terreno y desviándome ligeramente para ir recorriendo todos los ribazos que encontré a mi paso. Pero nada vi.
Con tranquilidad, decidí subir al Llano Quebrado, meseta que termina en el farallón que cae al río. En su solana descubrí una hermosa cama de liebre. Eso me animó. Recorrí sus cuatrocientos metros de llano, almohadillado de atochas alternadas con aliagas y, cuando estaba a cien metros del borde, dos perdices remontaron apenas un segundo, antes de dejarse caer por la quebrada. Con ese acicate, llegué a la misma en un suspiro y me asomé a ella precavido, con la esperanza de que en su borde, poblado de carrascas pequeñas, alguna remolona se hubiese achantado. Pero sólo pude ver el bonito espectáculo del río caudaloso, al fondo, cien metros abajo. Las perdices, casi con seguridad, lo habrían cruzado. Y, cómo no, también divisé cinco corzos que bajaron la empinada ladera inferior espantados, dando grandes saltos y alejándose por la ribera.
Como ya estaba sudando, me quité la camiseta y me quedé solo con la sudadera y el chaleco. Ya eran las diez y media y el día era espléndido.
En mi vuelta hacia las alturas del Morengo, se cruzaba en mi camino un montículo ovalado de unos trescientos metros de largo, que era como la quilla de un barco boca abajo. Primero recorrí la parte umbría que era la primera con la que topé. Estaba totalmente cubierta de aliagas. Sabía que era difícil que alguna perdiz, si la había, saltara de allí. A estas alturas de la temporada, las que quedan, saben muy bien que les resulta más rentable burlar al cazador apeonando, que delatándose inmediatamente al volar. Y sólo saltarían si se veían obligadas. Pero imaginaba que apeonarían, entre toda la abundante vegetación del montículo, sin que las viera por la espesa maleza y se pasarían por la suave cresta a la parte solana. Acabé mi pasada y subí a la cimera, más aplanada que aguda, coronada por carrascas bastante espesas. Tampoco tuve éxito y me bajé a la solana del cerro-barco para cruzarla a media altura, depositando, ahora sí, todas mis esperanzas en que saltara alguna. La intuición no me falló y saltaron cinco, fuera de tiro, al sentirse acorraladas en los últimos zarzones y espinos de la solana. Se lanzaron como flechas a la ladera de las tablillas con lo de La Zarzosa.
Lo más rápido que pude descendí a las terroneras, las crucé a grandes zancadas y subí rápidamente a media ladera y, enseguida, estaba siguiendo las tablillas de La Zarzosa que, ¡maldita sea!, van justo por mitad de la ladera.
Llevaba ya muy buena marcha, linde adelante, cuando saltó una de las mismas tablillas, pero lejos. Aún la apunté, pero la distancia me pareció tan excesiva que no tiré. Intuí que las otras no andarían lejos pero, seguramente, metidas ya, por encima de la linde, en lo de La Zarzosa. No pude reprimirme y me metí cien metros más arriba en coto ajeno. Pensé que iba a ser cosa de tres minutos como mucho. Y, a punto estaba de asomarme a la siguiente hondonada, donde las tenía por seguras, cuando sentí el ruido de un tractor en el camino que pasa por debajo. Al instante me amoné, ocultándome tras una carrasca tupida. El tractorista iba todo el camino adelante  por debajo de la ladera. ¿Y si era uno de La Zarzosa? Si me veía, podía dar el lío por asegurado.
En términos distintos siempre hay enclaves de labores de uno en otro y nunca se sabe quién es el que los labra.
Inmóvil tras la carrasca, veía pasar el tractor con su lento traqueteo a lo largo del camino. Tenía la esperanza de que se largase de allí lo antes posible. Pero un tractor no es un Ferrari y su avance se me hacía interminable.
Al moverme un poco, tapándome con la carrasca, me saltó a la izquierda, apenas cuatro pasos por delante. Aún la apunté unos metros, en un acto reflejo, antes de retraerme y evitar el estampido delator, y la liebre se perdió cuesta arriba y traspuso como una exhalación. Buenas tripas se me pusieron.
Al minuto, el del tractor, se metió a la derecha del camino a labrar un pedazo y, en cuanto tuve de culo máquina y maquinista, me bajé en un abrir y cerrar de ojos a mi linde.
¡Qué oportuno el tractorista: ni liebre, ni perdices! ¡Para una vez que se me ocurre pasarme de linde! ¡Hay que joderse, ni que lo estuviera haciendo a diario!
Me acordé del Colás: “Esto te pasa por inlegal, Sarvi. ¡Castigo divino!”. Frase que me habría soltado, con todo su gracejo, habiendo sido él un escopeta negra, visitante asiduo, contumaz e impenitente de los cotos que algunos de la nobleza conservan en La Alcarria.
Dejé la linde, con el recuerdo del Colás en mi cabeza. Él, con toda seguridad, habría despachado a la liebre sin ambages, habría pasado a tirar a las perdices y luego, muerto por una, muerto por veinte, habría seguido, ya de paso, cazando toda la ladera de La Zarzosa. Bueno era el Colás. Pero, enseguida, me di cuenta de que mis recuerdos eran muy antiguos. Si vivía aún, debía andar por los noventa tacos. Y, el Colás, cazó casi toda su vida por necesidad, cosa que prestó siempre alas a su descaro y, yo, que nunca me vi en sus circunstancias, había sido siempre mucho más escrupuloso y pacato en esos asuntos. Y aquellos títeres, en los que solía verse inmerso, a él le motivaban, mientras que a mí me hubieran amargado el día. Y es que, para mí, la caza pasó siempre por la premisa de no dar con problemas y, al Colás, lo que le estimulaba, era todo lo contrario.
Crucé el arroyo y el camino por el que había pasado el dichoso tractor y empecé a subir en un amplio zigzag la alargada ladera norte del Morengo. El accidentado paraje me hizo soñar en cada asomada con el familiar aleteo, que siempre sobresalta. Anduve unas dos horas soñando, pero sólo soñando. Porque, aparte de empaparme en sudor y zurriagarme el cuerpo, cruzando entre aliagares, carrascas, estepas y retamas, y mirar ansiosamente cada claro y cada terracilla a medida que ascendía, sólo di, al final,  con la hermosa vista que, desde lo alto del Morengo, se ofrece. Ese fue mi único regalo, no me quejo. Bajé de allí siguiendo el mismo proceso por la ladera sur y, también, con idéntico resultado.
Eran las dos y media cuando, después de haber repasado el Morengo por delante y por detrás, enfilé hacia el coche. No descuidé en mi retirada ninguno de los morretes que encontré, ni dejé vaguadilla por mirar en el trayecto, pero se ve que, las perdices del Morengo, estaban ya más claras que los arzobispos.
Subí al coche y saliendo de la finca, apenas a cuatrocientos metros de donde lo dejé, me topé con un bando de perdices en mitad del camino. Me recreé mirándolas. A pocos metros del coche, saltaron a la izquierda, con un corto vuelo salvaron un arroyo y se posaron todas juntas al pie de un cerrillo. ¡Qué elegantes son estos animales! ¡Siempre me producen admiración y sorpresa!, me dije por enésima vez en mi vida, según las veía apeonar ágilmente, poderosas, elásticas y erguidas.
¡Con razón me dijeron que cazara sólo en el Morengo!
¡Más me hubiera valido, aunque sólo hubiera sido por ese día, haberme hecho cazador de caminos!

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