05 febrero 2016

La Casa Zarrúa Cap.17

Nadie supo si fue una coincidencia o algo premeditado. En junio de 1936, casi diez años después de su marcha del Protectorado, el ingeniero regresó con su familia a Melilla. Dijo a sus sorprendidas amistades que deseaba que doña Currita y las niñas conocieran los lugares donde él, en su dura juventud, hizo fortuna a costa de los muchos desvelos y sacrificios con que se empleó en aquella aciaga campaña del Rif. Y la sociedad de aquella noble villa admiró, una vez más, el didáctico empeño del ingeniero en mostrar a su esposa e hijas, ambas aún muy niñas, el duro yunque donde se fraguaban las fortunas de los hombres de valía y de pro.
En julio del 36 el apoyo al levantamiento militar fue casi generalizado en el Protectorado. En realidad, el ejército de África tenía una potente estructura y organización generada durante años gracias al presupuesto público de la nación que, ni por asomo, quiso relajar sus obligaciones en el norte de África. Y el ingeniero, nadie sabía cómo, estuvo en los momentos cruciales de la rebelión también a su servicio.
Sólo meses después, a finales de septiembre de aquel mismo año, cuando ya las tropas rebeldes habían tomado, o liberado según ellos, aquel altivo pueblo serrano en cuyas inmediaciones tenía el ingeniero su quinta, regresó la familia Zarrúa a su bucólico hogar. Una vez más Zarrúa había sabido estar junto a los futuros vencedores, adalides de la unión, libertad y grandeza de España, en el momento y el lugar adecuados.
Al regresar supo que, desgraciadamente, había habido en la población muertes, asesinatos, luchas e incendios durante la asonada pero, con la llegada y el asentamiento de las tropas sublevadas, todo acabó y las listas de ejecuciones, llevadas a cabo con riguroso orden, sustituyeron a la inicua anarquía inicial de aquella guerra.
Los libertadores quisieron proponerle como alcalde pero el ingeniero rechazó la idea y regresó a su villa de recreo con la protección de un pelotón militar. Y en la quinta, pese a las estrecheces que la guerra impuso a casi todos, siguió recibiendo a la gente bien de la ciudad y agasajándoles como tenía por costumbre, pues las penurias parecían no existir para aquella familia afortunada. Y todos se hacían cruces de la influencia de aquel ingeniero con las nuevas autoridades y se deshacían en elogios de su talento, su valía y su hombría de bien.
Y acabó la guerra civil y las cosas, para los vencedores, fueron aún mejor que antes. Al menos en aquella nobilísima población que hacía cabecera de la serranía.
Cada vez eran más raras las otrora frecuentes, durante la contienda, ausencias del ingeniero. Y cada vez más numerosas las veladas con gente poderosa, militar y civil, que el señor Zarrúa continuaba celebrando en su finca. Y todos habrían jurado que aquel prohombre, doña Currita y sus dos hijas constituían la familia más feliz, caritativa y pródiga que jamás hubieran conocido aquellos lares, tan rancios y altivos, de la sagrada España.

No hay comentarios: