27 enero 2016

La Casa Zarrúa Cap.3

Las empresas, radicadas principalmente en las provincias catalanas y vascas, estaban muy interesadas en los contratos con el ejército y con el gobierno. La reciente experiencia de esas empresas en la Primera Guerra Mundial, y su consiguiente prosperidad, impelían a sus propietarios a no escatimar gastos en gestores que, cerca del frente, obtuvieran contratos por los medios más adecuados, o sea, por cualquier medio.
Quizás estas últimas palabras causen hoy extrañeza, pues el férreo e ineludible control que ejercen los gobiernos sobre los recursos públicos, no permitiría actualmente, ni de lejos, tales prácticas.
Sin embargo, muchos consideraban por entonces que la guerra era la marmita donde se cocían los mejores negocios y todos querían tener cerca del guiso a un cocinero propio.
Fueron años en que todas las grandes compañías pugnaban por obtener contratos de la Alta Comisaría, máxima entidad del Protectorado, que funcionaba como un pequeño gobierno con sus departamentos de Asuntos Indígenas, de Fomento, de Hacienda y de Obras Públicas y, también, ejercía el mando en el Ejército de África por medio de sus tres Comandancias: Ceuta, Melilla y Larache.
Algunos estudiosos, aunque dicen que las cifras de aquella guerra se disfrazaron durante mucho tiempo por prudencia, estiman que, en la fase final del conflicto, se reunieron medio millón de hombres entre españoles y franceses y más de cuarenta escuadrillas de aviones.
Algunos sostienen que los gastos de defensa del gobierno español se multiplicaron por tres y los servicios económicos por seis en los últimos años de aquella guerra.
Pero, aparte de todas estas controversias, los efectivos españoles fueron de decenas de miles de hombres durante esos años. Las necesidades en material ferroviario, de aviación, de radio, de telefonía, de armamento, de enseres, de materiales de construcción, provisiones, textiles… supusieron ingentes cantidades de dinero.
Tras la carnicería de Annual, Monte Arruit y otras menores, se prolongó la guerra durante años y, con ella, las grandes contratas, las obras de todo tipo y las compras masivas de maquinaria. Pero, pese al denuedo con que el Ejército Español combatió su rebelión, resultó que a comienzos de 1925 Abd-el-Krim se había convertido en un gran peligro, no ya sólo para los intereses españoles, sino también para los franceses. El rebelde dominaba el norte de Marruecos a excepción de Ceuta, Melilla, Tánger y Larache. Ante su hostilidad, los franceses comenzaron a temer también por sus posiciones y decidieron intervenir en el conflicto al sentirse cada vez más amenazados por aquel caudillo del Rif. Y todo desembocó, finalmente, en el desembarco de Alhucemas, por parte española, y la invasión del Rif por los franceses desde el sur. Fueron las acciones coordinadas entre los dos ejércitos las que, definitivamente, encerrando a Abd-el-Krim entre dos frentes, le derrotaron y éste terminó por entregarse a los franceses en mayo de 1926 y ser deportado a la isla de Reunión.
Fue en estos años, de 1921 a 1926, cuando el ingeniero Zarrúa desempeñó sus funciones en Marruecos, a caballo entre Melilla y Ceuta. Consiguió grandes contratos para los consorcios a los que representaba y, él personalmente, se lucró con variados tipos de comisiones que, además de su salario, se ingenió, haciendo honor a su oficio, para percibir de militares y civiles, españoles y franceses, cabileños leales o rebeldes y, en general, de todos aquellos que mantuvieron con él alguna relación.
Hoy, tal vez, se diría que sus acciones fueron de una ética dudosa pero, técnica y contablemente, todas ellas fueron impecables y ningún auditor o interventor, civil o militar, fue capaz de encontrar en ellas la menor anormalidad. Cosas, naturalmente, que en el presente serían inviables. Tal es la naturaleza y rigor de las leyes actuales.
Así fue como el joven ingeniero que llegó a Melilla con 26 años, tras un lustro de estancia en el Protectorado, volvió a Algeciras rico, con una fortuna que jamás imaginó reunir cuando llegó con su flamante título y los bolsillos vacíos.
El ingeniero Zarrúa había terminado sus estudios de ingeniería industrial en la Escuela Superior de Bilbao. Se decía que la ingeniería industrial era la más generalista de las ingenierías pues se podía adaptar a cualquier sector empresarial. Zarrúa comprobó, en aquellos años, la veracidad de tal concepto.
Pero, como las épocas de gran prosperidad para las empresas no lo son, a veces, para el común de las personas, aquella guerra también tocó a su fin con la rendición del rebelde Abd-el-Krim. Ni las desgracias ni las dichas son para siempre.

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