01 diciembre 2014

Las perdices, la farnaca y el indino

-        ¿Qué pasa, Tomasín? ¿A qué hora mañana?
-        Haz lo que quieras, pero yo no salgo. Han caído más de 70 litros y el campo está anegado. Y, además, mañana dan más agua.
-        Y el Choti, qué dice.
-        Que ni hostias.
Cuando colgué el teléfono no sabía qué hacer al otro día.
La duda me despertó a las seis y, con ropa normal, me fui a desayunar a una churrería. No llovía, pero el pueblo estaba en la sierra a más de 80 kms. Mientras me tomaba el café con leche y la crujiente porra, observé como la churrería estaba muy concurrida a esa hora por gente joven que, tras la juerga de la noche del sábado, mataba el gusanillo, la mayoría un pelín pestuzos, con chocolate y churros. E imaginé que, hace muchos años, yo también sería como ellos: joven, alegre, vocinglero y despreocupado. Enseguida me sentí fuera de lugar y decidí marcharme a casa, cambiarme y marcharme a lo mío. Albergaba la ilusión de que en el término no diluviara.
A las ocho y media estaba en el camino de los Azules, junto a la gran pila de alpacas. El día estaba encapotado y ventoso, pero sólo chispeaba. No quise ir a casa a por los perros. Aquella zona la conocía bien y, tal como estaba el día, pensé que si daba con alguna perdiz, tal vez, se dejara sorprender si iba sin perro.
Recorrí el medio kilómetro de aliagares y retamas, en forma de media luna inclinada, que bordeaban las labores encharcadas de los Azules. Tres perdices, chorreadas y lejos, saltaron al final. No tenía fundamento el tirar a aquella distancia pero, al menos, las había visto.
Por una estrecha franja de erial, de terreno firme, crucé al cerro del Repetidor. Era mucho cerro para uno solo. En la tercera pasada que le di, por los bajos, sentí volar una cercana pero tapada por los espinos. Cuando se descubrió, la vi perderse a lo lejos, cruzar la carretera y trasponer hacia los lejanos prados de los llanos. Vaya vuelos que pegan las perdices con el viento de culo.
Pero, en los últimos aliagares bajos del cerro, saltó el bando. Eran ocho. Como las cogí contraviento, tiraron, con buen remo de alas, hacia el descumbre de la ladera de la Mimbrera.
Retrocedí para coger la ladera desde atrás. El terreno me llevaba a lo alto de la ladera. Sabía, casi con seguridad, que tendría que bajarla si echaba las perdices abajo. Pero, desde donde yo estaba, tenía que cazar esa ladera así, por arriba, porque arriba solían quedarse.
Abajo se veían las huertas, la pobeda amarillenta y clara ya de hojas, y las hazas de terrones encharcados que quedaban entre la mole del Calvario y las lejanas tablillas de lo de Cinco Villas. Más que llover, el viento arrastraba briznas de agua que casi pinchaban en la cara.
Cuatrocientos metros más adelante, el bando volvió a saltar de lo alto. Disparé precipitadamente, pues me sorprendieron saliendo con estrépito de entre los chantos apretados de unas lajas espesas. Pude quedarme con alguna, pero fallé. Mal empezamos, me dije. Y es que así, en plural, parece que la cosa restaba menos mérito.
Pero no se deshizo el bando y tiraron ladera adelante hacia la taina del Ballenero. Llegué a la taina concentrado, asomé a la curva que hace la ladera con todos los sentidos alerta. Pero saltaron cien metros por debajo de la paridera y se bajaron, dejándose caer, a un aliagar semicircular y poblado que es el último que hay antes de meterte en las labores, doscientos metros más abajo.
Como el aliagar tiene sobre él una meseta de cien metros, podía, en mi bajada, acercarme por encima sin que me vieran e intentar sorprenderlas.
Bajé el terreno serpenteando sin ruido y aprovechando todos los desniveles del suelo inclinado para taparme. Según me aproximaba, sentí cantar a un par de picarazas en el lugar donde suponía a las perdices. Eso era buena señal pues, no en vano, tienen fama de delatoras las maricas.
Asomé en el sitio justo, como si una brújula, oculta en mi cabeza, me hubiera llevado al punto exacto. Y, en el campo, raramente se acierta con tanta precisión. Salió el bando revuelto y estrepitoso a unos cuarenta metros por debajo y los ojos se me llenaron de perdices como cuando era joven. Y tantas debí ver, que mis tiros salieron descentrados y locos y las marré de nuevo estrepitosamente.
Mientras me regañaba por mi error de principiante y por haber perdido la serenidad que se supone que regalan los años, las veía descender en abanico pero juntas, mansamente, hacia las praderas bordeadas de arroyos  y  junqueras que coronan, apenas un metro por encima, las últimas hazas del término antes de las tablillas de lo de Cinco Villas.
Al menos se habían echado juntas en el mismo lugar y en un terreno favorable y que, sobre todo, tenía muy claro cómo coger.
Hice una gran semicircunferencia hacia la derecha para irme, muy por arriba de donde ellas se dieron, y pegarme a las tablillas de Cinco Villas. Era un terreno, el que recorrí en mi rodeo, verdaderamente agradable. El paraje, salteado de encinas chicas, estepas, pequeñas praderas y manchas salteadas de biércoles y aliagas, terminaba descendiendo entre un pico de carrascas que me taparían al llegar a los bajos.
Cuando llegué, siguiendo las tablillas, a ese último vértice frondoso, lo fui bajando tan lenta, suavemente y tan sin ruido, como si estuviera fundido con la tierra. Pero, al asomar, me quedé inmóvil al instante, atenazado. A él le ocurrió lo mismo. Ambos nos sorprendimos a la vez e instantáneamente nos amonamos. Los dos nos mirábamos, pero, como si pensáramos que el otro no nos veía, ninguno quería delatarse por el menor guiño. A treinta metros por debajo, en la asomada, tenía al indino. No fueron muchos los segundos que permanecimos como estatuas. Saltó velocísimo el raposo, con furia por internase en la maleza, con rabia por sentirse descubierto, y el primer tiro le hizo retorcerse en el aire dando una voltereta. A rastras y con unos gruñidos tan agudos y amenazadores que asustaban, se revolvía y parecía querer morder la maleza y hasta las piedras. Aún intentó desesperadamente buscar la fusca más cercana. Pero el segundo tiro, mucho más certero, acabó con él y trajo el silencio. Me acerqué con prudencia. Era un macho grande, gordo y bien cebado de pelo lustroso. Lo arrastré por el hopo hasta el pie de una tablilla, sintiendo su olor acre y hediondo, y con cuidado de que, a título póstumo, no me regalara alguna ladilla, lo dejé allí tendido. Y, mientras lo observaba, sopesé que, con seguridad, aquel bicho habría cazado más piezas en el último mes que yo en un par de temporadas. Y tuve la seguridad de que, de haber llevado los perros, jamás me habría metido encima de aquella alimaña tan esquiva y astuta.
Pasado este episodio, volví a lo urdido. Pero de las perdices nunca más se supo. Di otras dos vueltas subiendo más arriba y mirando cada recodo, cada reguerón, cada arroyo  y cada recoveco del terreno, pero nada. ¿Volarían, sin que las viera, espantadas por los tiros al zorro o, tal vez, se esfumaron mientras me entretuve con él?
Cambié de idea y decidí meterme por la breña y seguir la linde de Cinco Villas, en sentido inverso al que había traído, para llegar a la punta de Cantaperdiz y coger allí la solana. Era dudoso que las perdices hubieran ido a perderse por allí pero, al menos, a la solana de Cantaperdiz le tenía querencia la liebre. Aunque, en tales días de agua, no sé yo si las querencias no se ven trastocadas
Apenas me puse en camino, y no muy lejos de donde estaba, vi huir a una farnaca a más de cien metros y perderse en la espesura. Qué mala suerte, ni siquiera aquella media liebre se aguantó sin perros y en un día tan malo.
Di la vuelta a lo de Cantaperdiz, pero que si quieres arroz Catalina. No vi nada y, sólo al final, cuatro perdices, que no tenían nada que ver con las anteriores, salieron del fondo de la solana, remontaron, tomaron el viento de culo y traspusieron hacia la izquierda, seguramente para aterrizar allá lejos, pasada la carretera, por lo del Prao Juanarrón.
A las doce y media fui a casa, tomé un café y un bocado y con la Tiqui, la perrilla pequeña, me fui a buscar la liebre a los llanos del Monte. Ciertamente había llovido mucho pues, hasta esos llanos de lascas, estaban encharcados, las camas de liebre que encontré deslavadas por la lluvia y la Tiqui se desainó corriendo tras los corzos. Que ésos sí, los hay por todas partes
Sin ver pelo ni pluma, llegué al barranco de la Franciscona. Decidí mirar la ladera del Nacedero que queda a su derecha. Hacía mucho que no la recorría. Y tanto debía de hacer, porque los biércoles me llegaban al pecho y la espesura era tal, que había de buscar las trochas de jabalíes y corzos para poder atravesar aquella fusca. Llegué a la linde del Serrallo y la rebañé un poquito, con intención, pero sin exagerar. Nada, ni una, sólo un aire cada vez más frío. Di la vuelta y retrocedí hacia el arroyo grande que baja de la fuente más alta pues, intentar atravesar por los pedazos, era clavarse en la tierra hasta las rodillas.
El arroyo que ceba el manantial, y que es un hilo de agua en verano, bajaba con un metro de ancho. La vegetación era densa en las orillas. Así que, para atravesarlo, hube de bajar más de trescientos metros hasta que, en su parte más baja, encontré un agujero pequeño que lo pasaba de parte a parte y que, seguramente, habrían hecho las ovejas o la caza mayor.
Eché el seguro a la escopeta y, con los cañones, agrandé cuanto pude el hueco, tronchando ramas espinosas y apartando la broza que se dejó apartar. Luego, agachándome cuanto pude, intenté salvar aquel atolladero sin arañarme las manos y la cara y sin meterme de patas en el agua del arroyo.
Pero la saltimbanqui de la Tiqui quiso pasar primero, cómo no. Total, que la pisé. Ella empezó a chillar como si la mataran, yo me enredé con ella y caí al suelo en mitad del túnel de maleza, me arañé bien las manos y metí un pie de plano en el agua. Y según decía: “¡Hay que joderse Tiqui, la madre que te parió!”, sentí volar a las perdices a pocos metros. Rápidamente me enderecé y salí de la maleza trastabilleando hasta casi perder el equilibrio. Y, al ruido de semejante zaragata, salieron más perdices y, con el corazón en la garganta, me dio tiempo a encarar a una a placer y ya la veía en el suelo y ya estaba, y, luego, tiraría a otra. Al fin iba a apiolar una perdiz o dos. Pero, ¡zas!, no sale el tiro. Tenía el seguro puesto. Maldita sea, quité el seguro y aún salieron otras dos perdices pero, mi azoramiento era ya de tal grado que, aunque la verdad no debe avergonzar a nadie, a mi me encocora, porque fallé los dos tiros para mi desconcierto y ellas tomaron ansiosamente el viento y seguramente aún están planeando.
Metidas en el fondo de un arroyo. Ahí estaba el hermoso bando de perdices del Nacedero. Debía llevar más de quince. Y se aguantaron hasta que la Tiqui y yo montamos aquel cirio. ¡Hay que joderse!
No me resigné y emprendí la persecución de las que volaron a mi lado del arroyo. Pero, dónde habrían ido con el viento a favor. Subí más de un kilómetro bordeando la parte baja de la ladera del Nacedero que antes había cruzado por arriba, pero ni una voló. Mi maniobra no era buena pues las estaba siguiendo a favor del viento. Sólo me faltaba ir cantando.
Arreció la lluvia y el viento, con la suerte de que estaba a la altura de la Cueva. En ella me metí. Era un buen refugio de pastor que se conocía bien que había estado habitado. Allí me refugié del aguacero, me comí una chocolatina y eché un trago.
Apenas pasó el aluvión de agua, crucé al río que baja del barranco de la Franciscona y recorrí su espuenda con la esperanza de que en ella alguna se hubiera refugiado. Pero, quia.
Era ya hora de volverse, la luz del día se iba, el tiempo empeoraba y el viento ya no paraba de hostigar con agua.
Pero oye, que no podía remediarlo, iba despacio, mirando los sitios más propicios y esperando el salto de una liebre en mi vuelta. Pero, qué se yo dónde estarían las liebres aquel día. Por otro lado, ya había fallado unas cuantas perdices, sólo me hubiera faltado rematar fallando una liebre. Cuando llegué al coche eran casi las cinco.
-        Al Tomasín y al Choti, quitando lo del zorro, de lo hoy, ni palabra –me dije.

2 comentarios:

Isidro dijo...

La próxima vez, Soros, que andes por la espesura, le suetas el sartenazo al corzo le quitas los lomos y solomillos y el resto para los buitres.
Eso sí, luego no invites a tus amigos a la merienda.

Soros dijo...

De veras, Isidro, que casi todos los días que salgo podría matar algún corzo. Pero no les tiro. No me tientan y me parece una caza puesta que está proliferando desordenadamente y que, si bien son un ornato para algunos, no pintan nada unos animales tan tontos en el campo. Ponemos en él especies que nos son ajenas y descuidamos las bravas y salvajes especies de toda la vida. Pero así funciona el mundo y, los que pensamos de otro modo, no estamos destinados a cambiarlo, sino a desaparecer.
Un abrazo.