04 febrero 2015

XXXIX.- El Renuncia: Los estudiantes

Apenas bajaron de la moto, y casi sin terminar de estirarse, pie en tierra, de la forzada posición que habían mantenido en el viaje, descubrieron a los dos hombres que les miraban inmóviles desde la casa. De inmediato saludaron con la mano y se acercaron a ellos relajadamente, con una sonrisa amistosa.
-No esperábamos encontrar a nadie por aquí –dijo el chico
-Nosotros tampoco –dijo MP secamente, sin dar confianzas.
-No se preocupen por nosotros –dijo ella- somos estudiantes y andamos haciendo averiguaciones sobre el santuario y el Barón de Montago y, aprovechando el fin de semana, hemos venido a dar una vuelta.
Reparó entonces Serafín en que habían perdido, al menos él, el calendario interno de los días, ése que nunca se olvida en la ciudad. No sabían el día en que vivían. Así que, el que los muchachos se lo hubieran recordado, casi le pareció una intromisión.
-Para nosotros todos los días son iguales, –contestó MP, como si le hubiera escuchado el pensamiento- pero compartiremos el albergue, como es de justicia.
-No, muchas gracias, no se trata de eso. Preferimos instalar nuestra tienda. Venimos equipados. Tal vez luego nos veamos, si no les importa –dijo el chico, y los dos se marcharon a descargar el equipaje de la moto.
Les observaron desde la casa montar una pequeña tienda, a unos cien metros, en la zona seca de la pradera. Descargaron después los otros bultos y lo metieron todo en ella. Tras colocar la pesada moto al lado y apoyarla en su pata de cabra, se dirigieron hacia el santuario.
Bordeándolo por la parte contraria a la casa, se acercaron a la pared rocosa y anduvieron por allí mirando, sin duda, aprovechando el poco tiempo de luz que le quedaba al día. Luego les perdieron de vista.
A la noche los muchachos se acercaron al refugio. Traían comida y bebida y les pidieron permiso para cenar con ellos. A MP pareció agradarle el comedimiento que mostraban, pero asintió con un ademán que pareció de indiferencia. A Serafín le gustó ver gente nueva, sobre todo porque éstos, para variar, eran muy jóvenes.
Mientras compartieron cobijo, fuego y cena supieron que eran estudiantes de historia y también que investigaban sobre el enigmático Barón de Montago.
Por lo visto, nada fiable se conocía sobre él. Según los muchachos, existía la sospecha de que, bajo tal nombre, se ocultó otra persona de identidad desconocida. No les cabía duda de que en los archivos del Reino Unido, de donde se suponía que Montago procedía, y en los de otros países europeos, por los que se presumía que había pasado, tenía que haber alguna información sobre él y, sin embargo, no la había o, al menos, hasta ahora nadie la había encontrado. Según los estudiantes, de un personaje de la categoría de Montago, era imposible tal carencia de información y referencias. Así que ya llevaban seis meses investigando con más pena que gloria y, sobre todo, con ese desánimo que proporcionan los vacíos inexplicables.
-Seguro que en los archivos del obispado podrán proporcionaros alguna información –dijo MP, recordando sus búsquedas en los archivos del ministerio.
-Ya se la pedimos, pero el breve informe que nos han enviado no nos ha aportado más que vaguedades y tópicos. Vamos, esas cosas que escriben los cronistas locales y que se limitan a trasmitir tradiciones o leyendas con poco o ningún rigor histórico.
-Pero se supone que el testamento del Barón ha de encontrarse en los archivos del obispado.
-Puede que así sea o puede que no, pues, por desgracia, a consecuencia de las guerras y conflictos de los últimos siglos, muchos documentos han desaparecido, se han trasladado o, incluso, se encuentran en colecciones particulares a las que el acceso es casi imposible. Y, en el caso de que no haya sido así, las guerras proporcionan una buena excusa para dar por perdido lo que no se desea mostrar.
-¿Y en los archivos del Vaticano? –sugirió Serafín.
-Puede ser. Pero parte de ellos tienen un acceso muy restringido, incluso para los dignatarios de la iglesia. No sueltan prenda los del obispado, cómo para conseguir algo del Vaticano.
-¿Y a vosotros qué os importan los secretos de la Iglesia? –preguntó MP con repentina exasperación, algo de inquina en el tono, y su habitual tacto.
-Ya se le reconocen a la Iglesia muchos secretos, sin contar los misterios en los que esa fe se asienta –dijo suavemente la chica- pero, a nosotros, nos interesa la historia y no lo que cada cual quiera creer. Por tanto, el Barón de Montago, tiene para nosotros un significado y un valor histórico que pertenece a la Humanidad y que no es patrimonio ni, en su caso, debería ser secreto de ninguna asociación religiosa. La doctrina de la Iglesia y la Iglesia misma nos traen sin cuidado, mientras ésta no se convierta en una entidad protagonista de la historia porque, en tal caso, sus hechos, que no su doctrina, entran en el ámbito del acervo colectivo, ése que todos tenemos derecho a conocer por ser, como lo es la historia, algo común a todos –acabó la muchacha más en tono didáctico que buscando diatriba con aquel viejo malencarado y con pinta de vagabundo, tan presto a la cólera.
Sin embargo, en mala hora lo hizo, pues MP se dio por aludido y encarándose con ella le espetó:
-Oiga usted, señorita, ¿es que no le parece suficiente que la Iglesia haya preservado hasta hoy la mayor parte del patrimonio cultural que tenemos? ¿Es que no le parece suficiente su obra ingente? ¿Es que se cree usted con derecho a inquirir de los Papas y de esta benefactora institución lo que a usted se le antoje? ¿Es que…?
Y Serafín, viendo que don Macario se estaba poniendo de manos, terció:
-Pero deje que se explique la chica, que no la deja usted ni respirar.
-Mire, si la Iglesia intervino en la historia de estas tierras, más allá del bienestar espiritual que procurase a sus fieles, es mi deber indagarlo como historiadora y, luego, divulgarlo para el mejor conocimiento de las cosas. Es cierto que la Iglesia ha preservado muchas cosas pero, los fondos, procedieron de todos los que de grado o por la fuerza hubieron de contribuir con sus tributos y sus diezmos a ella y no veo, además, la razón de que una cosa justifique la otra. ¿A qué viene, en su caso, ese deseo de ocultar la historia? Por otro lado, a todos nos gusta averiguar cosas y, seguramente, el hecho de que usted, a sus años, camine errante por ahí, en compañía de este hombre sencillo, tampoco será ajeno a tal anhelo.
Se preparaba MP para rebatirle airado, pero el último razonamiento de la chica le contuvo. Calló como si hubiese olvidado cuanto iba a decir. Miró al fuego, sacó un cigarro y jugó un momento con él entre los dedos. Lo encendió con parsimonia y dijo:
-Me alegro de que en la Universidad les enseñen a ustedes a pensar.
El Renuncia alargó el botillo a la chica:
-Prueba el vino.
Ella, sin retirar los ojos del viejo, tomó el botillo y dio las gracias. Al cabo de un rato, volvió a dirigirse a  MP  y dijo:
-No olvide usted que, a pensar, nos enseñamos también unos a otros.

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