13 febrero 2016

La Casa Zarrúa Cap.22

La Guardia Civil se hizo cargo del caso. A todas luces parecía un rapto, presumiblemente de aquellos pocos maquis que, aislados, aún se empeñaban en resistirse al nuevo orden. Seguramente, en breve, pedirían un rescate por la niña y el asunto seguiría su cauce normal en esos casos. Más pronto que tarde los que hubieran perpetrado aquella tropelía caerían en manos de la justicia o bajo los fusiles de la Benemérita.
Pero no conseguían entender cómo la electricidad volvió y el teléfono comenzó a funcionar normalmente a las pocas horas, sin que se apreciara avería alguna. Incluso el motor del coche del señor volvió a ronronear apenas intentaron arrancarlo.
Tampoco se encontraron huellas pese a que la evidencia de los mastines degollados demostrara la entrada de personal extraño en la finca.
Los caballos eran los únicos que no se tranquilizaban y con los ojos desencajados se revolvían con frenética locura ante cualquier presencia. El veterinario dijo que nunca había visto animales en tal estado y, tras varios días sin cambios, dictaminó que debían ser sacrificados en las mismas cuadras, so pena de que, en su ciega agresividad, matasen a alguien. La Guardia Civil los abatió.
Por tres veces, en sucesivos días, los miembros del benemérito instituto registraron la finca a fondo sin encontrar nada extraño.
Zarrúa estaba desequilibrado por la desaparición de su hija. Llegó a pensar que su enlace no pagó a la partida por el asesinato del bereber y que, sintiéndose engañados, los miembros de ésta habían tomado aquella venganza.
A los dos días, por toda la comarca, se había extendido el bulo de que eran los maquis, con toda seguridad, los que habían cometido aquel secuestro, persuadidos de la gran riqueza del ingeniero y la posibilidad de obtener un cuantioso rescate.
Para sorpresa de Zarrúa, el sigiloso viajante, que hizo de enlace con la partida, cayó un día inopinadamente por la finca. Parecía un alma errante. Zarrúa, apenas lo tuvo ante él, lo metió de inmediato en la casa y, de un empellón, a su despacho.
Antes de que el ingeniero abriera la boca, el hombre, visiblemente acoquinado, imploró:
-Por favor. Antes de decir o hacer nada, déjeme hablar, señor Zarrúa. Se lo suplico.
-¿Cómo que te deje hablar, pedazo de cabrón, acaso te guardaste el dinero que te di, qué habéis hecho con mi hija, hijo de puta?
-No señor, no ha ocurrido lo que usted se piensa. Pero tampoco lo que usted deseaba.
-Explícate, antes de que te entregue a los guardias o te estrangule yo mismo –amenazó en falso Zarrúa, pero agarrando verdaderamente de las solapas al viajante.
-El dinero que me dio llegó a la partida. Se lo juro. Pero debe usted saber que pagó por nada. Los de la partida no mataron a su hombre. O bien alguien se les adelantó o bien se suicidó. Cogieron su dinero porque su propósito se cumplió y pensaron que, conseguido éste, usted quedaría igualmente conforme. Ahora se acusa a las partidas de haber secuestrado a su hija. Pero, digan lo que digan, ellos no tienen nada que ver. Sólo quieren que esto le quede a usted claro. Le juro que es la verdad.
-Bajo ningún concepto quiero volver a verte por aquí, ¿está claro?
-Están dispuestos a devolverle su dinero, señor Zarrúa.
-Ni por asomo vuelvas, si te veo por aquí, te mato.
El viajante desapareció despavorido, como si quisiera huir de su propia sombra.
Zarrúa quedó aún más preocupado. La perspectiva del secuestro le había dado esperanzas. Ahora la incertidumbre más sombría le atenazaba.

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