03 noviembre 2015

El libro del extraño adiós: Capítulo VI

El muchacho tras esperar, sin quitar ojo a su padre, le urgió de nuevo a continuar con la historia del bisabuelo:
-¿Continuarás o no?
El padre, que parecía haberse sumido en una ausencia, asintió:
-A la edad de veinte y algunos años Rafafá casó con una muchacha sencilla de Titencia. Se llamaba Fe y era la hija menor de un modesto labrador llamado Pancracio Luengo, al que todos conocían por el tío Pichasanta.
-¿El tío Pichasanta? ¿A qué venía eso? –pregunto el muchacho con extrañeza.
-Venía a que Pancracio tuvo tres hijos y cuatro hijas y todos los hijos terminaron en el seminario y llegaron a curas y, de las hijas, las tres primeras se hicieron monjas y sólo la menor, mi madre, se casó. Así que a Pancracio Luengo le llamaban “Pichasanta” y a tu abuela Fe, única que no abrazó la vida religiosa, apenas se casó con Rafafá y  a pesar de su nombre, le pusieron de mote “La Pagana”. Ya sabes, hijo, el ingenio rural.
El matrimonio se afincó en la venta y, de este modo, quedó ésta mucho mejor atendida por los brazos de padre e hijo, suegra y nuera.
Todo discurría con la normalidad habitual hasta que un día un viejo caballero llegó por el camino real  y, echándosele la noche encima, paró en la venta. Había hecho una larga jornada y, según dijo, iba camino de Burgos.
Mientras le preparaban la cena, el distinguido señor quedó absorto mirando alguno de los pocos libros que en el comedor había. De ordinario nadie los tocaba. Las razones eran varias: una, porque la mayoría de los clientes eran iletrados, como ya te he dicho; otra, porque los libros no estaban escritos en castellano y, la tercera, porque los grabados que tenían eran demasiado truculentos y tétricos. Bueno, en realidad yo no los vi, pero mi padre decía que a él le aterraban y que, ya desde niño, le asustaba mirarlos.
Pero aquel caballero observó los viejos tomos con mucha atención, como si le recordasen algo o los hubiese visto antes. Luego, quedó un rato pensativo. Mientras oscurecía se levantó de su mesa y oteó por la ventana el horizonte enrojecido por el crepúsculo, hasta que reparó en el tío Carrasco trasteando frente a la fachada de la venta. Algo le llamó la atención porque, desde ese momento, no le quitó la vista de encima. Le siguió con los ojos cuando entraba y salía de las cuadras y mientras se afanaba fuera. Al principio observaba rutinariamente, casi con indiferencia, como una persona habituada a esa actividad. Pero, luego de un rato, aumentó su interés hasta tal punto que, poco a poco, se fue centrando tanto en la figura del ventero que parecía obsesionado con ella y se diría que la escudriñaba en todos sus detalles y ademanes.
El caballero que, según observaba a Breixo, parecía alterarse paulatinamente, se apartó de la ventana y retrocedió con paso titubeante hasta la mesa para tomar un sorbo de vino. Pero el hombre estaba tan nervioso que tiró el vaso al intentar cogerlo y, en lugar de hacer intención de recogerlo del suelo, se dejó caer abatido sobre una banqueta, como si todo le fuera ajeno a excepción de sus pensamientos. Los demás clientes repararon en su anómalo comportamiento y le miraron extrañados pues parecía víctima de un mal repentino. Pero antes de que alguno pudiera preguntarle lo que le pasaba, entró en la sala el tío Carrasco.
Cuando el viejo caballero lo vio a la luz, quedó como petrificado al distinguir con nitidez su rostro. Durante unos segundos miró a Breixo Rafá y, decía mi padre, que primeramente quedó atónito, como pasmado, y que, después, una especie de terror se apoderó de él hasta hacerle castañetear los dientes. El pánico hizo que las pupilas se le agrandaran, un sudor repentino le perló la frente y, sin recoger el gabán ni el parco equipaje, ni siguiera el sombrero, salió de estampida de la estancia. Lo hizo llevándose un par de sillas por delante y apartándose ostentosamente de la figura del tío Carrasco, rodeándola en un exagerado semicírculo, a la que con él se cruzó. Y sólo se le oyó decir en su apresurada salida:
-O Carrasco! Non é posible! Non o é!
El ventero, mi padre y la demás concurrencia salieron tras de él, suponiéndole repentinamente enfermo o súbitamente enloquecido, pero sólo le vieron saltar sobre su caballo, con una agilidad más propia del miedo cerval que de su edad, y perderse a todo galope en la maciza oscuridad que acaba de cernirse sobre el campo.
-Parece un loco, ¿dónde va sin claridad a galope tendido? –dijeron unos.
-Seguramente habrá reparado de improviso en algún olvido importante –supusieron otros.
Cuando todos entraron, sólo el tío Carrasco quedó en la puerta y, con los ojos fijos en el lugar en que la noche se tragó al caballero, parecía aún más serio y pensativo que de costumbre.
Sólo Rafafá le observó por una ventana. Le vio taparse los oídos con las manos, cerrar los ojos y, estirando su cuerpo y arqueándolo fuertemente hacia atrás, hacer el gesto de lanzar un grito al cielo. Notó como la cara de Breixo se crispó por el gran esfuerzo de su gesto. Pero no abrió la boca por lo que, si hubo tal grito, nadie pudo oírlo.

2 comentarios:

Ángeles dijo...

Esto empieza a dar bastante miedo, o sea, me encanta :)

Soros dijo...

Breixo es un protagonista sin serlo. Poco se sabe de él. Pero, por eso, da miedo. Todo lo que se desconoce lo da.
Saludos, Ángeles.