04 febrero 2016

La Casa Zarrúa Cap.15

Terminó la Guerra del Rif y quedó asentado el estatus de las empresas empeñadas en la modernización del Protectorado. Los negocios que el ingeniero fraguó en la guerra se consolidaron con la paz y el lucro de las industrias a las que representaba, así como el suyo propio, alcanzaron cotas poco imaginables.
El ingeniero Zarrúa no volvió a saber de Abdel y, a decir verdad, tampoco le necesitó. Abdel se difuminó en la memoria del ingeniero al igual que su pretendida compensación. La paz hacía innecesaria la mediación del bereber y tanto su figura como su ilusoria contrapartida por Malika se desvanecieron y, finalmente, quedaron tan barridas de la mente del ingeniero como aquellos estrambóticos Djinns en los que el bereber creía.
A finales de 1926 Zarrúa abandonó Melilla. Su presencia in situ ya no era necesaria. Lo hizo con el sigilo del zorro que, con el cuerpo retesado de saín, abandona  orondo su raposera.
Todos sus conocidos pensaron que era una ausencia provisional, pero el ingeniero había preparado con tanta calma como secreto su partida definitiva. Personas y entidades, en aquella ciudad, habían sido meros objetos para él, ya para conseguir dinero, influencia o negocios, ya para su placer. Nada personal creía dejar atrás.
Malika, su bella amante, tan ansiada hasta ser conseguida, no fue una excepción. Ni siquiera le dijo adiós. Un día desapareció sin más, sin recoger de la casa del arrabal sus objetos personales.
Se trasladó a la península, su presencia en el Protectorado no se requería. Los beneficios que la paz trajo a sus empresas y, los suyos, estaban garantizados de por vida tanto en el Protectorado como en otros lugares. Invirtió la mayor parte de sus ganancias, atesoradas en la guerra, en acciones de esas mismas industrias.
Cuando desembarcó en Algeciras sintió por las calles algunas coplas populares:

“Ni me lavo ni me peino
ni me pongo la mantilla,
hasta que venga mi novio
de la guerra de Melilla."

"Melilla ya no es Melilla,
Melilla es un matadero
donde van los españoles
a morir como corderos.” 

Había faltado seis años de la península y aquellas coplillas le recordaron que la estancia de algunos en el Rif había sido muy diferente a la suya. Pero el ingeniero nunca vinculó su suerte con la de los desgraciados, del mismo modo que, habitualmente, no se vincula la riqueza de unos pocos con la pobreza de las muchedumbres, habiendo fundadas razones para hacerlo.
Así que Zarrúa regresó rico y sin que su conciencia albergase, como inútil polvo o seca paja, el asomo del menor remordimiento.
Sólo tiempo después, por un jefe militar conocido, llegó a saber que su amante estaba embarazada cuando, repentinamente, la abandonó. Ambos rieron confianzudamente del regalo con que abandonó a la rifeña y bromearon sobre cómo el genio español fecundaba ineludiblemente las salvajes tierras por las que pasaba en su sacrificada labor civilizadora.
Más tarde, cuando Zarrúa ya estaba casado con la hija de un aristócrata andaluz que, como él, aunque a menor escala, había participado en los negocios africanos, llegó a saber también, aunque no le interesaba en absoluto y hubiera preferido ignorarlo, que Malika, la bereber, había muerto.
No pudo evitar que aquel bienintencionado policía le contara los detalles. Al parecer, desesperada y desvalida, se deshizo del hijo que esperaba. La pobre ignorante pretendió que, en aquella ciudad de comadres, no se supiera. Suplicando acogida, volvió con los suyos, pero no fue admitida en su cabila y sí repudiada por su familia.
-Así que aquella zorrita bereber, que fue su amiga, -le dijo con ánimo jocoso el policía -terminó en Tánger como prostituta, ¡qué listo anduvo usted, señor Zarrúa!
Zarrúa trató de cambiar de conversación pero aquel policía, creyendo dar coba al influyente ingeniero, alabó su tacto al deshacerse de su amante. Y, como colofón, añadió que aquellas mujeres eran medio salvajes y que, tras gozarlas temporalmente, lo mejor era alejarse de ellas pues, mismamente, aquella Malika, por las causas que fuera, murió cosida a puñaladas, como si hubiera sido víctima del ritual de un fanático o de un poseso que, al fin, terminó por degollarla.
-¡Qué buen criterio tuvo usted, señor Zarrúa, dejando tan a tiempo esa inicua compañía!
Sólo tras esta frase consiguió que el policía cambiara de tema. Pero, pese a los detalles, el ingeniero no dedicó más de un minuto a pensar en aquella mujer, aquellos recuerdos sólo eran detritus de un mundo que ya había dejado afortunadamente atrás. De aquel ambiente, si acaso, sólo recordaba el placentero ardor de sus noches de pasión con la nativa, sí, ciertamente exótica y salvaje, pero, cuya compañía, habría sido totalmente inadecuada e inaceptable en la verdadera sociedad, aquella a la que Zarrúa siempre perteneció.

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