12 diciembre 2015

Crónicas del Tango (Cap. 4)

La media veda había terminado. El cazador tenía por costumbre hacer balance, pues era un permanente anotador de recuerdos y detalles. Así supo que había cobrado veintiocho codornices y dos torcaces. Ningún motivo de orgullo, porque esa percha, hace unos cuantos años, se solía colgar en la primera mañana de la media veda. Y, aún menos satisfacción, porque, para tan exiguo balance, había empleado quince jornadas que, a una media de seis horas, daban un tiempo aproximado de noventa horas de búsquedas y  caminatas zurciendo el campo.
Sin embargo, creía que ese tiempo campeando había producido un gran cambio en el Tango. Al menos, eso le había parecido el último día. Pero tal suposición, sólo cuando la general se abriera, podría constatarse.

El último domingo de octubre se abrió la general en el pueblo. Los cazadores ese día estaban nerviosos y muchos salían al campo con desasosiego. Eso hacía que, los más, cazaran desordenadamente, poseídos por una vehemencia que les hacía, a veces, vagar sin mucho tino. Las cuadrillas se cruzaban unas con otras estorbándose, en su afán por buscar la caza en los parajes más querenciosos, especialmente, para las perdices. En resumen, aquel primer día de caza fue, como lo eran todos los de los desvedes, un día anárquico, desordenado, con tiros por doquier, los más, sin fundamento, carreras e incluso imprudencias de todo tipo.
El viejo, al verse a solas con el Tango, decidió eludir aquel maremágnum. Y, en lugar de meterse en las zonas mejores, donde reinaba aquella confusión de cazadores, perros, prisas, voces y escopetazos, buscó tranquilidad para intentar que el perro continuara con su aprendizaje. Así que abandonó las zonas más querenciosas y propicias y buscó un paraje que no estuviera concurrido.
Sabía que, para la caza, sobraban las prisas y, aún más, la competencia. Era para él, por el contrario, un ejercicio personal, concentrado, lento y de estrategia y, solamente, cuando tenía las perdices delante, con total seguridad, solía dar un apretón. La anarquía que reinaba en el campo, aquellos primeros días de los desvedes, le descomponía y, su primer objetivo, consistía siempre en eludirla.
Quería que el perro anduviera concentrado y no se despistara. Y, si era posible, cobrara alguna perdiz. Así que se alejó de aquel tumulto buscando la suerte en lugares que la mayoría de los cazadores descartaban.
Tomó el antiguo camino de Cardeñosa, dejó el coche junto a las Cerradas del Abogado y, congraciándose de que la zona estuviera desierta, se encaminó hacia la Viñuela.
Entre la Viñuela y el Barranco de la Franciscona había una amplia zona que, por la parte baja, estaba poblada de aliagas y espinos y, por la alta, abigarrada de macizos de biércoles y estepas con algún que otro pino intercalado. Se formaba así una ladera, no muy inclinada, en la que la erosión había trazado pronunciados surcos en la tierra roja. Esas torrenteras, de vegetación rala y no demasiado profundas, se intercalaban sucesivamente entre las espesuras de biércoles y estepas y, tras atravesarlas, se terminaba dando en el barranco, más profundo, de la Franciscona, cuya ladera, mucho más grande y empinada, daba sobre las viejas huertas, perdidas y llenas de maleza.
Apenas cruzadas un par de torrenteras y metidos cazador y perro de lleno entre los biércoles, saltó de entre la fusca, a unos cien metros por delante, un pequeño bando de perdices. El cazador notó que las seis o siete que salieron no estaban fogueadas, porque dieron un vuelo corto. Apretó el paso y sintió latir su corazón como si fuera joven. Mientras avanzaba a buen paso, iba rogando que la Naturaleza y el ojo le permitieran hacerse con alguna. Y, más que en su ilusión de veterano, pensaba en el aprendizaje del perro que, esta vez, podría finalmente cobrar alguno de aquellos animales cuyos efluvios tanto le excitaban.
El Tango las barruntó, pues, inmediatamente, bajó el hocico al suelo y empezó a caracolear entre los espesos biércoles. Enseguida volaron de nuevo y el viejo tiró a una un poco larga, pero la marró. El Tango iba muy picado y el cazador gozaba viéndole con aquella especie de desasosegado nerviosismo.
No tuvo dudas, el segundo vuelo había llevado a las perdices a la más inclinada y profunda ladera del barranco de la Franciscona. Dio un pequeño rodeo por arriba para anticiparse a la huida de las perdices y, además, aparecer por donde éstas no le esperaban. En cuanto asomó empezaron a salir desperdigadas. Pero esta vez no quiso arriesgar y sólo tiró a una rezagada que se quiso cruzar barranco abajo. La perdigonada alcanzó a la perdiz cuando rebasaba como un cohete la copa de unos pinos y el viejo, aunque no vio el punto de caída, supo que, muerta o herida, la tenía en el fondo del barranco. Quizás, por la inercia alcanzada en su vuelo, a más de treinta metros por debajo de donde la vio desplomarse en el aire.
Llamó al perro a la voz de “Muerta está” y sin dejar de animarle bajaron los dos la empinada ladera. El perro, excitado, descendía como loco y el cazador, atento, con cuidado de no perder pie y romperse la crisma. Al trasponer los pinos, una maraña de maleza le hizo comprender que el debut del Tango no iba a ser precisamente pan comido.
Siguió animándole a la voz de “Muerta está”, en un tono que al perro debía darle certeza para que en adelante, cuando lo oyera, supiera con seguridad que había pieza que cobrar.
Para su sorpresa el Tango localizó enseguida el pelotazo de plumas donde la perdiz dio contra el suelo y, describiendo olas en zigzag, siguió el rastro entre la maleza y, al cabo de medio minuto, dio con ella. La cogió palpitante de entre las zarzas para satisfacción del cazador que, entonces, cambió el tono de voz y, sin ir hacia el perro, sino sesgando sin perderle de vista, comenzó sus alabanzas “Bien, bonito”, “Bien, Tango”. A medida que el viejo sesgaba alejándose en diagonal, el perro emprendió otra diagonal convergente con la suya, con la perdiz en la boca, hasta que coincidieron y delicadamente, mientras le acariciaba la cabeza, se agachó, le sopló en el hocico y el Tango dejó caer la perdiz en su mano. Las caricias y los halagos al perro siguieron a tan sorprendente primer cobro. Y el viejo no cabía de satisfacción en el chaleco.
Las demás perdices habían volado hacia la parte más alta del Barranco de la Franciscona, casi hasta los Picachuelos. El viejo se pegó una jupa tras de ellas sin obtener, pese a su esfuerzo, ningún resultado. Pero notó cómo el Tango seguía con mucha más seguridad sus rastros antes de que aquéllas saltaran, fuera de tiro, a más de cien metros.
Como las perdices, tras subir a lo más alto, habían vuelto a descolgarse hacia los bajos, terminó el viejo regresando casi al mismo punto donde las sacó. No había más remedio que seguirlas, “el que no cazurrea, no coscurrea”.
Iba por un macizo de biércoles que le llegaba hasta los muslos cuando, al llegar a una de las escorrentías, saltó la liebre. No le dio tiempo a tirarle, como no hubiera sido a tenazón, pues la rabona se metió a lo profundo del surco y sólo se dio a ver cuando traspuso por el otro lado. Pero el veterano, que la estaba esperando aparecer, la alcanzó, pese a todo, de chiripa. Y no sólo por lo distante del tiro, sino por la velocidad con que entró en la fusca la rabona al dejar la escorrentía. Pero, como tenía casi la certeza de que el tiro la había pillado, entonó de nuevo el “Muerta está”, cruzó el barranquillo y el Tango, apenas llegó a la trayectoria seguida por la liebre, se picó de inmediato con el rastro. No se equivocó, herida, la liebre se había amagado pero, ante la presencia del Tango, saltó de nuevo. En diez metros el Tango la agarró y, ya cantaba el cazador victoria, cuando la liebre se puso a chillar, con tal fuerza, que parecía un gato furioso y el perro la soltó, pues en su vida se había visto el can en semejante trance ni sabía lo que era una liebre. Pero, apenas corrió otros pocos metros, la volvió a agarrar y la soltó de nuevo entre sus chillidos y así jugó con ella tres o cuatro veces. Cuando se acercó el cazador ya estaba muerta y con el perro encima, ciego con ella, sin dejarla.
Recapituló que, para ser el primer día, no podía haber pedido más: el Tango mordió perdiz y liebre y cobró su primera perdiz y la trajo a la mano como es debido. Eso sí, de las siete de la mañana a las cuatro de la tarde, ambos habían pasado nueve horas zarceando por el campo.
El lunes, cuando cazador se despertó, se levantó de la cama en varios tiempos.

2 comentarios:

Ángeles dijo...

Bueno, parece que el perrito aprende rápido y va aprobando los exámenes. Y su maestro, claro, tan contento y orgulloso.
Pero cómo cansa la enseñanza, ¿eh?

Lan dijo...

Sí, el perro iba aprendiendo. Pero, lo del cansancio de la caza, es cosa que sólo sabe quien lo experimenta.