20 noviembre 2015

El libro del extraño adiós: Capítulo XIII y fin del cuento

Sin apenas haberse recuperado del efecto que en su sensibilidad causó este primer artículo. El muchacho leyó vorazmente el segundo. Éste se titulaba:
O CARRASCO, el verdugo arbitrario.
Y decía lo siguiente:
Estimados lectores, de todos es conocida mi acendrada defensa de estos ejecutores de la ley a los que antes, con crueldad malsana y gratuita, llamaban verdugos.
Pues bien, hace algunos años que esta Audiencia Provincial de Orense carecía de ejecutor. Simplemente no era necesario por no haber condenas capitales que justificasen un dispendio en tal funcionario.
Desgraciadamente, por los hechos que ustedes conocen y fundamentalmente el nefasto avance del terror anarquista en nuestra patria, estos funcionarios han vuelto a hacerse imprescindibles, esenciales para cualquiera que respete el derecho a la vida.
Pero hoy no voy a hablarles en general. Deseo exponerles un caso concreto del que he sido testigo excepcional y que muestra hasta qué punto es peligroso el libre albedrío cuando se empeña en actuar contra natura.
Este verano convocó la Audiencia un concurso para ocupar la plaza de ejecutor en esta ciudad. Entre los candidatos que se presentaron, y una vez revisados objetivamente sus expedientes, resolvió la Audiencia conceder la plaza a Breixo Rafá, también conocido como O Carrasco. El individuo procedía de la zona de Tras-os-Montes y tenía referencias de las autoridades lusas de Bragança y también cédula que le acreditaba como médico que moró en Coimbra y con edad madura de casi 50 años.
Las ponderadas razones que consideró la Audiencia para su nombramiento fueron estas, a saber:
·       Ser persona procedente de Portugal y, por tanto, desconocida aquí. Lo que aseguraba su falta de lazos afectivos, conocimientos o amistades en esta provincia. No es baladí el hecho de librar al ejecutor de ajusticiar a amigos y parientes y buscarse así malos quereres en el seno de la propia familia y allegados.
·       Ser persona de condición asocial por carecer de familia, fortuna y vivir de modo errante. El anonimato cuadra mejor con la ceguera que a la Ley conviene.
·       Ser sus conocimientos médicos idóneos para el nuevo carácter vocacional, pero profesional, que se le quiere dar a la carrera emergente de Ministro Ejecutor.
·       Ser de excelente salud y fortaleza, así como de ánimo templado y con la madurez necesaria para el desempeño de tan discreta como noble tarea.
·       Tener experiencia en el oficio, avalada por certificaciones de las autoridades de Bragança e, incluso, por su mismo remoquete familiar: “O Carrasco”, que en la dulce lengua hermana portuguesa significa: El Verdugo. Y, para evitar suspicacias,  aseguro que no hay constancia de que dicho apodo se le adjudicara, como a algunos otros galenos, por su praxis médica.
Pues bien, tomó posesión este sujeto y se le dio albergue en la Prisión Provincial que me honro en dirigir. He de reconocer que, por sus dotes de hombre sereno y cultivado, se ganó la confianza de todos los funcionarios y especialmente la mía. Llegué a pensar, y no me duele el admitirlo, que me encontraba ante el paradigma del ejecutor con el que siempre soñé para la moderna administración de la justicia.
La víspera del día 23 de octubre, día de su primera actuación, se le permitió ocupar, como es costumbre, una celda junto a las de los cinco condenados que había de agarrotar al día siguiente. Pidió hablar con cada uno de ellos, como tampoco es infrecuente entre los ejecutores de la ley. Y esgrimió para ello dos razones: la primera, que, en su calidad de cristiano, deseaba aliviar las conciencias de los reos, y la suya propia, pidiéndoles perdón por lo que había de hacerles y, al tiempo, escuchar sus últimas confidencias para, en lo posible, liberarles de sus postreras angustias; la segunda, que, en su calidad de médico, deseaba administrarles un tranquilizante para que aquella, su última noche, pudieran conciliar el sueño y llegar enteros y lúcidos al trascendental paso de entregar sus vidas.
Ambas cosas me parecieron de una gran humanidad y, orgulloso del nuevo funcionario cuyas ideas sobre el servicio de ejecutor coincidían tan plenamente con las mías, otorgué mi venia sin dudarlo.
Dedicó a su humanitario cometido el tiempo que precisó y luego volvió, en total recogimiento, a su celda. Y todos los funcionarios tuvimos una noche inusualmente sosegada. ¡Qué orgullo sentí en aquella serena madrugada!, ¡ni una voz de angustia, ni un grito intempestivo! Al fin veía dignificada la figura del ejecutor, encarnada en un hombre que iba a administrar la muerte con sana piedad, con verdadero sentimiento cristiano, con la mayor humanidad. En las manos de aquel hombre la ejecución de una sentencia parecía talmente un sacramento.
Llegada la hora de las ejecuciones nos llegó la sorpresa. El Ministro Ejecutor había desaparecido y los reos yacían todos en sus catres en la relajada postura del que duerme bajo el calor tibio de su manta. Pero todos ellos estaban muertos y los jergones empapados con su sangre. Al parecer, el alevoso ejecutor les dio un potente sedante y, una vez inconscientes, les hizo a todos cortes de bisturí en los vasos sanguíneos más eficaces para la hemorragia y más ocultos para la vista de los funcionarios. Así, sin ninguna apariencia de violencia y sin haber dado un ruido en la noche, todos se desangraron tan impune como mansamente durante el sueño.
Por mi experiencia en prisiones he conocido ejecutores muy variopintos pero nunca me había encontrado con un ejecutor al que calificaré de asesino arbitrario. ¡Qué oprobio, qué vergüenza, qué sindiós bajo los cielos !
Ninguna persona tiene derecho a matar por su cuenta. Es la delegación del Estado en el ejecutor la que ennoblece su trabajo, la que lo dignifica y la que le da una trascendencia que le convierte en un vicario del Altísimo, único dueño y señor de nuestras vidas.
El crimen de Breixo era aún más execrable que los de aquellos a los que había de ejecutar, pues les mató con gran alevosía tras sedarles, sin respetar su derecho inalienable a enfrentarse limpiamente con la muerte, a percibir que era la sociedad quien les ejecutaba por mano delegada. Este hombre conculcó todos los principios del orden al que había jurado fidelidad. No conocí nunca un hecho de mayor vileza no sólo para los reos, sino para el fin último de la Justicia. Un hecho, en resumen, de total desprecio hacia la vida.
Exasperado por estos hechos y sintiéndome especial y personalmente defraudado y, además, concernido por mi condición de celoso funcionario, colaboré estrechamente con la policía en la localización y detención de ese verdugo usurpador e indigno que apostató de su ministerio y se tomó la justicia por su mano.
Tras unos pocos días de indagaciones, lo localizamos en una venta camino de Portugal. Conociendo la psicología de estos asesinos, enseguida intuí que no se entregaría. Así fue, intentó escapar a las bravas a uña de caballo. Fue inútil darle el alto y disparamos. Y, sin rubor, confieso que, si alguna de mis balas le alcanzó, nunca la di por mejor empleada, pues ningún hombre puede arrogarse el derecho de matar al prójimo a su antojo.
El cadáver de Breixo no recibió cristiana sepultura pues, su crimen, era un crimen contra la naturaleza de su oficio, un oficio cuyo elevado ministerio traicionó. Su comportamiento arrastró el mayor anatema social en el sistema penitenciario y en el gremio.
Sólo falta que la anarquía llegue también a los patíbulos, que la administración del castigo supremo dependa de la arbitraria voluntad de un funcionario que decide matar al buen tuntún y con sospechosos afanes de una bondad inaceptable y perniciosa. Y, defendiendo siempre la figura del ejecutor, he de proclamar a los cuatro vientos: ¡Dios nos libre de los autodidactas de la muerte! Siempre estaremos en su contra.
Diosdado Pexegueiro Teimoy
Director de la Prisión Provincial

Y, tras leer estos artículos, quedó aún más confusa la mente del muchacho. Y, al contrario de lo que se dice en los mil cuentos que acaban felizmente, no tuvo la certeza de que sus bisabuelos, huyendo de este país, llegaran alguna vez al de Jauja. Pero lo deseó.


FIN

16 noviembre 2015

El libro del extraño adiós: Capítulo XII

Al abrir el sobre, con la mayor delicadeza, descubrió dos recortes con sendos artículos de periódico. Cansado ya de tanto recorte, el muchacho se desanimó pensando que nada nuevo aportarían. Pero, al mirarlos con atención, descubrió que estaban firmados por aquel don Diosdado Pexegueiro Teimoy. Parecían de algún periódico gallego pero, al estar recortados, sólo supo las fechas, ambas de finales de 1894, pues la tijera había hurtado el nombre del periódico.
El artículo primero, que era el más largo, se titulaba:
UN PAIS DE JAUJA: Ni Dios ni amo, ni juez ni verdugo.
Leyó con ansiedad su contenido:
Estimados conciudadanos, la modernidad nos acerca a los albores del siglo XX. Quedan muy lejos, incluso en nuestra amada Galicia, aquellas ideas ancestrales que sobre los ejecutores se tuvieron. Hoy sabemos que eran un cúmulo de supercherías no sólo propias del Antiguo Régimen sino del mismo Medioevo.
Durante años de atraso y oscuridad los ejecutores últimos de la justicia fueron llamados verdugos. Esa palabra, que aún hoy pocos pronuncian sin un escalofrío, designaba a unos hombres tenidos por profesionales de la muerte. De ellos se decía que tenían oscuras relaciones con el Más Allá. Algunos sostenían que esos hombres eran poseedores de toda suerte de facultades extraordinarias, arcanas, sobrehumanas y portentosas que les permitían deambular entre la sutil línea que separa la vida de la muerte.
Se hablaba incluso de que de que los instrumentos de ejecución poseían, una vez usados para administrar la muerte, un sinfín de propiedades mágicas. Contaban, por ejemplo, que los corbatines del garrote vil, tras varias ejecuciones, eran capaces de emitir sonidos, de flotar en el aire, de buscar a los enemigos personales del verdugo y ejecutarlos por el sólo deseo de éste. Y no digamos nada de las sogas, de las espadas, de los puñales o de las hachas, instrumentos rodeados de superchería.
Eso, por no hablar de los restos mortales, nunca mejor dicho, de los ajusticiados que muchos conservaban con tanta unción como si fueran reliquias del Señor o de los Santos Mártires y otros gloriosos ejecutados. Con su sebo se podían hacer velas milagrosas, con bebedizos elaborados con su sangre, remedios para la tuberculosis e iguales o superiores cualidades tenían el semen de los reos, sus dedos o manos momificadas y, en general, cualquiera de sus restos. Todo bañado en una santería negra que confería, a los macabros relicarios, poderes sobrehumanos, curativos o hechizadores.
Y todas estas cosas, indudables en el pasado, daban del verdugo una visión demoníaca, le concedían un halo legendario que, al exceder los poderes de este mundo, le convertían en un mago ajeno a las leyes del espacio y el tiempo.
De todo esto los avispados se lucraron aprovechándose de la candidez de la gente buena, pero iletrada, que creía en estos atavismos.
Así, repito, estos ejecutores de la ley pasaron a ser una clase social de categoría ínfima y la palabra verdugo era una palabra de desprecio sólo equiparable a la de criminal. O, si cabe, peor aún, pues incluso habían de tener oculto su oficio ante los propios hijos y vecinos para evitar su rechazo y su espanto, amén de su desprecio. Así de abominable era el cargo de verdugo.
Pero, señores míos, hoy presenciamos consternados el rebrote vertiginoso de las actividades anarquistas en este fin de siglo y, cuando ya nos vemos en los albores del siglo XX, volvemos a espantarnos con la barbarie ciega que se desata. Recuerden ustedes el atentado anarquista del Liceo de Barcelona el año pasado, aquellos veinte muertos y más de cien heridos, todos inocentes. Pero no sólo es arbitrario el crimen, cuando de propagar el anarquismo se trata, sino que también éste busca objetivos más precisos, objetivos que atentan contra el mismísimo corazón de la nación que es el ejército. El pasado año también atentaron contra el General Martínez Campos.
Y cuando ese siglo XX, ese siglo que soñamos estable, ese siglo en el que todos depositamos nuestras ilusiones de paz, prosperidad y entendimiento universal, se acerca, nos sentimos de nuevo anonadados ante el brutal coletazo de la bestia.
Y para constatar esta abominación, por desgracia, no necesitamos salir de nuestra tierra. En ella ya ha arraigado la sierpe, ya se mueve impunemente por La Coruña la organización anarquista “Ni Dios ni amo”, ya circula su perverso panfleto entre nosotros disfrazado de periódico pirata: “El Corsario”. Ya eclosionan las ovas del basilisco en el propio lar de nuestros ancestros, en el corazón de nuestra querida Galicia. ¡Dios y El Santo la guarden!
Pero, señores, esta sociedad está reaccionando, esta sociedad resucita y, aunque tardíamente, comprende hoy mejor que nunca que la pena de muerte es la única salvaguardia para su seguridad, que la pena capital es la garantía de su bienestar y de su orden, que las ejecuciones son un acto de valentía numantina ante las fuerzas sin escrúpulos que la amenazan sin respeto a principios ni vidas. Esta sociedad está aún a tiempo, y lo está haciendo, de vencer su propia hipocresía. No podemos querer la paz y no arrancar de cuajo a quienes la perturban, no podemos aborrecer el crimen y espantarnos del castigo al criminal, no podemos aspirar al escarmiento de los culpables y abominar de quienes lo ejecutan.
Los ejecutores de la ley, sus últimos ministros, en suma, no pueden ser considerados fieras, ni indeseables, porque son, en definitiva, los que avalan todas nuestras garantías sociales. Son los defensores de nuestra civilización, los adalides que defienden en vanguardia todos esos ideales a los que aspiramos las personas de bien: orden y libertad. Y ninguno de nosotros puede, sin avergonzarse, romper la sana vocación de aquéllos que, en nombre de los tribunales, ejecutan sin titubear sus sentencias justas y ejemplares.
Admito los escrúpulos de quienes se espantan ante las ejecuciones. Sería insensible si no les comprendiera. Pero, señores míos, el cadalso es un circo moral en el que se representa, para ejemplo de todos, la victoria del bien sobre el mal, la de la virtud sobre el vicio, la de la honradez sobre la corrupción. Las ejecuciones capitales son una proyección del brazo de Dios entre nosotros para preservar las más elementales leyes naturales. Y la principal de ellas es: “No matarás”.
Pero sí, estoy de acuerdo con los escrupulosos. Verbigracia, un ahorcamiento, como Dios manda, obliga al verdugo a trepar por el cadalso y ponerse a horcajadas sobre los hombros del ejecutado y, además, cabalgarlo reciamente para que el reo tenga una muerte rápida y digna. O, al menos, se ha de tener la caridad de colgarse de sus piernas para ayudarle a un rápido tránsito. Esto, siendo altruista y generoso, no es agradable, lo reconozco. Aunque la horca, es de justicia reconocerlo, mejoró mucho con el escotillón, aunque la obra de carpintería encareciese el coste del patíbulo a costa de mermar el monte del erario público.
La decapitación con espada o con hacha requería una especial delicadeza, habilidad y fuerza, para que la testa del penado rodara limpiamente de un solo golpe y aquello no se convirtiese en un espectáculo carnicero de un sañudo aizcolari sacando virutas sanguinolentas de los cuellos. Y del desmembramiento, para no ser escatológico, prefiero no hablar, pues me hago cargo de que hay algunas señoras que, hoy en día, ya leen los periódicos.
Por otro lado, un ejecutor sin verdadera vocación, incapaz, descuidado, poco profesional o en malas condiciones físicas podría deslucir con su mala praxis el verdadero objetivo ejemplarizante del castigo, malograr el necesario ambiente de seria sobriedad y convertir aquello en un espectáculo bochornoso propio de cosos de tercera, donde algunos toreros, más siniestros que diestros, necesitan una veintena de intentos para descabellar.
Así que comprendo bien a los que contra todas estas cosas se rebelan. A nuestra humanidad, a la de todos, repugna el verlas.
Sin embargo, a quienes así piensan, quiero hacerles ver que la pena capital se ha humanizado. Se ha vuelto más limpia, rápida y aséptica. Y, sin llegar al extremo de proclamar con nuestro gran Quevedo: “Verdugo era, si va a decir la verdad, pero un águila en el oficio; vérsele hacer daba gana a uno de dejarse ahorcar”, la ejecución moderna ha derivado a ser casi independiente de la maestría del ejecutor.
Primeramente, la tecnología sustituye hoy a la antigua maña y destreza y se tiene la tendencia a que sea un instrumento, y no un hombre, el que acabe con la vida del reo. Y, en segundo lugar, hoy se seleccionan hombres con más preparación: militares, médicos, maestros e, incluso, hasta abogados, gentes que, al no carecer de oficio, se presentan al de ejecutor por verdadera vocación e íntimo convencimiento, comprendiendo bien la trascendencia del cargo. Yo diría que, incluso, van a él guiados por una verdadera filantropía.
Ya esta devoción por la perfección técnica y la profesionalidad,  por la rapidez y la seguridad, amén de por el ejercicio de la clemencia y del cristiano amor al prójimo, hizo que nuestro piadoso rey Don Fernando VII sustituyera la horca, o los otros medios, por la moderna y limpia tecnología del garrote vil. Así don Fernando afrontó el problema acertadamente y lo ordenó, mediante decreto, el 24 de abril de 1832 con motivo del cumpleaños de la reina, adelantándose así, como tenía por costumbre, a los anhelos del pueblo justiciero pero, a la par, compasivo y humano.
Aún así, quedan aún acérrimos partidarios de su abolición. ¡Qué difícil es, empero, aceptar las decisiones de quienes nos gobiernan, por justas y acertadas que éstas sean!
Por otro lado, las ejecuciones se ofician ya intramuros de las prisiones y no en las plazas públicas, como ocurría hace poco. Otro detalle más que contribuye a que el reo entregue su vida en un ambiente recoleto y agradable, sin tener que escuchar en sus últimos minutos la inevitable algarabía que disipa la necesaria concentración en trance tan supremo. Y la ejecución cobra así una intimidad más propia de la callada oración que del jaranero espectáculo.
Así que, señores, reivindiquemos la figura del verdugo pero démosle el nombre que hoy merece por su profesionalidad, su vocación y su nivel técnico: Ministro Ejecutor, Brazo del Altísimo, Ángel Justiciero.
Pero, sobre todo, exhorto a los escrupulosos a que espanten sus reparos recordando que no vivimos en el País de Jauja que todos anhelamos.
D. Diosdado Pexegueiro Teimoy
Director de la Prisión Provincial.

14 noviembre 2015

El libro del extraño adiós: Capítulo XI

El muchacho pasó varios días revisando, hambriento de curiosidad, las escrituras y los recortes de periódicos que guardó el abuelo Rafafá. Muchos eran artículos fantasiosos sobre supuestos hechos mágicos o sobre todos esos países que el enano, el Maestro Corporín, metió al abuelo en la cabeza.
Y mucha mella debieron hacer en Rafafá las palabras del pequeño comediante pues, a tenor del número de recortes, se pasó buscando hasta el fin de sus días noticias de aquellos países fantásticos que Corporín le había mencionado.
Los papeluchos que guardó el abuelo atestaban la maleta. Al principio, el muchacho, los revisó con avidez. Después se serenó y, a lo largo de varios días, los leyó y los releyó en una búsqueda tan angustiosa como vana. Hubiera sido su ilusión encontrar alguna explicación o, al menos, alguna relación o indicio que le llevara a fraguarse una conjetura razonable sobre aquella desaparición.
Sin embargo, tras dejarse los ojos en la lectura de aquellas letras casi siempre diminutas, medio borrosas a veces y, en general,  todas desvaídas por la humedad y por el tiempo, nada sacó en limpio. Y solamente le impresionó la manía que algunos tenían de escribir sobre cualquier cosa y cómo muchos eran capaces de reunir, de leer y aún, seguramente, de creer las ficciones más extravagantes.
Pero, tras leer todo aquello, también se percató de que entre la certeza y la falsedad hay un terreno medio, una tierra de nadie, un ángulo muerto de la realidad, que se conoce con el nombre de incertidumbre. Y muchos de aquellos recortes invitaban a navegar por esas aguas inciertas.
Pero, al tiempo de aventurarse entre esas zonas sombrías, intuyó que las personas, por lo general, no quedaban tranquilas en tales zonas de nadie, que se desasosegaban en esas parcelas en penumbra, en esos parajes sin nombre.
Y así la desaparición de sus bisabuelos, ubicada en ese segmento de la realidad tan poco diáfano, era atribuida por la ciencia médica a lo que de un modo general se llamaban desequilibrios psicológicos, caritativo eufemismo de locura; el poder, que anida en la boca de las autoridades, simplificaba más, y concluía que aquello fue un suicidio en el que los cadáveres no habían sido encontrados; y la religión consideraba aquella ausencia como un reto impío, un acto altanero de soberbia, un sacrílego desafío. Y ciencia, poder y religión aseguraban, para tranquilidad de los hombres, lo que no podían probar.
Valiente método científico, pensó el muchacho.
Para él, aquella desaparición, sólo cabía en el terreno, maravilloso o tétrico, de la incertidumbre. Estaba situada en un espacio vacío de personas pero lleno de tentaciones y espejismos, de suposiciones, acordes con la realidad habitual, que podían ser tan engañosas como la misma fantasía. Un conjunto de hechos y teorías entre los que los humanos nos perdemos. Entre los que no sabemos escoger el camino a seguir porque no estamos preparados para ello. Porque ni nuestro saber ni nuestro aprendizaje nos entrenan para dilucidar ciertos hechos.
Pero comprendió también que atreverse a negar el orden predeterminado fue siempre una forma muy grave de delinquir. Pretender descubrir lo que está oculto es una osadía, un atrevimiento en el que sólo son capaces de emboscarse los que se guían por la brújula loca de lo inseguro, los que cuestionan los cimientos del saber conocido, y se atreven a dudar de lo rotundo de las falsedades y las certezas aprendidas.
Y se quedó perplejo, pensando si no estaría, ahora él, influido por aquellas palabras de Breixo a Rafafá: “Para aprender ciertas cosas, las personas han de estar en disposición de olvidar lo que saben, pues hay conocimientos que no se rigen por la lógica habitual sino por otra oculta.”
Y siguió recapacitando el muchacho sobre las enigmáticas palabras que Breixo utilizó de despedida. Y quiso imaginar que, seguramente, había sido tónica común en las personas más inteligentes el hecho de militar, secretamente, contra el tiempo en el que vivían. Pero aquellas cosas sobre las que indagaron, y tal vez descubrieran, hubieron de dejarlas entre líneas, pues no se acoplaban en absoluto a lo que la ciencia y la cultura de su tiempo estaba dispuesta a asimilar. Y que, por tanto, el silencio era la base del desierto, de ése en el que sólo los aventureros de lo incierto, los verdaderos viajeros, se adentran y aventuran.
Pero, fatigado por sus propias elucubraciones, regresó a los recortes del abuelo. Y, lo cierto, es que no encontró en todos aquellos vetustos papelotes ninguna referencia a Breixo ni a su esposa Ludi, ni nada que pudiera avisar, ni remotamente, de lo que hubiera sido de ellos.
El muchacho estaba exhausto de revisar aquellos trozos amarillentos de periódicos que olían a papel viejo y a polvo. Le dolía el cuello y tenía los ojos rojizos y cansados.
Aburrido, ordenó con paciencia todos los papeles y los guardó de nuevo en la ajada maleta, desengañado ya de encontrar en ellos alguna clave que le sacara de aquella encrucijada.
Se subió a una silla e intentó acoplar aquel gran cabás sobre el armario. Empujó para encajarlo en el altillo pero, errando en el impulso, cayó del alto la maleta al suelo y se arpó por una cantonera. Al bajar de la silla a recogerla vislumbró el muchacho que el fondillo de tela se había abierto por un lado, separándose del cartón. Y asomaba por la ranura el pico de un papel. Abrió más la grieta que se había hecho con el golpe y, con sumo cuidado, extrajo, tirando muy suavemente, el frágil papel que aquel forro ocultaba.
Poco a poco apareció un sobre amarillento y algo sucio. En él, escrito a lápiz, con letra infantil, tosca y desigual, se leían estas palabras: “Encontrado en una colmena de mi padre”.
Lo puso sobre la mesa sin atreverse a abrirlo y ver su contenido. Al parecer eran papeles que Breixo poseyó y ocultó entre la inopinada seguridad de unos panales. ¿Serían la clave de la historia?
No imaginaba el motivo que tuvo Rafafá para guardar aquel sobre tan bien disimulado bajo el fondillo de la rústica maleta. ¿Por qué lo ocultó a todos? ¿Por miedo, por vergüenza, por precaución o, tal vez, por una mezcla extraña de presentimientos?

13 noviembre 2015

El libro del extraño adiós: Capítulo X

El padre notó al muchacho triste y por espantarle la morriña dijo:
-Ya te avisé. Algunas cosas es mejor ignorarlas, sobre todo cuanto atañen a la fama de los de tu sangre y a tu propio origen. Hay espejos que no halagan. Aunque, como vas a comprobar, en esta vieja historia  poco hay de fiable. Pero, tanto te has empeñado, que terminaré de contarte lo que sé:
Al fin, no sé si por fortuna o para mayor desgracia, llegó el informe de la prisión de Orense y, con él, una revelación que nadie esperaba. Decía lo siguiente:
Ante el notable crecimiento del número de sentencias de muerte por causa de los numerosos atentados anarquistas, azote de nuestros días, y también por estar vacante la plaza de ejecutor, se sacó a concurso la dicha plaza con fecha del primero de agosto de 1894.
Estudiadas las peticiones, la Audiencia Provincial de Orense concedió el puesto a Breixo Rafá, conocido como “O Carrasco”, venido de Portugal y procedente de la ciudad de Bragança en los Tras-os-Montes, con cédula que le acreditaba como médico, otrora morador de Coimbra, y con edad de cuarenta y siete años.
Tomó posesión de su plaza el primero de septiembre del mismo año. Y ganó la confianza de los funcionarios de esta prisión y del mismo director por su comportamiento mesurado y su trato afable.
Sin embargo, la madrugada del 23 de octubre del citado año, día en que tenía que actuar por vez primera, agarrotando a cinco condenados, ocurrieron los siguientes hechos:
Se le preparó al ejecutor una celda contigua a la de los reos para que pasara la noche en la Prisión Provincial y preparase sus instrumentos. Valiéndose de su condición entró en la noche a visitar a los dichos reos. Al amanecer los cinco condenados aparecieron desangrados tendidos sobre sus catres. El tal Breixo Rafá había desaparecido. Sin embargo, gracias a la rápida acción del entonces director de la prisión don Diosdado Pexegueiro Teimoy, que se puso en contacto con las autoridades policiales y la Guardia Civil y participó personalmente en su captura, el ejecutor fue localizado a los pocos días. Como quiera que se diera nuevamente a la fuga sin atender al alto que se le dio, fue alcanzado por los disparos de los policías y por los del mismo don Diosdado que quiso participar en su detención al sentirse personalmente defraudado por el abuso que el ejecutor hizo de su confianza y buena fe. El tal Breixo Rafá resultó muerto la Noche de las Ánimas de 1894.
Como se emitiera orden de captura a las Comandancias de la Guardia Civil y ésta, tras su muerte, no se retirase bien por olvido o por considerar que la policía lo habría hecho, lamentamos las molestias que hayamos podido causarles.
Orense a veinte de noviembre de 1925.
-¿Por qué has dicho que por fortuna o para más desgracia? ¿No fue una suerte que eximieran al bisabuelo de ser un asesino? –dijo el muchacho tras escuchar la última parte de la narración de su padre.
-Piensa un poco, hijo. Pasó de ser confundido con un asesino al que, además, se le añadía la profesión de verdugo. Ahora piensa en la cultura de la gente hace cien años, en sus supersticiones, en la extraña desaparición de los bisabuelos, en el oficio de Breixo y saca tus propias conclusiones.
-Pero, si mataron a Breixo en 1894, no podía ser el mismo Breixo que desapareció en 1925. El bisabuelo no pudo ser asesino ni verdugo. Necesariamente se trató de una infame coincidencia.
-Para la justicia sí, pero, ¿y para la gente?, ¿y para la familia?, ¿y para ti, que te has descompuesto al escuchar esta historia?
El muchacho recapacitó por un momento pero, incapaz de adecuarse al pensamiento de los coetáneos de sus bisabuelos, dijo finalmente:
-¿Y sólo quedó el libro en inglés con la despedida?
-El libro estaba en un maletucho donde el abuelo Rafafá guardaba sus recuerdos. Yo lo saqué un día por evocar mis pocos años en la Venta del Carrasco. Lo dejé por ahí y tú topaste con él.
-¿Y qué hay en la maleta?
-Viejas escrituras de la venta y de la casa del tío Pichasanta que acabó heredando mi madre, Fe la Pagana, y algunas joyas baratas, de bisutería, que fueron de ella y que el abuelo Rafafá conservó. Y también bastantes recortes de periódicos que, o bien los clientes ovidaban en la venta o bien los muchos amigos faranduleros del abuelo Rafafá le fueron entregando, puesto que él no dejó de indagar nunca sobre la suerte de sus padres.
-Me gustaría verlo –dijo el chico.
El padre se levantó y al cabo de dos minutos regresó con una pequeña maleta ajada y polvorienta.

11 noviembre 2015

El libro del extraño adiós: Capítulo IX

El padre prosiguió con el relato sin que esta vez el muchacho le acuciara:
-Enseguida se supo en Titencia y en toda la comarca que al tío Carrasco lo buscaba la justicia. Los guardias indagaron entre los clientes de la venta y éstos propalaron de inmediato la noticia.
En aquellos pueblos hubo una conmoción. Todos los que, como amigos, habían salido en su búsqueda unas semanas antes, abjuraban ahora de esa amistad y algunos hasta negaban conocerle. Quienes sabían de sus hechos, como curiel y visionario, se habían guardado hasta entonces de murmurar a las claras, pero, a partir de aquel momento, se sintieron liberados de todo compromiso y soltaron pública y repentinamente las lenguas. Aquello de “A moro muerto, gran lanzada” se cumplió. Y las bocas, tenaces y eficientes demoledoras, comenzaron a ejercer todas las artes erosivas del chichisveo, para las que hombres y mujeres gozamos de gran disposición. La murmuración, el libelo, la calumnia y cualquiera otra prima o hermana de la mentira y todo tipo de invenciones, rencores y malmetimientos salieron a relucir.
Y, de este modo, proliferaron historias un algo exageradas sobre lo que hubo y del todo inventadas sobre lo que no hubo. El equilibrio, entre el respeto público y la prevención privada que guardaban al curiel, se rompió. Y Breixo, de ser un sanador más, pasó repentinamente a ser un bandolero, un nigromante, un brujo, un alquimista, un hechicero, un masón, un sacamantecas, un quiromante, un lobero, un aojador, un amigo de los aquelarres, un adorador, en definitiva, del mismísimo diablo. Y todos profundizaron en la tarea de encontrarle aficiones aún, si cabe, más misteriosas y graves.
De ahí venía su inmutable apariencia, fallaron los lugareños como inapelables jueces, de ahí dimanaba su inalterable resistencia al paso del tiempo.
Y mientras los paisanos hablaban así, muchas madres ponían a los niños la higa para preservarles del mal de ojo y durante mucho tiempo todos evitaron acercarse por el monte y, menos, internarse en él.
El rechazo enseguida alcanzó a Rafafá y a su esposa la Pagana. Muchos les volvieron la cara, en especial a él, convertido de repente en el hijo del monstruo. Y por la venta dejaron de pasar bastantes de los habituales y, no fue eso lo peor, sino que un día en la fachada principal aparecieron pintadas con sangre de vaca estas palabras:
“El bandido Breixo en ventero se mudó
que venteros y bandidos son la misma profesión
tras hechizar a la Ludi por disimular casó.
Como en la tierra sobraban, Satanás se los llevó”
Y Rafafá sintió en su interior la primera de las heridas que en lo sucesivo iba a recibir. Pero la recibió con más pena que ira porque, al contrario que a casi todos los mortales, la Naturaleza no le había concedido el mal don de tener un carácter vengativo.


09 noviembre 2015

El libro del extraño adiós: Capítulo VIII

-¿Había lobos en el monte? –interrumpió el muchacho.
-Por supuesto, por eso nadie se aventuraba a entrar en él si no iba acompañado.
-¿Y qué ocurrió cuando el bisabuelo y la bisabuela desaparecieron?
-Cuando se supo la extraña desaparición de los venteros, se convocó a todos los vecinos de los pueblos del contorno para organizar una gran batida en su búsqueda.
El extenso monte que rodeaba la venta abarcaba varios términos. De modo que los guardias, ayudados por alcaldes y párrocos, distribuyeron aquel segundo día de noviembre a todos los paisanos voluntarios por los distintos parajes:
-Este grupo a Valdesteposo, ese otro a Peñarrubia, aquéllos a los Valondos, esos mozos a los Puntales… –gritaba el cabo.
-Vosotros a la Tasuguera, ésos a los Enechos, aquéllos a los Temblares… a la Marota, a la Enguajarda, al Barranco Grande, a la Rejuela, a los Tajones, a las Hoyas, a los Ojos…- ordenaba el alcalde.
-Estos hombres al Pizorral, ésos al Mojonazo, aquéllos a la Peña Lobera, esos otros al Prao de las Tres Doncellas… –chillaba el ecónomo.
No dejaron montes ni baldíos ni sembrados ni prados ni arroyos ni zona alguna por recorrer. Pero todo fue inútil. Tras tres días de búsqueda ninguno trajo a la Venta del Carrasco noticia de los desaparecidos ni señal alguna de ellos. Y todos se condolieron con Rafafá por una pérdida que ya parecía irreversible. Los venteros no aparecieron y su rastro tampoco.
Y fue desde entonces cuando Rafafá comenzó a enseñar a todos los que recalaban en la venta, y lo siguió haciendo hasta que murió, la despedida manuscrita de su padre y les contaba la brusca desaparición de ambos y les describía sus figuras con la ilusión de que alguno les hubiera visto. A cambio obtenía reflexiones más o menos sensatas, palabras de consuelo, consejos de resignación e, incluso, burlas intempestivas o burdas y hasta impías chanzas.
Pero lo peor ocurrió dos semanas después de la desaparición.
Cuando los guardias aparecieron por la Venta del Carrasco, pensó Rafafá que alguna nueva traían de sus padres o que tal vez éstos habían aparecido. Salió a recibirles con una mezcla de alegría y esperanza reflejada en la cara, pero con el corazón botándole con desazón dentro del pecho. Sin embargo, quedó muy sorprendido, casi consternado, cuando le anunciaron que traían una orden de detención contra Breixo Rafá.
-Pero ustedes saben que desapareció junto con mi madre.
-Ahora creemos que huyó. Perdimos el tiempo buscándoles en el monte. Si su padre resulta ser el Breixo Rafá por el que indagamos, se le busca como autor de varios crímenes –dijo el cabo.
-¿Un criminal mi padre?
-Esperamos un informe del último penal en el que estuvo pero, entre tanto, tiene que acompañarnos al cuartel porque tenemos que levantar acta de todo lo que sepa sobre su padre, o sea, sobre ese tal Breixo Rafá.
Ese día los guardias recogieron los pocos libros de Breixo por si podían dar alguna pista de éste y sólo, apiadados por los ruegos de Rafafá, dejaron el del manuscrito de la despedida.
En el cuartel, los guardias le informaron de que cuando mandaron a la Comandancia el atestado de la muerte de don Diosdado Pexegueiro Teimoy, en el que figuraban como testigos él y su padre, Breixo Rafá, resultó que éste estaba reclamado por la justicia. Se le acusaba de cinco crímenes y se le consideraba desaparecido de la prisión de Orense, donde se le vio por última vez. En un anexo se informaba de que el fallecido, don Diosdado Pexegueiro Teimoy, jubilado en la actualidad, había sido director de dicha prisión por lo que era posible que el mencionado Breixo hubiera tenido alguna relación con su muerte. También les anunciaban que pronto recibirían el informe pedido a la Prisión de Orense con los datos pertinentes.

06 noviembre 2015

El libro del extraño adiós: Capítulo VII

Como el padre volviera a detenerse en su narración con el gesto algo descompuesto, el muchacho espero un momento hasta que, motu proprio, continuó el relato:
-Fue al día siguiente cuando la Guardia Civil apareció en la venta indagando sobre el caballero pues, al parecer, habían encontrado al amanecer su caballo deambulando por la cuneta del camino real y, cerca de él, al jinete sin vida, ya tieso por el rigor de la muerte, y con el cuello partido.
Cuando llegó la pareja de guardias a caballo era casi mediodía y los que pernoctaron en la Venta del Carrasco habían partido. Así que pidieron al tío Carrasco y a su hijo Rafafá que les acompañaran a Titencia para identificar el cadáver hallado.
Llegaron al cuartel los cuatro jinetes. El ventero y su hijo identificaron sin dudar el cuerpo del caballero que la víspera salió despavorido de la venta y, mientras Breixo asentía con su silencio, Rafafá narró lo apresurado y brusco de su marcha. Pero ni los guardias sabían la identidad del finado ni ellos pudieron proporcionarles datos sobre ella.
Estaban a punto de dejar el cuartel, cuando Rafafá dijo:
-Señor cabo, el caballero marchó dejando un pequeño maletín y su gabán en la venta. Acabo de reparar en ello.
Breixo miró a su hijo fríamente pero nada añadió. Y los guardias volvieron con ellos a la venta para recoger las pertenencias del muerto.
El cabo, ante el ventero y su hijo, abrió el pequeño maletín de viaje y, aparte de unas mudas y algún objeto de aseo personal, encontró un revólver cargado y una cédula certificada por la Diputación de Orense en la que se decía que su portador era don Diosdado Pexegueiro Teimoy y que su profesión era la de funcionario público. Por la categoría de la cédula dedujo el cabo que su portador era persona de alta renta y que sería necesario dar parte de los hechos a la Comandancia. Pero esto último no lo dijo, sólo lo pensó, por lo que el abuelo Rafafá sólo llegó a saberlo tiempo después.
Marcharon los guardias con la valija y el gabán de don Diosdado. Y Rafafá, que se tenía por hombre de bien, quedó contento de haber colaborado con la justicia y, más aún, de no tener en su casa el maletín con el arma. Y así se lo dijo a su padre:
-Menos mal que se han llevado las pertenencias de ese hombre. Lo digo sobre todo por el arma y porque además era funcionario –le dijo aliviado a su padre.
-A veces los nombres de las personas son más peligrosos que las armas y, algunas profesiones, peores que la lepra –contestó Breixo.
-¡Qué cosas tiene, padre, ningún nombre puede descerrajarte un tiro en el pecho!, y, ¡golosa idea tiene usted de los funcionarios!
-Claro, hijo, no sé cómo he dicho eso –dijo Breixo mirando a su hijo con mezcla de tristeza e indulgencia.

Anduvo Breixo Rafá muy ocupado ese día y los siguientes que eran los últimos de octubre. Organizó todas las dependencias y los aperos que en la venta había. Hizo cuentas y reunió los dineros que tenía. Clasificó y ordenó, dio vuelta a las colmenas y de todo le puso al tanto a Rafafá. Éste se sorprendió del afán repentino de su padre por tenerlo todo tan organizado y, sobre todo, por la rendición de cuentas que le hizo,  tal y como si estuvieran ante un notario haciendo nómina y memoria de una venta. Pero, como estaba acostumbrado a las cavilaciones y minuciosidades de Breixo, no le dio importancia a aquella especie de repentino arqueo.
Fe la Pagana y Rafafá fueron a Titencia aquel día para hacerse con provisiones y, de paso, saludar al tío Pichasanta y a la madre de Fe. Pero regresaron pronto porque aquella noche era la de las Ánimas y a nadie le gustaba que la oscuridad le pillase en campo abierto.
Cuando llegaron a la venta, la última luz del día se desvanecía por el oeste, pero ya no encontraron en ella a Ludi y a Breixo. El olor de ella aún se sentía en la cocina y el de él no se había esfumado del mostrador de la gran sala. Tampoco había cliente alguno, pero eso no les extrañó por razón de la fecha. Sobre la mesa principal, la más grande, la que estaba frente al hogar encendido, encontraron el libro inglés abierto por la contraportada.
Rafafá y Fe la Pagana pasaron la noche en vela, incrédulos ante el hecho, esperando en vano que Breixo y Ludi aparecieran y deseando que todo aquello sólo fuera una broma y los dos emergieran de la noche negra. Y aunque releyeron muchas veces lo escrito, ninguno de los dos entendía aquel suceso y, mucho menos, podían columbrar sus causas.
Los dos quedaron confinados en un mutuo silencio. Incapaces de creer lo ocurrido. No lloraron de pena pero, en su lugar, un sentimiento de pavor y orfandad se apoderó de ambos. Y, si se puede llamar compañía a los sonidos, sólo sintieron la cercana del aullido del viento sobre la chimenea y, a lo lejos, en lo profundo del monte, la del inusual e intenso ulular de los lobos.

03 noviembre 2015

El libro del extraño adiós: Capítulo VI

El muchacho tras esperar, sin quitar ojo a su padre, le urgió de nuevo a continuar con la historia del bisabuelo:
-¿Continuarás o no?
El padre, que parecía haberse sumido en una ausencia, asintió:
-A la edad de veinte y algunos años Rafafá casó con una muchacha sencilla de Titencia. Se llamaba Fe y era la hija menor de un modesto labrador llamado Pancracio Luengo, al que todos conocían por el tío Pichasanta.
-¿El tío Pichasanta? ¿A qué venía eso? –pregunto el muchacho con extrañeza.
-Venía a que Pancracio tuvo tres hijos y cuatro hijas y todos los hijos terminaron en el seminario y llegaron a curas y, de las hijas, las tres primeras se hicieron monjas y sólo la menor, mi madre, se casó. Así que a Pancracio Luengo le llamaban “Pichasanta” y a tu abuela Fe, única que no abrazó la vida religiosa, apenas se casó con Rafafá y  a pesar de su nombre, le pusieron de mote “La Pagana”. Ya sabes, hijo, el ingenio rural.
El matrimonio se afincó en la venta y, de este modo, quedó ésta mucho mejor atendida por los brazos de padre e hijo, suegra y nuera.
Todo discurría con la normalidad habitual hasta que un día un viejo caballero llegó por el camino real  y, echándosele la noche encima, paró en la venta. Había hecho una larga jornada y, según dijo, iba camino de Burgos.
Mientras le preparaban la cena, el distinguido señor quedó absorto mirando alguno de los pocos libros que en el comedor había. De ordinario nadie los tocaba. Las razones eran varias: una, porque la mayoría de los clientes eran iletrados, como ya te he dicho; otra, porque los libros no estaban escritos en castellano y, la tercera, porque los grabados que tenían eran demasiado truculentos y tétricos. Bueno, en realidad yo no los vi, pero mi padre decía que a él le aterraban y que, ya desde niño, le asustaba mirarlos.
Pero aquel caballero observó los viejos tomos con mucha atención, como si le recordasen algo o los hubiese visto antes. Luego, quedó un rato pensativo. Mientras oscurecía se levantó de su mesa y oteó por la ventana el horizonte enrojecido por el crepúsculo, hasta que reparó en el tío Carrasco trasteando frente a la fachada de la venta. Algo le llamó la atención porque, desde ese momento, no le quitó la vista de encima. Le siguió con los ojos cuando entraba y salía de las cuadras y mientras se afanaba fuera. Al principio observaba rutinariamente, casi con indiferencia, como una persona habituada a esa actividad. Pero, luego de un rato, aumentó su interés hasta tal punto que, poco a poco, se fue centrando tanto en la figura del ventero que parecía obsesionado con ella y se diría que la escudriñaba en todos sus detalles y ademanes.
El caballero que, según observaba a Breixo, parecía alterarse paulatinamente, se apartó de la ventana y retrocedió con paso titubeante hasta la mesa para tomar un sorbo de vino. Pero el hombre estaba tan nervioso que tiró el vaso al intentar cogerlo y, en lugar de hacer intención de recogerlo del suelo, se dejó caer abatido sobre una banqueta, como si todo le fuera ajeno a excepción de sus pensamientos. Los demás clientes repararon en su anómalo comportamiento y le miraron extrañados pues parecía víctima de un mal repentino. Pero antes de que alguno pudiera preguntarle lo que le pasaba, entró en la sala el tío Carrasco.
Cuando el viejo caballero lo vio a la luz, quedó como petrificado al distinguir con nitidez su rostro. Durante unos segundos miró a Breixo Rafá y, decía mi padre, que primeramente quedó atónito, como pasmado, y que, después, una especie de terror se apoderó de él hasta hacerle castañetear los dientes. El pánico hizo que las pupilas se le agrandaran, un sudor repentino le perló la frente y, sin recoger el gabán ni el parco equipaje, ni siguiera el sombrero, salió de estampida de la estancia. Lo hizo llevándose un par de sillas por delante y apartándose ostentosamente de la figura del tío Carrasco, rodeándola en un exagerado semicírculo, a la que con él se cruzó. Y sólo se le oyó decir en su apresurada salida:
-O Carrasco! Non é posible! Non o é!
El ventero, mi padre y la demás concurrencia salieron tras de él, suponiéndole repentinamente enfermo o súbitamente enloquecido, pero sólo le vieron saltar sobre su caballo, con una agilidad más propia del miedo cerval que de su edad, y perderse a todo galope en la maciza oscuridad que acaba de cernirse sobre el campo.
-Parece un loco, ¿dónde va sin claridad a galope tendido? –dijeron unos.
-Seguramente habrá reparado de improviso en algún olvido importante –supusieron otros.
Cuando todos entraron, sólo el tío Carrasco quedó en la puerta y, con los ojos fijos en el lugar en que la noche se tragó al caballero, parecía aún más serio y pensativo que de costumbre.
Sólo Rafafá le observó por una ventana. Le vio taparse los oídos con las manos, cerrar los ojos y, estirando su cuerpo y arqueándolo fuertemente hacia atrás, hacer el gesto de lanzar un grito al cielo. Notó como la cara de Breixo se crispó por el gran esfuerzo de su gesto. Pero no abrió la boca por lo que, si hubo tal grito, nadie pudo oírlo.

02 noviembre 2015

El libro del extraño adiós: Capítulo V

Hubo un silencio que compartieron padre e hijo. Pero el muchacho, acuciado por la curiosidad, pidió nuevamente a su padre que siguiera con su relato.
-Contaban que el aspecto de Breixo Rafá no se alteró con el paso de los años. Los que le veían con frecuencia no se percataron de ello pues, si la costumbre evita que veamos nuestros propios cambios, también impide que notemos la ausencia de ellos en las personas que vemos con frecuencia.
Pero un día cayó por la venta, camino de Titencia, la hija del viejo mesonero Indalecio, cuyo padre ya había muerto y, al hablar con Breixo, se quedó perpleja por encontrarle igual que le había dejado veinte años atrás.
Lo mismo que urracas y córvidos delatan en el campo lo que para todo el mundo pasa desapercibido, los comentarios que aquella mujer hizo en Titencia, sobre la increíble conservación del tío Carrasco, hizo que de repente todos repararan en lo que de continuo habían tenido delante.
Los comentarios se generalizaron: ¿Qué plantas usaría para no envejecer? ¿Serían las mieles, las jaleas, el polen o alguna otra sustancia procedente de las abejas? ¿Qué secreto tenía el ventero? ¿Usaría algún conjuro misterioso?
A la admiración por sus curaciones, al temor a sus predicciones y a la desconfianza que propiciaba la ignorancia sobre su procedencia, se unió entonces la extrañeza de todos, adobada de envidia, de esa mala, por su aparente inmutabilidad. Pero ninguno se atrevió a dar un paso adelante en pos de mayores averiguaciones. Al fin y al cabo, físicamente, las personas pegan un bajón cuando menos se espera. Era cosa sabida.
Pasaron algunos años más. La Venta del Carrasco seguía siendo un boyante negocio.
Rafafá, que no había heredado las dotes sanadoras de su padre, era, sin embargo, un buen mozo capaz de realizar todas las demás tareas y oficios que aquél le enseñó. Todas, excepto las curanderiles que, al parecer, requerían de una inteligencia intuitiva de la que el gañán carecía.
En este momento, el muchacho interrumpió a su padre con una pregunta que desde hacía rato le rebullía en la cabeza:
-¿Cómo es que el bisabuelo no le enseñó al abuelo todo lo que sabía sobre curaciones?
El padre se detuvo un momento. Quedó un minuto pensativo y finalmente, meditando sus palabras, dijo:
-Yo creo que el abuelo Rafafá, o sea, mi padre, por decirlo con finura, destacó más por la llaneza de su bondad que por la agudeza su inteligencia. Él mismo me contó que el bisabuelo Breixo evitó darle explicaciones sobre sus dotes de curandero. E incluso, cuando Rafafá le insistió, por parecerle que las sanaciones eran otra buena fuente de ingresos para la venta, el bisabuelo le dijo que, para aprender ciertas ciencias, las personas tenían que estar en disposición de olvidar todo lo que sabían, pues había conocimientos que no se regían por la lógica habitual sino por otra que estaba oculta. Rafafá se apresuró a responderle que mal podía él olvidar cuanto sabía porque, en tal caso, muy desastrosamente llevaría el negocio. Pero el bisabuelo Breixo le dio la callada por respuesta y Rafafá, que no entendió en absoluto lo que su padre le quiso decir y que además le pareció una tamaña tontería por muy oculta que estuviese, no volvió a insistir.
Rafafá, mi padre, que en paz descanse, era muy trabajador y honrado pero siempre tuvo dificultades para conocer a los demás, pues era incapaz de ir más allá de lo que todo el mundo aparentaba y siempre se fió de las palabras. Por eso creyó, durante toda su vida, que sus padres volverían y jamás quiso abandonar la venta. Yo no sé a qué venía tanta credulidad y tanta fe, pero él afirmaba que en los momentos de más apuro había sentido muy cercana la presencia de sus padres e incluso, sostenía, que en alguna ocasión sólo les hubiera faltado aparecer corporalmente.
Así que Rafafá envejeció en la venta mientras sus hijos, yo entre ellos, la fuimos abandonando para establecernos en ciudades o en otros pueblos grandes y prósperos. Pero, antes de que esto ocurriera, sucedieron muchas otras cosas.