19 marzo 2016

La churrería, sábado a primera hora

La lluvia lava las calles vacías sin cargo al presupuesto municipal. Ha caído toda la noche. La luz del cielo pasa lentamente del negro al gris oscuro, sin ninguna abertura, sin matices. Brilla contra el asfalto mojado la claridad de alguna farola, el destello intermitente de los semáforos. Es un alba sin trasnochadores ni madrugadores en la calle. Clarea un sábado.
A las cinco y media abre la churrería. Pero, a esas horas, sólo entran los últimos supervivientes de la noche. Parece un puerto para náufragos que acabaron la juerga a la deriva.  Es el refugio de los que se resisten a abandonar la partida, de los que le piden una prórroga al juego, de los que aún no distinguen la aurora que viene de la noche que se va. Casi todos son jóvenes. Algunos, aturdidos, con las caras desvaídas, como púgiles sonados al borde del fuera de combate, sostienen, apoyados en la barra, el último cubata con desgana; otros, excitados por el alcohol, con la tez colorada, toman café y chupitos de licores mientras brindan ostentosamente, entre unas risas cuya causa sólo ellos conocen. Hay quien ávidamente repara, con la masa churrera o las tostadas, los agujeros que las horas de ayuno y el alcohol hacen en los adentros. Algunas muchachas les acompañan, mientras otras han optado por sentarse a las mesas y posan en el suelo sus pies descalzos, desertores de los zapatos de tacón que se han quitado. Casi todas tienen la cara un poco demacrada, perdido hace horas el falso lustre del maquillaje, y las piernas cansadas. Algunas lucen carreras en las medias y el pelo lacio por la humedad o mojado por la lluvia.
El agua cae fuera por cortinas. Los que hacen intento de salir vuelven a entrar apresuradamente, resoplando y quejándose del aguacero. El único valiente que sale, y aguanta un rato fuera, es para vomitar apoyado en la pared.
Cuatro madrugadores entran bufando y renegando del día. Han salido de un todo terreno verde que aparcó bruscamente junto a la entrada. Van abrigados. Por su vestimenta, en la que predominan los ocres y los verdes, e incluso el camuflaje, son cazadores que salen hacia alguna de las monterías finales de la temporada. Se quejan del temporal y se preguntan si el gancho no se suspenderá.
A los cinco minutos llega otra cuadrilla que sólo por las caras, que no por los atuendos y las quejas, se diferencia de la primera. Se saludan, todos son conocidos. Piden tostadas con jamón y tomate, café con leche casi todos, aunque, algunos, despachan la suya con cerveza. Discuten sobre si subir o no subir al coto, hacen llamadas, gesticulan y, mientras se deciden y cambian opiniones, dan tiempo al tiempo tomando, en hermandad improvisada, unas copas de orujo.
Termina de amanecer. Cesa el jarreo de agua. El día queda neblinoso, con un chirimiri tan fino que parece no mojar pero que, a la larga, empapa.
En un instante, con la ilusión recuperada, pagan los cazadores y salen enseguida esperanzados por la tregua que el día parece dar. Se dirigen diligentes a sus coches y con brillantes arrancadas salen hacia sus cazaderos en una especie de maniobra rápida y disciplinada, casi militar.
Los trasnochadores, sin embargo, van saliendo, más lentamente, con desgana, como si la luz del día, ya definitiva, les ofendiera, por más gris que sea la mañana. Y se despiden del mate de la noche oscura, donde cualquier brillo destaca, y se pierden perezosamente en varias direcciones camino de sus casas, seguramente en busca de la ansiada cama. El día disipa los deseos, los sofoca, y acaba, como siempre, con los efímeros sueños de una noche más.


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