18 septiembre 2015

Historia del matacán.- Epílogo y final

Los acontecimientos se precipitaron. Ni mi hermana ni yo lo sabíamos, pero mi padre había solicitado empleo en la capital. La mañana del martes siguiente llegó la carta. A mi padre le contrataban, como maestro harinero, en una fábrica.
Mis padres estaban muy contentos y decían que ese trabajo era muy importante para nuestro futuro. A la semana siguiente nos marchamos del pueblo. Me dio mucha pena cuando mi padre cerró la casa y le dio las llaves al Mondacimas por si alguna emergencia. Cuando subíamos a la plaza, cargados de bultos y maletas, a coger el coche de línea, me volví y me despedí con la mano del Mondacimas y de la Fa.
Sentí que mis ansiadas correrías por el campo habían terminado al punto de empezarse.

Fue a los tres meses cuando recibimos una carta de Gregorio Sánchez Abad.
-¡Coño! Carta del Mondacimas –dijo mi padre cuando se la dio mi madre a la hora de comer. Y enseguida la sacó del sobre y la leyó en voz alta delante de todos:
“Queridos Antonio y Margarita:
Espero que al recibo de ésta estéis bien tanto vosotros como vuestros buenos hijos Santi y Manolita, yo bien gracias a Dios. El motivo de estas cuatro letras es para que sepáis que he dejado las llaves de vuestra casa en ca la tía Peseta. La razón es que me ha llamado mi hermano, el Grabiel,  el de Barcelona, diciéndome que me ha encontrado un trabajo bueno allí, en la misma empresa que él. Me cuesta irme del pueblo, como me imagino que os costaría a vosotros, pero como en este último año os habéis ido tantos, los pocos que quedamos nos encontramos cada vez más solitarios y mohínos. Aunque yo ya tengo un pie aquí y el otro en Barcelona. Mañana me baja el Zaca, el de correos, al tren. Y tampoco quería marcharme sin mandaros unas letras de despedida. Yo creo que me voy para mejor, lo mismo que hicisteis vosotros por el bien de vuestros queridos hijos.
Sin más que deciros, os deseo toda prosperidad, como sé que vosotros me la deseáis a mí.
Vuestro vecino que no os olvida.
Gregorio.

Postdata.- Que el Santi sepa que la Fa se la he dejado al Boqui porque es el único cazador bueno que queda. Me ha prometido cuidarla bien y ha agradecido el detalle porque bien sabe él que la perra es buena. Además ahora le va a hacer falta porque la marquesa le ha echado de guarda pese a que denunció el robo que a esta señora le hicieron, gentes desconocidas, de sus dos galgos ingleses. Los guardias no han encontrado a los galgos y la señora marquesa desechó al Boqui por descuidado. Y que sepa también el Santi que al matacán nadie lo ha vuelto a ver. Se ha esfumado como un espíritu.”

De aquella capital de provincia mi familia se trasladó a otra más lejana. Terminé los estudios en Madrid y luego estuve destinado en varios lugares de España. A lo largo de los años pensé en ir al pueblo algunas veces pero, quizás temiendo no encontrar nada que casara ya con mis recuerdos y a nadie con quien compartirlos, no me atreví. Temía que la visita me procurara más dolor que placer y me daban por dentro unas punzadas parecidas al miedo. Tal vez las peores heridas sean las invisibles y las peores ataduras las que carecen de cadena o cuerda.
Ahora soy ya un hombre mayor y, en lugar de Santi, me llaman Santiago y, casi nadie, don Santiago, porque ya no se lleva este tipo de tratamiento. En mi memoria quedaron aletargados aquellos años en el pueblo. De mi recuerdo jamás emigró el Mondacimas, ni el Boqui, ni la Guadalupe, tampoco desapareció la Fa, ni se desvaneció la Laguna Sapera con su monstruo, ni la caserna, ni el inefable matacán. Sin embargo jamás volví a saber de aquellas personas, animales, mitos o lugares ni, como digo, puse voluntad alguna en ello. El Chorrón del Muedo quedó vacío hace más de treinta años y el abandono lo arruinó.
Hace unos días mis viejos recuerdos despertaron inesperadamente. Resucitaron a ritmo de alegres tamboriles y vibrantes dulzainas, gracias a un grupo folclórico que actuó en el parque de mi barrio. Eran las viejas coplas que cantaban hace sesenta años en mi pueblo y que no había vuelto a oír desde entonces.

“Para bailar me quito la capa.
Para bailar la capa quitá.
Yo no puedo bailar con la capa.
Yo con la capa no puedo bailar.

Si por orgullo me llamas villano,
si por soberbia me miras tan mal.
En el pueblo nos sobra desprecio
y lo vaciamos con un orinal.

Para bailar me quito la capa.
Para bailar la capa quitá.
Yo no puedo bailar con la capa.
Yo con la capa no puedo bailar.

Si te marchas buscando fortuna,
si por dinero te vas del lugar,
en el pueblo dejarás tu vida
manque nunca pienses regresar.

Para bailar me quito la capa.
Para bailar la capa quitá.
Yo no puedo bailar con la capa.
Yo con la capa no puedo bailar.

Te despido agitando la mano,
conmovido por verte marchar.
En el alma te llevarás nudos
que ya nunca podrás desatar.

Para bailar me quito la capa.
Para bailar la capa quitá.
Yo no puedo bailar con la capa.
Yo con la capa no puedo bailar…”

FIN

Historia del matacán.- Décima parte

El fulminante estallido del aguacero cerró el telón de sopetón. Miramos instintivamente hacia arriba y, cuando volvimos a mirar al frente,  la cortina del agua había cerrado el escenario. No había ya horizonte, ni vega, ni pedazos, ni prados, ni Boqui, ni galgos, ni matacán. Nada que confirmase que lo visto, hasta hacía unos segundos, no había sido un espejismo, un producto de nuestra imaginación, un sueño. La lluvia, repentina y torrencial, no dejaba ver a más de treinta metros.
-Corre Santi –dijo el Mondacimas, arrancando a correr, mientras el estruendo que siguió a la luz deslumbrante de un relámpago ahogaba el sonido de su voz.
Seguido por la perra, con la escopeta boca abajo, Gregorio corrió siguiendo la cornisa en la que estuvimos tanto tiempo apostados, absortos en la aciaga caza del Boqui con los galgos. Apenas a doscientos metros, el Mondacimas se volvió hacia mí, que le seguía a duras penas, y gritó de nuevo:
-Vamos, rápido, métete aquí.
Entré tras de él y la Fa por una estrecha entrada ojival de hormigón. No tenía puerta y penetraba en la tierra por un angosto y sesgado pasillo del mismo material. Conducía a una cámara de mazacote, abovedada, circular y de unos diez metros de diámetro. Parecía mentira que en tan corto trecho los tres nos hubiésemos calado. Apenas a cubierto, la perra se sacudió el agua varias veces y el Mondacimas descargó la escopeta y la dejó apoyada contra el concreto de la pared. Enseguida, en la penumbra del refugio, buscó un rincón donde la estancia presentaba un respiradero y acumuló bajo él, inclinándolas contra el muro, las ramas secas que a la entrada de la sala alguien tenía acumuladas.
-¿Qué es este sitio? –pregunté, curioso como siempre.
- Es una caserna –dijo el Mondacimas.
-Y eso qué es.
-Una fortificación que se construía cerca de otras defensas o bajo ellas y que servía de almacén y de refugio para los soldados.
-¿Y aquí vivieron soldados? -dije yo con admiración.
-Claro, ya te lo estoy diciendo.
-¿Y eran moros o cristianos?
El Mondacimas no contestó. Fingió estar muy concentrado acumulando metódicamente la leña bajo el orificio del techo. Luego sacó mi bocadillo del zurrón, me lo dio y dijo:
-Anda, quítate el chaquetón para que se seque, cómete el bocadillo y dame el papel para encender la hoguera.
Enseguida comenzó a crepitar la madera seca, se elevaron las llamas y la fumata buscó el tiro del respiradero. El Mondacimas sacó un ovillo de bramante del zurrón y tendió un trozo entre dos alcayatas del muro. Sobre la fina pero resistente cuerda tendió su zamarra y mi chaquetón. Luego señaló un poyato de ladrillo anejo al muro y sobre él ambos nos sentamos. Gregorio había sacado antes del zurrón medio pan candeal y una punta de jamón y, al tiempo de sentarse, una navaja cabritera del bolsillo. Al reparar en mi ávida mirada al jamón que cortaba sobre la corteza del pan, el Mondacimas dijo:
-¿Quieres que compartamos la merienda?
A mí me pareció de maravilla y él, al notarlo, cortó limpiamente una buena loncha de jamón y me la ofreció sobre una rebanada de pan blanco. Yo le tendí mi bocadillo y él cortó un pico pequeño que se comió de dos bocados. Nuestros abrigos, en la cuerda, ya echaban el vaho de las prendas mojadas frente al fuego.
-Oye, Goyo, ¿tú crees que esa liebre era el matacán?
-Ya no estoy seguro. Puede que lo fuera.
-¿Y qué estará haciendo ahora el Boqui?
-Más nos vale ignorarlo. Haga lo que haga, él no sabe que hemos visto el desenlace.
-¿Y es mejor que no sepa que lo hemos visto?
-Seguramente es mejor que nunca lo sepa.
-¿Por qué?
-Porque no sabemos qué urdirá para salir de ésta. Y tampoco es asunto nuestro. Si la marquesa se entera de lo de los galgos, el Boqui se la habrá buscado.
-¿Y que hará ahora con los galgos?
-Cuando pasen unos días, lo sabremos o lo colegiremos.
-Los llevará al veterinario a que los cure, ¿verdad?
El Mondacimas calló de nuevo. Su mirada estaba fija en el fuego. Con una mano acarició la cabecilla de la perra mientras con la otra le echó un trozo de pan. Yo le imité arrancando un migajón pringado en aceite de mi bocadillo.

Con gran desasosiego me estaba esperando mi madre a la puerta de casa. Mi padre bajaba ya con otros vecinos y con la Guadalupe para salir en nuestra búsqueda y habían acordado tocar las campanas en cuanto el día cayera. Y todos se alegraron de que hubiéramos aparecido con bien, porque apenas faltaba una hora para el ocaso. Y se sorprendieron mucho de que volviésemos secos, y no calados y ateridos, después de la larga tormenta.
Fue el Mondacimas el que explicó que, por fortuna, nos había pillado el temporal cerca de la caserna y que allí, calientes y a salvo, habíamos capeado divinamente el aguacero y evitado las chispas. No dio más detalles y sólo añadió, para mi íntima honra, que yo había estado valiente y que había aguantado la caminata como un hombre. Luego se fueron todos, contentos de que no hubiera habido desgracias.

16 septiembre 2015

Historia del matacán.- Novena parte

Llevábamos dos horas plantados como piedras en nuestra fortuita atalaya. El Mondacimas iba ya por el cuarto cigarro. Y ambos, él con nerviosismo y yo con curiosidad, no quitábamos ojo a las evoluciones, aparentemente erráticas, del guarda de la marquesa. El biruji me había puesto la cara colorada y, de vez en cuando, el frío me sacaba alguna lágrima, pero al Mondacimas parecía que nada le afectaba. Y yo, por supuesto, me había prohibido a mí mismo quejarme de nada, por más que las frieras de las orejas también me picaran de lo lindo.
De vez en cuando yo miraba al cielo, cada vez más tupido de nubes oscuras, y no se me iba de la cabeza la leyenda de la laguna, pero el Mondacimas estaba tan absorto, tan fijo en sus observaciones, que nada me atreví a decir. Aunque, a tenor de cómo iba cambiando el cielo, yo me imaginaba que el monstruo se estaba poniendo bastante rabioso y que, cuando menos lo esperásemos, se iba a liar una bien gorda.
El Boqui, allá abajo en la vega, parecía incansable en su búsqueda. Por sus evoluciones cualquiera diría que se había vuelto majareta. Inquieto como el azogue, no paraba de barzonear ora por los pequeños abrigaños entre fincas, ora cerca de los aguazales, ora buscando los diminutos alcores, ora parándose junto a los espesos de alreras o entre los pequeños grupos de aliagas. Bordeaba los atochales de los cerrillos menudos, las cepas desnudas de las pequeñas viñas, registraba cada pequeño caballón, cada vaguada, cada grupo de chantos, miraba con sumo cuidado las cercas de piedra de las tainas, cada erial, las espuendas de las pequeñas acequias,  los regatos, gesticulaba con los brazos como un espantajo articulado ante los terrones de las hazas, pateaba los pocos rispiones que quedaban, rodeaba cada majano, no dejaba sin mirar un pajonal, ni siquiera una pobeda, ni las gleras más peladas…
Poco a poco, en su metódico deambular descartando lugares, fue acercándose a la base del cotarro desde donde le observábamos. Estaba a unos cuatrocientos metros de nosotros, abajo, en la confluencia de la vega con el inicio de la tremenda ladera del Mojonazo.
Inesperadamente, de entre las primeras iniestas de la cuesta, saltó la liebre. Pudimos oír los excitados gritos del Boqui:
-¡Ahí va la, ahí va la! ¡Ahí va la, Dick! ¡Ahí va la, Dolly! –gritó corriendo en dirección a la liebre como un poseso.
Yo pensé que quizás no la hubieran visto pero enseguida los dos galgos corrieron velozmente tras de ella. El Mondacimas dio un suspiro, como liberándose de su tensión, al observar la trayectoria de la liebre.
-Creo que no es el matacán -aseveró Gregorio.
-¿Por qué lo sabes? ¿Es que lo distingues desde aquí? –dije yo asombrado.
-No, hombre. ¿Cómo voy a distinguir a una liebre de otra desde aquí? Es que, si fuera el veterano matacán, no habría tirado por la vega, a campo abierto, hubiera buscado el perdero atajando por alguna de las sendas que suben a este cerro. Esa liebre ha tomado la peor decisión. El terreno que ha elegido hará que no se salve. Por eso creo que no es el astuto matacán, sino otra rabona un poco bastante más tontuza e incauta.
Sin embargo, la liebre, que parecía que iba a ser alcanzada de inmediato, cuando ya los perros estaban encima, dio un violento quiebro y volvió a recuperar ventaja. El Boqui había subido al oterillo más cercano que encontró, desde cuyo altillo contemplaba la caza encelada de los elegantes galgos de la marquesa.
La liebre repitió un par de veces más la jugada a los galgos. Éstos, sin embargo, al medio minuto estaban otra vez encima de ella. La rabona se la volvía a jugar y los perros la seguían tan de cerca, ya totalmente codiciosos y entregados, que más de una vez nos pareció que la cogían sin remedio o que, incluso, ya la habían alcanzado. Pero la liebre, al quebrar a los perros, nos inducía a engaño, pues eran estos los que rodaron por tierra alguna vez por la brusquedad de sus regates.
Repentinamente la liebre, tras un último quiebro muy apurado, enfiló derecha, sin ningún titubeo, a la pedregosa pared de un prado amplio y, en apariencia, sin obstáculos. En una competición de agilidad, saltó la barda seguida por los flexibles galgos y directamente, a una velocidad antes no mostrada, se estiró en su carrera como un cohete. Iba, sin ninguna vacilación, hacia el improvisado corralejo de alambre espinoso que el tío Mentiras había levantado en mitad de la pradera para cerrar en el agosteo a las ovejas. Los galgos en la recta trayectoria tras la liebre desarrollaron también una potencia y una velocidad inusitada.
De nada sirvieron los gritos desesperados del Boqui:
-        ¡Quieto Dick, quieta Dolly! ¡Alto Dick, para Dolly! –chillaba, mientras corría alocado en pos de los perros, dando a veces grandes tropezones, como si el pánico se hubiera apoderado repentinamente de él.
Inútiles fueron sus voces pues, si los perros llegaron a oírlas, su instinto, cegado de ansiedad por la proximidad de su presa, les impedía obedecer.
La liebre pasó raseando limpiamente como un obús de pelo bajo el alambre espinoso inferior. Los dos galgos a un par de metros de ella, ciegos en su carrera, chocaron secamente contra aquel alambre y, volteándose en el aire, rebotaron brutalmente contra los dos alambres superiores con tanta violencia, que salieron despedidos y cayeron a varios metros retorciéndose de dolor y aullando lastimeramente. 

14 septiembre 2015

Historia del matacán.- Octava parte

Apenas acabada la cuesta, quebrada por la erosión de las escorrentías y rala de maleza por su mucha inclinación, comenzaba el tupido breñal.
En el alto soplaba el cierzo. Se dominaba, casi con vértigo, el gran cotarro que habíamos dejado atrás al ascender. Desde allí se veían las hazas irregulares de forma y tamaño, verdosas, ocres y amarillentas, que, como trozos de una jarapa hecha de retales, alfombraba, entre pobedas, prados y yecos, la principal vega del pueblo.
El Mondacimas me miró de reojo. Yo disimulaba mi fatiga y seguía sin quejas, a mi trotecillo, sus rítmicos pasos poderosos. Al borde de la irregular meseta que coronaba el Mojonazo, dijo, sin aparentar conmiseración para mi cansancio:
-Este es un buen sitio para observar. Nos amonaremos aquí un rato antes de subir al teso donde estaba la cantera. Desde aquí se ven todos los lucios de la vega y de este lado de la ladera. Miraremos un rato antes subir lo poco que queda y meternos en el mohedal.
Se sentó en una gran piedra que tenía detrás un majuelo.
-Con el majuelo detrás descompondremos la figura –dijo el Mondacimas sin que yo le hubiera pedido explicaciones.
Lo cierto es que no entendí algunas de sus palabras. Él me lo debió notar en la cara porque siguió hablando como si se explicara para sí mismo:
-Al amonarnos nos quedamos quietos y así podemos observar con calma todos los pedazos y baldíos de la vega y, al tener detrás el pirlitero, no se distinguen nuestras siluetas desde abajo. Así que, desde aquí, podremos mirar un rato sin ser notados. Eso será por quedarnos quietos y por tener detrás la pantalla del majuelo que desdibuja nuestras siluetas. Los animales hacen lo mismo para que no les veamos: esconderse, amonarse y no dar silueta.
Yo estaba encantado, no sólo por las explicaciones del Mondacimas, sino, sobre todo, porque hubiera decidido parar y darme el descanso que yo no me hubiera atrevido a pedirle.
El Mondacimas, supongo que por darme un tiempo de descanso, siguió hablando sin prisas:
-¿Sabes este dicho? “A la codorniz la mata el perro, a la perdiz las piernas y a la tórtola la escopeta”.
-No. ¿La Fa ha matado muchas codornices?
-No, hombre, no lo has entendido. Quiere decir que aunque todos los animales se esconden y se confunden entre las zarzas, las pajas y la maleza, la codorniz es la más experta en camuflarse, de modo que rara vez se la ve. Ha de ser el perro el que, a fuerza de buscarla de olfato, la saque casi dándole con el hocico. Luego, el tiro de la codorniz no suele ser difícil, por lo tanto el mérito es del perro. A la codorniz la mata el perro, ¿entiendes ahora? Sin embargo, las perdices son más asustadizas y los bandos, apenas te ven, se arrancan a volar y por lo tanto hay que seguirlas y darles algunos vuelos hasta cansarlas y que algunas empiecen a rezagarse y salgan a tiro. Por eso, como hay que andar tanto tras de ellas, se dice que las matan las piernas. Las tórtolas son las palomas más pequeñas y ágiles que hay y en sus vuelos rápidos suelen dar quiebros por lo cual hay que saber tirar muy bien, pues a ésas sólo las mata la escopeta, ¿estamos?
-Sí –dije yo admirado de lo mucho que sabía el Mondacimas, pero viendo unas motas lejanas en la vega, añadí- ¿Qué es aquello?
Inmediatamente el Mondacimas se tensó y escudriñó la lejana vega que se extendía a nuestros pies a lo largo de varios kilómetros. La Fa, al ver a su amo, también se puso atenta, aunque no se movió de nuestros pies.
-Si no lo veo no lo creo –exclamó el Mondacimas.
-¿Quién es?
-Estoy casi seguro que es el Boqui.
-¿Cómo lo puedes saber a esta distancia?
-Porque sus andares no se me despintan. Aunque hay algo raro en él.
-Parece que lleva perros –dije yo con inseguridad.
-No, no es su perro. Lleva dos galgos y, ahora me doy cuenta, va sin escopeta. Por eso le notaba algo anormal en los andares –concluyó el Mondacimas.
Después de estos comentarios se quedó callado. Sacó la petaca y lió un cigarro. Lo encendió con un chisquero de mecha y aspiró en silencio sin dejar de cavilar. Al cabo de unos minutos me atreví a preguntar:
-Y, ¿qué hace por ahí sin escopeta?
-Quizás anoche le moví la conciencia y ha decidido darle caza al matacán de poder a poder, con esos lebreles –aventuró el Mondacimas.
-Pero, entonces, qué hace por la vega. Tú crees que el matacán está en este alto, ¿no?
-Eso suponía yo. Sin embargo el Boqui vio al matacán ayer y yo hace más de un mes que no le veo. Seguramente él se barrunta, con más fundamento que yo, que esa rabona anda en la vega.
-No sabía que el Boqui tuviera dos galgos. Nunca se los he visto.
-Es que no los tiene. Cuéntate que, en su locura, ha cogido los dos galgos ingleses de la marquesa. Y dudo mucho tanto de que ella le haya dado permiso, como de que él se lo haya pedido.
Los dos nos quedamos mirando y no nos movimos de allí en una hora.
-Míralo, no para de buscar entre los rispiones y las glebas. Busca al matacán.
-¿Por qué sabes que lo busca?
-Porque va andando como un majagranzas, como un melitoto, como un dundo. ¿Es que no te das cuenta? La liebre se busca así, caminando despacio, de modo irregular, cambiando de dirección y mirando todos los sitios querenciosos.
-Pero también puede saltarle una liebre cualquiera.
-Puede que fuera lo mejor para él- sentenció el Mondacimas.

11 septiembre 2015

Historia del matacán.- Séptima parte

El arrebol del amanecer ya se había esfumado. Los rayos de sol se filtraban bajo las nubes un palmo por encima del horizonte. Pero los cúmulos negruzcos se iban juntando paulatinamente en el cielo. El Mondacimas levantó la cabeza y dijo:
-Casi seguro que nos mojamos. Mira, está la nubecilla de la Laguna Sapera. Vaticina tormenta, siempre se ha dicho.
-¿Es la que decía la Guadalupe?
-Esa misma.
-¿Dónde está? –pregunté curioso.
-Justo allí –señaló con el dedo el Mondacimas- Parece cerca, pero está en medio del monte. ¿Ves la Peña Castelara? Pues justamente debajo de ella.
-Sé el nombre de la peña pero no he estado en ella ni tampoco en la laguna.
-Pues hoy no llevamos ese camino, así que ya irás a la peña y a la laguna en otra ocasión. Tiempo no te ha de faltar.
-¿Me llevarás?
-Ya veremos.
-¿Y siempre que hay una nube sobre la Laguna Sapera llueve? –volví a preguntar.
No sé si el Mondacimas se cansó de mis preguntas o si, por el contrario, quiso satisfacerlas al completo pues, según subíamos la escarpada cuesta, cambió la voz, poniéndola más grave de lo habitual, y me contó confidencial y pausadamente lo siguiente:
-Eso de la Laguna Sapera se ha dicho siempre, ¿sabes? Y no sólo llueve cuando está la nubecilla, puede que haya más. Dice la leyenda que de la Laguna Sapera, en verano y en otoño principalmente, salen tempestades, como si la laguna fuera un poro por donde suda la Tierra sus humores. Y la gente de antaño sostenía que esas furiosas tempestades solían ser frecuentes y espantosas por la  abundancia de relámpagos y truenos que traían y porque tampoco escatimaban los cielos, en esas ocasiones, en centellas, rayos e inmensas cantidades de piedra y agua. Y recordaban, los de antes, digo, que tales fortísimas tormentas traían consigo grandes ruinas en los campos e incluso mataban ganados y bestias y aun a hombres, si no se guarecían a tiempo de ellas. Y dice la misma leyenda, claro, que en lo profundo de la laguna vive, además, un fiero monstruo que se conmueve a veces por furias infernales o se irrita por la gran actividad del sol en el verano y que, el tal monstruo, está encerrado en ella desde antes de que los hombres tuviéramos memoria. Y dicen también, aunque esto otro dicen haberlo averiguado algunos señores muy estudiosos, que los anales y las crónicas viejas relatan que hubo cierto conde, señor de estas tierras hace muchísimos años, lo menos en tiempo de los Moros, que quiso saber la profundidad de la laguna. El tal conde, hombre de gran fortuna y posibles, mandó hacer un barco en ella y luego lo quiso hacer fondear y los medidores no encontraron fondo en sus aguas. Hicieron muchos intentos, usando sondas cada vez más largas y, en su afán por encontrar el fondo, llegaron a medir hasta más abajo de los ochocientos metros sin hallarlo. Y eso pese a que el contorno de la laguna no llega a los cuatrocientos metros. Desistieron los del conde de buscar el fondo, pero sí que notaron que sus aguas eran, y lo siguen siendo, templadas y, a veces, calientes. Y vieron que, con el fulgor del sol, se solían embravecer y que, cuando eso ocurría, si estabas cerca, podías oír unos bramidos, tan fuertes y salvajes como cuando en el mar hay borrascas o tormentas o huracanados ciclones. Pero, eso sí, ninguno llegó a aclarar si aquellas brutales bramaderas procedían de las mismas aguas o eran la voz del monstruo que mora encarcelado en ellas. Esto último, ni antaño ni hogaño, lo ha llegado a saber nadie con certeza. Pero, cuando yo tenía tu edad, decían los más viejos que desde muchas leguas de distancia se podía reconocer la llegada de la tempestad, porque siempre la precedía una nubecilla blanca, justamente como la que hay hoy, la cual, poco a poco, se iba levantando de la superficie de la laguna y era signo de la desastrosa fatalidad que se avecinaba. Y, por mi propia experiencia, puedo decirte que he comprobado algunas veces que llevaban razón y que, en cuanto se divisa la nubecilla, pasado un rato más o menos largo, suele formarse poco a poco un nublado oscuro que puede llegar a cubrir la luz del cielo por entero y que, después, los vientos comienzan a agitarse por todos lados. Se supone que con una fuerza e intensidad proporcional a la furia y vesania que el monstruo de la laguna tenga acumuladas y, también, al tiempo que haga que no haya desfogado su fiereza. Así que antiguamente, en cuando desde los pueblos de por aquí veían la nubecilla, empezaban a tocar las campanas a nublado porque era muy segura la tempestad. Y, entonces, los vecinos corrían temblando a refugiarse en sus casas abandonando con premura el campo e invocando a la Virgen y a los Santos con velas, lamparillas y quedas oraciones musitadas en el rincón más protegido y oscuro de sus casas. Pero, para mí, Santi, que la nubecilla no es tal, sino los vahos que el monstruo suelta por sus fauces cuando comienza a enfurecerse. Pero esto, para ser honrado, no lo sé de cierto y sólo son figuraciones mías.
La narración del Mondacimas me dejó impresionado y mudo. Pero también pensativo y temeroso, al ver el cariz que estaba tomando el cielo. Pasó un largo rato hasta que me atreví a preguntar:
-¿Y hace mucho que no se ha desahogado el monstruo?
-No creas. Hubo un par de tormentas grandes este verano. Yo creo que podemos estar tranquilos, aunque nunca del todo –contestó el Mondacimas con solvencia.
No pregunté más y, aunque el templado y perito Mondacimas me daba seguridad y amparo, no dejé yo de mirar muy mucho al cielo con miedosa desconfianza o, más bien, con bastante canguelo. Y tampoco estaba ya muy seguro de querer ir a la Laguna Sapera.


10 septiembre 2015

Historia del matacán.- Sexta parte

Cuando el Mondacimas abrió la puerta, allí estaba yo, listo y perfectamente aviado. Impaciente y con los ojos agrandados por la ansiedad, estaba sentado muy tieso en el poyo junto a su puerta. Llevaba el chaquetón puesto y abotonado, calada la gorra, las botas de cuero bien anudadas y engrasadas, la cara lavada y el pelo atusado y un gran bocadillo de tortilla, envuelto en papel de periódico, bajo el brazo. En mis oídos resonaban aún las últimas palabras de mi madre:
-Ten cuidado y obedece en todo al señor Gregorio.
La Fa vino enseguida a saludarme agitando su rabito como un molinillo y poniéndose de manos sobre mis piernas.
-Buenos días, señor Goyo -saludé muy respetuoso, levantándome.
Gregorio cerró la puerta, me miró, frunció el gabelo, como si aún no se fiase de mi presencia, y al cabo dijo:
-Buenos días, Santi. Veo que eres un hombre de palabra.
Yo me puse muy hueco porque era la primera vez que me llamaban hombre y más aún porque me lo hubiera llamado nada menos que el Mondacimas, o sea, el señor Goyo.
Me cogió el bocadillo y lo metió en su zurrón y así, entre dos luces, salimos del pueblo con la Fa correteando muy contenta delante de nosotros.
  -No sé si no tendremos agua –murmuró el Mondacimas según salíamos del pueblo mientras miraba a un punto indefinido del cielo.
Sólo cuando dejamos atrás las últimas casas, Gregorio se descolgó del hombro la escopeta, la abrió, miró a través de los cañones, sacó dos cartuchos de la canana, la cargó y la cerró. Luego me dijo que me mantuviera siempre a su izquierda y un paso detrás de él. La Fa caminaba nerviosa diez o doce metros delante de nosotros.
Al cabo de media hora de camino oímos unas voces en uno de los prados de la dehesa. Eran unas voces secas, imperativas y tajantes, pero que no parecían dirigidas a otra persona. Era la Guadalupe, la vaquera de mi pueblo.
-Es la Guadalupe –confirmó el Mondacimas y añadió- esa mujer tiene más valor que la mayoría de los hombres. Por eso a ninguno se le ha ocurrido ponerle un mote. La Guadalupe es la Guadalupe y basta.
Yo no dije nada, pero, cuando llegamos a su altura, vimos como, con su voz de trueno, dominaba al toro de la villa, el semental que había para las vacas.
-¡Quieto ahí, galán! ¡Quieto he dicho, Artillero! – decía la Guadalupe blandiendo una larga y recia vara y con una voz tan potente y vibrante que el toro, aquella mole de ochocientos quilos, tiritaba al oírla.
-Buenos días, Guadalupe –gritó el Mondacimas.
-Buenos días tengáis –contestó la Guadalupe- ¿Qué vas buscando hoy, pelo o pluma?
-Ya veremos –dijo el Mondacimas- Pero como llevo a este mozo, me gustaría que viera al matacán.
-Huy, ése es muy esquivo y, además, a media mañana creo que romperá a llover. Hay nubecilla sobre la laguna, ya sabes. Igual no veis nada y volvéis como sopas. ¡Que se os dé bien!
Cuando dejamos atrás el prado donde topamos con la Guadalupe, le pregunté a Gregorio lo que era el matacán y fue cuando él me contó toda la historia del día de antes, mientras subíamos en zigzag a la cantera vieja del alto del Mojonazo. Pensé también en preguntarle que era eso de la nubecilla de la laguna pero, con su larga explicación de lo del matacán, se me olvidó.
-¿Quieres cazar tú al matacán antes de que lo intente el Boqui? ¡Huy, perdón!, quería decir usted, señor Goyo –pregunté jadeando por el esfuerzo y azorado por mi equivocación, según subíamos por la empinada varga.
-No –dijo secamente el Mondacimas y, al poco, añadió- Pero quiero encontrarlo por dos razones. La una es para que tú lo veas, la otra para que, por hoy al menos, no dé con él el Boqui. Puede que, si trascurren unos días, se le pase el calentón, olvide a esa liebre y la deje en paz. ¡Ah! Y, si quieres, puedes llamarme de tú.
-Y, por qué sabes que está en la cantera vieja –volví a preguntar, orgulloso de la confianza que el Mondacimas acababa de otorgarme.
-No lo sé –dijo Gregorio- pero me lo barrunto. La cantera es un lugar abrigado que está a la solana y los animales son como nosotros, buscan abrigo cuando el aire viene del norte. Por otro lado, es un terreno lleno de obstáculos, muy pedregoso, casi un mohedal, y ahí la liebre puede quebrar fácilmente, alejarse de los perros y dejarlos sin patas porque los guijarros del suelo cortan como pedernales. Y, además, de la cantera salen trochas que el matacán conoce bien y que, despistados los perros, le permitirán poner tierra por medio y meterse en el monte. Ahí, ya estará a salvo.

09 septiembre 2015

Historia del matacán.- Quinta parte

Me llamo Santi. Entonces tenía nueve años. Y precisamente aquel día había conseguido, por primera vez, convencer a mi padre para que me dejara ir al día siguiente de caza con el señor Goyo, o sea, con Gregorio el Mondacimas, que vivía en la casa de al lado.
Yo admiraba mucho a Gregorio el Mondacimas y me impresionaba ver venir a mi vecino con dos o tres conejos apiolados del cinto o con un par de perdices o alguna liebre. Me encantaba verle llegar cada vez que regresaba de caza. De hecho, conocía sus horarios y le esperaba cuando calculaba que iba a regresar. No le decía nada, ni él a mí tampoco, sólo le miraba y le acompañaba boquiabierto calle arriba hasta que entraba en su casa. Además, me había hecho amigo de su perra, la Fa, y por eso nunca me ladraba, ni me enseñaba los dientes, ni me gruñía como les hacía a los demás chicos del pueblo.
Mi padre era molinero y, aunque me parecía un hombre muy fuerte y le quería mucho, no tenía comparación con el Mondacimas. Mi padre se pasaba la vida trabajando en la aceña y, sin embargo, el Mondacimas, sobre ser agricultor, no paraba de zurcir los campos, los montes y la sierra, día sí día no, cazando en compañía de su fiel Fa. Yo le imaginaba variando cada día de aventuras, enfrentándose al azar, a los temporales, viviendo portentos y aceptando las sorpresas y peligros que proporciona el monte incierto. Y, en mi imaginación de niño,  todas aquellas cosas revoloteaban mezcladas como pájaros exóticos. La imagen que yo tenía de mi vecino era fascinante y legendaria.
Así que aquella tarde me la pasé esperando a que el Mondacimas llegara a su casa. En cuanto sentí ruido en su cuadra y vi el brillo de la luz del candil, bajé, llamé a su puerta y esperé.
Abrió la puerta y la Fa inmediatamente me reconoció y  meneó el rabo a modo de saludo.
-Hola, señor Goyo, que quería decirle que si me deja ir de caza mañana con usted –dije yo muy educado porque, entonces, a todos los mayores había que llamarles de usted y, si además eran poderosos, ricos o gente de estudios, había que decirles el don delante del nombre.
-¿Lo sabe tu padre? –cortó el Mondacimas.
-Sí que lo sabe y ni se imagina lo mucho que me ha costado que me diera permiso. Pero me ha dicho que la última palabra la tiene usted, señor Goyo –dije yo, con cierta solemnidad pero sobre todo con la ilusión dibujada a lo ancho de la cara.
-Pero es que voy a andar mucho –respondió el Mondacimas.
-Sí, pero estoy seguro de que voy a aguantar. Además, como mañana es domingo, no tengo que ir a la escuela. Es el único día que puedo ir con usted, señor Goyo –dije, en un tono suplicante, cuando noté que el Mondacimas no se fiaba de mi resistencia.
-No sé, no sé –dijo el Mondacimas rascándose el cogote, y luego añadió - ¿Cuántos años tienes, no eres demasiado pequeño?
-No, señor –dije yo, un poco ofendido y empinándome para parecer más alto- Tengo nueve años pero muy pronto voy a cumplir diez.
El Mondacimas se entretuvo un momento, que a mí se me hizo largísimo, ponderando mi caso. Finalmente dijo:
-Bueno, en ese caso, si casi tienes diez años, te llevaré. Pero, como me falles y tenga que volverme porque te canses, será la primera y la última vez que vengas conmigo. ¿Estamos?
-Gracias, señor Goyo –dije yo con una alegría tan grande que me puse a dar saltos al tiempo que la Fa se me unió jugando y ladrando alegremente a mi lado.
-Déjate de saltos. Mañana al amanecer estarás preparado. Dile a tu madre que te haga un bocadillo porque no sé a qué hora vamos a volver. ¡Ah! Y, si no estás en la puerta cuando yo salga, aquí te quedas.
-Gracias, señor Goyo. Ya verá como estaré.
-Bueno, pues entonces a cenar y a la cama –dijo el Mondacimas con gesto serio.
-¡Hasta mañana, señor Goyo! –contesté un segundo antes de salir corriendo hacia mi casa.
Llegué sofocado a la cocina y, por mi cara de satisfacción, mis padres supieron que el Mondacimas me iba a llevar. Engullí la cena y me acosté. Ni siquiera me entretuve en jugar con mi hermana, como solía hacer antes de que a ambos nos mandaran a la cama. Creía que me iba a ser imposible dormir aquella noche, porque en mi cabeza la fantasía y la ilusión se abrazaban. Eso me producía un nerviosismo tan descomunal que estaba seguro de que los latidos de mi emocionado corazón y las ensoñaciones que pasaban por mi magín me mantendrían despierto hasta el alba.
Me equivoqué. Cuando mi madre me despertó estaba dormido como un cesto y me parecía que apenas había pasado un minuto desde que me acosté. Ella sólo tuvo que decir:
-Santi, va a amanecer.

08 septiembre 2015

Historia del matacán.- Cuarta parte

En un rincón de la tasca, sentado en un taburete, Gregorio el Mondacimas escuchaba la conversación sin perder ripio. Había visto al matacán varias veces en los últimos dos años. Sabía que esas liebres eran animales ligeros que, a fuerza de sobrevivir a tanta carrera, habían desarrollado mucho las patas traseras y que también eran livianos y magros de carne. Por todas esas cosas corrían como cometas, dada su fuerza y ligereza, y parecía que cortaban el aire en sus briosas carreras y, además, rompían a los mejores perros con la agilísima brusquedad de sus quiebros. Por otro lado, sus numerosos encuentros con humanos y canes, habían desarrollado en ellos una astucia superior a la habitual. Pero, sobre todo esto, al Mondacimas jamás se le pasó por la cabeza llevar un matacán a su cocina pues tenían fama de tener una carne más dura, fibrosa y amarga que el berceo. Y, por encima de todo, aquel matacán que tantas veces se había salvado de los perros y de los cazadores gracias a su astucia y a su empuje, le parecía al Mondacimas una fuerza de la Naturaleza digna de ser respetada para que siguiera burlando a los mejores galgos y podencos y, también, para que les bajara los humos a todos aquéllos que cazaban únicamente por distraer su aburrimiento.
Así que el Mondacimas no pudo contenerse y habló.
-Hay animales que no aprovechan a nadie aunque, por otro lado, sirven para poner a prueba a perros de mucho postín y a cazadores de muchas campanillas. Así que yo dejaría vivir al matacán y nunca le pegaría una perdigonada porque, quien se jacte de tener buenos perros, ahí le tiene para probarlos pero, abatir a tiros a un animal que ha desarrollado tanta astucia y tan grandes cualidades, no me parece que fuera de mérito para quien lo hiciera. Teniendo en cuenta, además, que la carne de los matacanes es puro cuero.
-Pero, ¿y el orgullo de colgárselo? –dijo el Boqui, cambiando repentinamente de actitud y, sobre todo, molesto por la inesperada intervención del Mondacimas que acababa de robarle el protagonismo.
-El orgullo tampoco es cosa de alimento. Si lo haces con perro, de igual a igual, puede que sea una proeza cazar al matacán, sobre todo para el perro. Aunque no creo que los perros sepan lo que es el orgullo. Pero si le esperas o le rondas a traición y lo tumbas de un cartuchazo no le veo ningún mérito, ni tampoco sé qué orgullo habría en ello –le contestó el Mondacimas
-Pues sabes lo que te digo, –contestó el Boqui con la vesania que proporciona el vino al vanidoso- que mañana mismo me lo cargo. Que si el matacán se ha hecho famoso por su astucia, más conocido soy yo en la comarca por cazar lo que viene en gana. Y te juro que el matacán mañana no llega a la noche.
Gregorio el Mondacimas no quería discutir con el Boqui, pues no le caía bien, y menos porfiar con él después de que se hubiera merendado una ensalada de vino con bastante caldo. Así que quiso zanjar la discusión diciendo:
-Ya veremos. Mañana será otro día.
-¿Cómo que ya veremos? –se revolvió el Boqui como una sabandija- He dicho que mañana despacho a esa liebre patuda y lo que yo digo va a misa. En el campo a mí no hay animal que se me escape – y al terminar la frase soltó un juramento que atronó la taberna como un trallazo.
-¡Alabado sea Dios! –dijo por lo bajinis la tía Peseta a la par que se santiguaba.
El Boqui dio la espalda a todos bruscamente y, rabioso como una fiera corrupia,  pidió una copa de aguardiente y se quedó bebiendo otras hasta tarde mientras rumiaba en silencio sus intenciones.
Gregorio el Mondacimas se calló y se marchó enseguida. Bajó preocupado a su casa aquella noche. Lamentó que el Boqui fuese de aquel jaez y que se hubiera picado con sus palabras y que, como consecuencia, hubiera decidido matar al día siguiente al bravo matacán.
Cuando llegó a su casa, bajó a la cuadra a echar de comer a sus dos gorrinos y a su borriquilla Perlita y, enseguida, su perra, la Fa, se le acercó muy contenta moviendo el rabo muy fuerte para que la acariciara. El Mondacimas se sentó en una banqueta que tenía en la cuadra y la Fa se acurrucó rilando entre sus piernas. Entonces Gregorio el Mondacimas dijo, reflexionando para sí mismo:
-Mira, Fa. Estoy muy disgustado. Por las palabras que he dicho en la taberna, ese fantasmón del Boqui quiere matar mañana al matacán. Y me fastidia que lo haga sólo por sentirse superior a los demás. Me estomaga que quiera matarlo sólo por la soberbia de sentirse mejor que nadie. Hay que ver las cosas malas que los hombres hacemos sólo por vanidad y orgullo.
Y la Fa pegó su cabecilla a los pies del Mondacimas y gimoteó un poco, como siempre que notaba triste a su amo o, quizás, porque le entendió.

02 septiembre 2015

Historia del matacán.- Tercera parte.

Pues bien, estaba una noche el Mondacimas en la taberna de la tía Peseta, que era la única taberna que había en su pueblo, cuando se presentó una cuadrilla de cazadores con las botas embozadas de barro. Tres de ellos eran señoritos de la ciudad y, apenas entraron, se dejaron caer pesadamente sobre las banquetas de la tasca, casi sin saludar, de cansados que venían. El cuarto era un cazador del pueblo, Mariano el Boqui, que se distinguía de los de la ciudad por su atuendo, que era un traje oscuro de pana, y por su aspecto recio y, desde luego, por parecer mucho menos cansado que sus compañeros de caza de la ciudad.
-¿Qué? ¿Cómo ha ido la caza? –dijo la tía Peseta.
Los de la ciudad ni se molestaron en contestar, como si el cansancio les hubiera producido sordera, pero Mariano el Boqui torció el gesto y, mirando de soslayo a sus derrengados compañeros, dijo:
-No muy bien.
-Entiendo, pero no se preocupen que, por lo menos, van a merendar en condiciones, que ya les tengo lista la comida que encargaron –dijo la tabernera, dirigiéndose a los de la ciudad.
Mientras la hacendosa mesonera servía la merienda a los cazadores, a Gregorio el Mondacimas le quedó claro que al Boqui no le gustaban aquellos tipos, ni le parecían gente avezada en los trajines de la caza y que, por eso, fue tan escueto en su contestación.
Aunque en el Boqui era cosa rara que hablara poco pues, no en vano, su apodo venía de “Boquita”, por lo mucho que le gustaba criticar y chulearse, alardeando de su habilidad y experiencia en todo lo relacionado con la caza, en particular, y las mujeres en general. Y, también, por tirarse faroles muy a menudo o por exagerar el número de piezas que había traído. Pero se ve que, aquella tarde, el Boqui no quería menospreciar a los cazadores de la ciudad ya que éstos le habían pagado para que les acompañara, les enseñara el término y les orientara en las querencias de los animales. Y es que el Boqui conocía bien el campo, pues uno de sus trabajos era hacer de guarda jurado en la finca que, en el término de aquel pueblo, tenía la Marquesa de Picos Pardos, la cual, de vez en cuando, venía con su coche y su servidumbre desde Madrid.
Sin embargo, después de tomar unos vinos, y ya mediada la merienda, uno de los cazadores foráneos dijo, dirigiéndose al Boqui:
-Lo de esa liebre no me lo explico. A mis dos galgos no se les va una y esa, sin embargo, les ha burlado dos veces y les ha despistado totalmente. Todavía no me lo creo. Esa liebre no es normal, corre como una exhalación.
-Es que esa liebre no es como las rabonas tontuzas que cogen tus perros en terreno llano –dijo el Boqui que, animado por el vino, empezó a hacer honor a su apodo.
-¿Cómo que no? ¿Qué tiene de especial esa liebre? –dijo el aludido un poco escamado.
-No lo es, no es igual a otras liebres. Esa liebre es un matacán. Y, si acaso, sólo la matará el plomo y a traición. A esa no hay galgo ni lebrel que la agarre. Ya te lo digo yo – remachó el Boqui, con un puntito y medio de chulería.
-Y, ¿qué demonios es eso de un matacán? –dijo el otro como un párvulo.
-Una liebre especialmente escurridiza que ya ha burlado muchas veces a los perros y que se las sabe todas y, además, se conoce perfectamente los terrenos de aquí y también todos los perdederos por donde escaparse. En resumen, una liebre que no se deja coger por señoritos ni por los perros de los señoritos –insistió el Boqui, cada vez más crecido.
-Y, ¿cómo no la ha matado nadie con la escopeta? –siguió el de fuera.
-Porque tampoco se deja acercar y, si acaso se deja, se aplasta de tal modo en los jarales más profundos o en los aliagares más densos o en los estepares más espesos, de manera que no hay perro que la haga saltar o, si por fin salta, salta lejos, siempre fuera de tiro o totalmente tapada por la fusca. Y eso es así porque ya ha escapado muchas veces de todos los peligros y es un animal que no se deja sorprender y que sabe latín y no lo habla porque no quiere, ¿te enteras, pardillo? –contestó el Boqui con toda la altanería que se le escapaba de sus adentros.
-Ya será menos. No hay liebres tan listas –dijo el otro, un poco mosqueado.
-Pues ya lo habéis visto vosotros mismos, ni tus perros ni las escopetas de tus compañeros han servido para hacerse con ella. Pero, si queréis quedaros mañana e intentarlo,  os vuelvo a acompañar y lo haré gratis si sois capaces de cazarla. Fijaos hasta dónde llega mi seguridad. Que me parece a mí que mucha facha tenéis, pero sois cazadores de caminos –les retó el Boqui con mucho retintín y mucha sorna.
-Después de la paliza que nos hemos dado hoy, no nos quedamos ni locos y menos para matar a ese pedazo de piel con patas que, en lugar de correr, parece que vuela planeando a ras del suelo. Seguro que sólo tiene nervios, pellejo y una carne más dura que tu negro cogote –dijo el otro, con guasa, regodeándose con las sonrisas de sus compañeros de ciudad.
-Sí, pero es más lista que vosotros tres juntos. Y después de venir con esas escopetas tan caras, esa munición extranjera y esos galgos de pura raza y tanto pedigrí y tanta mandanga, os vais con el rabo entre las piernas,  los perros y los amos. Así que no despreciéis tanto lo que no habéis sido capaces de cazar- dijo burlón el Boqui haciendo alarde de su superioridad ante aquellos pisaverdes.
-¿Ah, sí? ¿Y por qué no la has cazado tú que estás aquí y que tanto sabes de ese dichoso matacán? Porque parece que le conoces como si fuera de tu familia –le devolvió el forastero el reto y el menosprecio al Boqui, entre las nuevas risas de sus compañeros.
El Boqui, entonces, apuró el vaso de vino, sacó la petaca, lió un pitillo con mucha chulería, se lo llevó a los labios, lo encendió y, exhalando el humo de la primera bocanada, adoptó su aire más chulo. Luego, mirándoles con arrogancia y descaro, dijo:
-Porque yo soy un cazador de altura y no un bambarria ni un barzoneador. A mí lo que me va es la perdiz, el pelo lo mato por encargo o lo dejo para los que queréis hacer carne. Yo soy un cazador de verdad, de los que se fajan con el esfuerzo y la persecución verdadera, que es la de la perdiz. Si yo quisiera matar a ese asqueroso matacán, mañana estaría muerto. Pero yo soy un tío elegante que no se dedica a cosas fáciles ni desperdicia un cartucho con ese tipo de bichos.
Y el Boqui habló balanceándose sobre las piernas, mientras la vanidad le reventaba las costuras de la camisa y la comisura de los labios, y dejaba bien claro al auditorio que su carácter no tenía ninguna tendencia a la humildad franciscana.

01 septiembre 2015

Historia del matacán.- Segunda parte

La historia que voy a contaros es la historia del matacán.
He de reconocer que yo, cuando oí por primera vez esta palabra, no sabía lo que significaba. Pero, como puse mucha atención a las palabras del tío Mondacimas, que fue quien me contó todo esto hace muchos años, pronto supe de lo que se trataba y además, durante todo el relato, tuve ocasión de enterarme de lo que significaban muchas otras de las palabras que Gregorio el Mondacimas pronunció durante su narración.
Y es que la gente de los pueblos sabía y sabe muchas palabras que los de las ciudades desconocen pero que son palabras verdaderas y que, si alguien duda de ellas, puede mirar en los diccionarios y las encontrará. A mí, al principio, me parecían palabras raras pero, luego, me di cuenta de que eran, casi todas, palabras muy bonitas que casi nadie se sabe en las ciudades.
El tío Mondacimas era cazador en sus ratos libres. Él se llamaba Gregorio, pero todos le llamaban el Mondacimas porque solía subir a los cerros oteros dándoles vueltas en espiral, como el que pela o monda una manzana con un cuchillo. Cuando iba de caza solía llevar su escopeta de dos cañones y una perrilla pequeña, negra con una sola manchita blanca en el pecho. La perra, de orejas puntiagudas con la punta doblada y ojos brillantes y muy negros, se llamaba Fa y, para más señas, era garabita. Lo de garabita no lo entendí al principio, pero enseguida me enteré de que la palabra quería decir que la perra no era de pura raza, sino de raza desconocida o de mezcla de varias razas, o sea, que era una perra mestiza,  pero a mí la palabra garabita me parecía, sin comparación, mucho más bonita. Lo de Fa, el nombre que Gregorio le puso, venía de que, de cachorra, la encontró abandonada en el campo, tiritando de frío y muerta de hambre. Como la perrilla estaba famélica, el Mondacimas se la llevó a su casa, le dio de comer y la cuidó pero, como famélica era un nombre muy largo para una perra, decidió llamarle solamente Fa.
La Fa era una perra muy lista, ágil, rápida y espabilada, como si, de las muchas razas de las que procedía, hubiera heredado lo mejor de cada una. El tío Mondacimas no habría cambiado a su perra Fa por ningún perro de pura raza, por fuerte y elegante que pareciera y por mucho pedigrí que tuviera.
Gregorio el Mondacimas era de un pueblo, como ya os habréis imaginado, que se llamaba Chorrón del Muedo. Y digo que se llamaba, porque el Gobierno, a instancias de las bienintencionadas autoridades provinciales, decidió cambiarle el nombre por el de Santa María de la Fe. Pero, a los del pueblo, les dio igual porque ellos seguían diciendo que eran del Chorrón o, los más condescendientes, de Santa María del Chorrón, con lo cual, el nuevo nombre, no trajo sino más polémicas.