11 febrero 2016

La Casa Zarrúa Cap.20

El ingeniero siempre tuvo por gran virtud la previsión que, en su caso, era la denominación honesta que daba a la más maliciosa de las desconfianzas. Y, del mismo modo que fue osado y temerario cuando le convino en sus negocios, se mostraba cauto y prudente cuanto se trataba de evitar las consecuencias de los mismos.
En el fondo receló, desde el principio, de que el audaz bereber se conformara con aquella callada que le dio por respuesta. Por eso tomó algunas decisiones que, después, los hechos demostraron que habían sido acertadas, si bien no tan efectivas como él supuso.
Nada más acabar aquel verano, el ingeniero había convencido a doña Currita para mandar a la hija mayor a un internado en Inglaterra, so pretexto de que esas instituciones eran las amoladeras más finas donde pulir a las auténticas damitas de la aristocracia. La sugerencia de su marido adobó de vanidad el ego de doña Currita, que aceptó de inmediato una propuesta que, según ella, cuadraba a la perfección con la distinción que, en el futuro, convendría a la noble casta de su hija. Se dijo a sí misma que no había como los ingleses para mantener las distancias entre clases, era de dominio público.
Pero, en realidad, fue Zarrúa tan cauto en cuanto al destino de la muchacha, que, aunque para sus conocidos, la niña fue a estudiar a Inglaterra, en realidad viajó a Cork, en la católica Irlanda, donde Araceli ingresó en un colegio para señoritas distinguidas. Extremo este que sólo conocía con exactitud el ingeniero y, un tanto difusamente su señora, doña Currita, muy versada en heráldica y grandezas de España, pero algo despistadilla en geografía.
A Regina, la hija pequeña, le puso una institutriz que estaba con ella permanentemente.

Unos meses después, la presencia de Abdel Jabbâr en la ciudad lo complicó todo.
La mañana en que Zarrúa vio merodear a aquel jinete por el camino del eremitorio que pasaba junto a su finca, la desazón se apoderó de él. Inmediatamente tomó los prismáticos y no le cupo la menor duda: era Abdel.
Pese a que el jinete no hizo intención de entrar en la finca y pasó la mañana vagando por  aquellos parajes y por el cercano eremitorio, el ingeniero no podía asumir aquel atrevimiento. Y, aunque temía que sus paseos por los Cantos del Duende, si se hacían asiduos, terminaran relacionándole con el jinete, no podía evidenciarse ante las autoridades denunciando aquella presencia indeseada y, menos, entrar en contacto directo con el bereber.
Aquella insolencia era imperdonable. La osadía del bereber no tenía nombre. ¿Hasta dónde pretendía llegar? A aquel rifeño, se dijo para sí el ingeniero, le iba a pesar su decisión. Había llegado demasiado lejos, pero no le daría oportunidad de dar un paso más. No en vano Zarrúa había tenido tiempo de idear una solución para tal eventualidad.
Quizás el enojo del ingeniero le llevó a tomar una decisión que él consideró innocua para su fama y definitiva para concluir con aquel problema. Una decisión que eludía a las autoridades, a los militares de los que Abdel dependía y, sobre todo, que no dejaría ninguna huella de su intervención en la resolución de aquel irritante asunto.
El ingeniero, iniciado en alevosías en la vieja guerra africana y curtido en ellas en la reciente contienda española, era en su madurez un perro viejo, con el alma encallecida, acostumbrado a resolver los problemas más espinosos por vías inesperadas y expeditivas, aquéllas que, para dirimir discretamente ciertas inquinas, solían emplearse en tiempos bélicos.

En la Posada de las Ánimas dijeron cuanto sabían a la policía. Desconocían el motivo por el que aquel hombre llevaba una semana en la ciudad. Sólo sabían que llegó en tren, que hablaba poco y que cada día salía a pasear a caballo por los alrededores. No bebía, no se le conocían amistades en la localidad, no traía mujeres a la posada y no salió ninguna noche excepto la última, tras recibir una nota de un desconocido por la tarde.
Cuando los agentes de la policía recogieron el cadáver, pensaron en un primer momento que se trataba de un simple suicidio y, pese a ulteriores informaciones y pesquisas, no lo descartaron tampoco posteriormente.
Aparte de algún dinero y efectos personales, llevaba encima la tarjeta militar de un tal Abdel Jabbâr que constaba como capitán de Infantería destinado en Ceuta. También encontraron en las ropas del cadáver una nota escueta, escrita a máquina y sin firma, que decía: “Te estaré esperando en un reservado del casino. Solucionaremos nuestro asunto.”
Pero, puestos en contacto con la Comandancia Militar de Ceuta, se les aseguró que dicho oficial no tenía destino allí. Sin embargo, la misma Comandancia, pidió a las autoridades que tomaran las huellas dactilares del cadáver y las enviaran al Servicio de Información del Alto Estado Mayor. Eso hizo pensar a la policía que, aunque la Comandancia no reconocía al fallecido con destino en la misma, sí tenía otras referencias de él. Pero no osaron pedir más detalles porque, entonces, el que la policía hubiese pedido explicaciones al Servicio de Información Militar habría sido un atrevimiento similar a que un monaguillo le pidiera cuentas a un obispo.
Habían sido los primeros viandantes los que aquella mañana, al atravesar el puente sobre el gran tajo que separaba los dos barrios principales de la localidad, localizaron en su seno, casi cien metros por debajo, el manchón sangriento de aquel cuerpo estrellado en las rocas.
No era fiable la documentación hallada en el cadáver. Ninguno de los socios del casino conocía al interfecto, así que no era plausible que hubiese quedado la noche de su muerte con alguno. La policía, aparte del suicidio y sin descartar cualquier otra hipótesis, para no caer en fáciles errores, pensó que el muerto pudo ser objeto de una trampa.
En ese sentido, y no siendo el difunto habitual en el lugar, dedujeron que bien podría tratarse de un ajuste de cuentas entre delincuentes o un asunto del maquis. Pues, en aquel año de 1942, aún había algunas partidas de aquella especie de delincuentes politizados con los que la Guardia Civil no conseguía acabar.
Aquel cadáver fue enterrado en la fosa común y, pasado el tiempo, nada concluyente llegó a saberse sobre su fin.

No hay comentarios: