25 julio 2016

El compromiso

Aquella mañana, como tantas otras, salió de su piso apenas despuntaba el alba. El sofocante estío daba un respiro, una única tregua, en aquellas dos o tres horas posteriores al amanecer. Las calles compartían entonces luz y sombra. Los parques conservaban aún la leve frescura que procuró la noche. El tráfico se iniciaba y casi ningún transeúnte había, como no fuese alguien que, apresuradamente, se dirigiera a su trabajo o alguna otra persona que, como él, quisiera apurar con ansia el aire refrescante que regalaba la aurora. La ciudad parecía un reducto acogedor y amigable.
Mientras caminaba, ni apresurada ni lentamente, recreaba su vista en el horizonte de laderas lejanas, aún umbrías, que contrastaban con el primer toque del sol en las planicies que había bajo ellas. El lento avance de la aurora, deshaciéndose, le distraía con su encanto.
Mientras eso sentía, en el parque de Coquín saltaron automáticamente, a su paso, los aspersores que regaban el césped y añadieron el tintineo del agua a la sombra que procuraban los pinos, las arizónicas, las acacias y los cinamomos. Paseaba impregnándose de aquella humedad, casi sintiendo escalofríos pero gozándose en ellos, pues sabía que aquel día, como los anteriores, sería engañoso y, dentro de unas horas, los termómetros rondarían los cuarenta grados. El amigable sol del amanecer, que casi acariciaba, en breve se tornaría en tirano que, con puño de fuego, calentaría asfalto, aire, cemento, tierra y piedras y haría de la ciudad un horno.
Siempre hacía el mismo recorrido. A los tres cuartos de hora llegó, como solía, a la cafetería del Dani. Sólo tuvo que dar los buenos días y al instante tuvo delante el café con churros.
Volvió al paseo. Tomo la avenida que, en diagonal, le llevaba a la parte norte del casco viejo. Fue otra hora de deambular, con el sol a la espalda, por los desiertos bulevares que, tras atravesar el puente del Alamín, le dejaron frente al palacio. Los poderosos Mendoza levantaron aquella obra portentosa hacía más de quinientos años, en la época del descubrimiento. En la sombra tenía una belleza impresionante y tenebrosa que hacía de su ornamentación renacentista un precioso misterio.
Allí comenzaba a ascender la Calle Mayor. Era una larga cuesta, a esas horas totalmente en sombra, que llevaba al caminante a la parte alta, y nueva, de la vieja ciudad.
Fue subiendo la calle cuando sintió el primer aviso. Un rumor de las tripas lo anunció. Pero bueno, aquellos gorgoteos matinales tras el desayuno eran normales. Aunque, sin poderlo evitar, le recordaron los sonidos de cloacas y atarjeas. Por otro lado, cuando llegó al final de la Calle Mayor, pensó que apenas le quedaban diez minutos para llegar a casa.
Pese a algún gasecillo sordo que soltó con prudencia y discrección y que le liberó momentáneamente de esa tensa incomodidad, que provoca la inestabilidad intestinal, siguió pensando que llegaría a casa, le sobraría tiempo. En todo caso, se dijo, siempre le quedaría el bar El Trébol que solía estar abierto a aquellas horas y que le daría lugar donde aliviarse si las tripas anunciaban lo inminente. Todo estaba controlado, él era un tipo prevenido.
Ahora sí que caminaba ligero, buscando la línea más directa, sin entretenerse en observaciones, casi con la premura del que huye de un fuego. El hervor interior soltaba ya más gases de los previstos y decidió entrar en El Trébol y acabar con aquellas emanaciones inquietantes, pues comenzó a temer la inminencia de una feroz erupción en zona sin refugio.
Dobló el chaflán que daba vista al bar. El Trébol tenía el cierre bajado y un cartel que anunciaba día de descanso.
En momentos como ésos, de solitaria desesperación, había que hacer de tripas corazón. Quizás la frase se inventó para momentos tan apurados como aquéllos, se dijo procurando mantener la calma. Aceleró el paso locamente, perdida toda capacidad de observación y recreo. Entre pitidos incívicos, y con un arrojo rayano en lo insensato, se saltó en rojo un semáforo que le dejaba a cinco minutos de su casa. Sudaba ya copiosamente por la aceleración al caminar y por la otra, interna, de las independientes tripas que, en su autonomía natural, no le daban tregua.
Al final de la calle se veía la torre de pisos donde vivía. Era la recta final, la llegada a meta, el ansiado relax, el descanso del terremoto, la evacuación del dique, el suspiro del vencedor tras la batalla.
No supo la razón pero, para vencer aquel tramo, dio en pensar en algo que distrajera su mente, que le hiciera olvidar su obsesión perentoria, pensó en los números de Tesla, el tres, el seis, el nueve. La reducción de todas las sumas de los ángulos de los polígonos regulares inscritos en un círculo al mágico número nueve. Aquel portento misterioso, alejó la atención de su mente de los movimientos musculares de los indisciplinados músculos de fibra lisa de sus tripas. Iba a vencer, la mente mandaba, se imponía al descoordinado instinto, a la loca tendencia natural, a los movimientos peristálticos, al fogoso abdomen dictador, amén de la lujuria, de otras cosas nefandas. Aquello era un triunfo de la razón, un monumento al autocontrol.
Se alegró de no cruzarse con ningún vecino ni conocido pues hasta el hecho de dar los buenos días de pasada se le antojaba una dilación, un retraso inadmisible. Sólo una anciana cruzaba, apoyada en dos muletas, un paso de cebra. Afortunadamente ni siquiera la conocía.
Como velero con el viento de popa sólo miraba la bocana del puerto, la entrada a su cobijo de salvación.
A unos veinte metros de la anciana, que salvaba el bordillo, la señora tropezó con el resalte de la acera. Cayó de bruces. Sin un quejido quedó tendida. De la cabeza le manaba sangre. No se movía.
Él siempre se tuvo por un caballero. Pero, al instante, supo que si se detenía, y más si se agachaba a socorrerla, se iría, paradójicamente, con total seguridad.
Pero, si seguía, si se hacía el loco, si pasaba de todo, aquel oprobio, aunque quedara secreto e impune, le acompañaría de por vida.
¿Qué debe hacer el hombre? ¿Aceptar su destino y asumirlo con todas sus consecuencias, poner cara a los hechos aunque estos le ensucien ante el mundo, dar la cara a la vergüenza y a la denigración más humillante o guardar las apariencias, eludir responsabilidades, salir limpio e indemne y, luego, luchar con su conciencia de por vida?
Eligió lo primero, él era un caballero, un señor. En cuanto se agachó para auxiliarla, sintió la cálida invasión, ayudada de gases, liberarse sin traba e inundar tan pastosa como asquerosamente sus bajos, calar ropa interior y pantalón, deslizarse por las perneras y los muslos hacia abajo. Definitivamente se había ido de vareta.
No llevaba teléfono móvil. Sólo pudo, sudando copiosamente, dar la vuelta a la señora, levantarle la cabeza por la nuca y, viéndola inconsciente, buscar con la mirada una ayuda en la calle desierta.
Cuando un coche paró a su lado al medio minuto, respiró. El conductor dejó el automóvil en mitad de la calle y acudió presuroso junto a ambos.
-¿Qué ha pasado?
-Sólo la he visto caerse –dijo con mucho apuro, con la voz trabada y procurando no moverse.
-Llamaré al 112 –dijo el conductor, mirando al sudoroso viandante que estaba en cuclillas junto a la vieja. Le miraba de un modo muy extraño, miraba al principio sin disimulo, miraba después con descaro. Y la cara del paseante estaba cada vez más cárdena y sudada, sus ojos más perdidos y vidriosos y sus labios más titubeantes.
El paseante, al fin, se levantó, se apoyó vacilante en el tronco de un árbol, sacó un pañuelo y se lo pasó por el rostro. Parecía a punto de desplomarse y el rubor le llegaba a las orejas. La vaharada de tufo se extendió inmediatamente como una mancha de aceite en papel de estraza. Y rompió a sudar aún más cuando oyó al del móvil decir:
-Sí, por favor, vengan cuanto antes. Estoy con una señora herida e inconsciente que he encontrado caída en la calle. Está en compañía de un borracho que se ha hecho encima sus necesidades y que no sé la relación que tiene con la señora o con el accidente.
-Pero, qué dice usted. Yo no… -balbuceó el paseante recién envilecido y denigrado.
-Usted cállese y no se mueva de aquí hasta que llegue la policía. Y, ¿no le da vergüenza? A estas horas y en esas condiciones… ¡Que ya es usted mayorcito para pasarse la noche de marcha!

20 julio 2016

Hacer el odio

Hacer el odio es, con diferencia, mucho más sencillo que hacer el amor. Además, hace muchos años, nadie decía hacer el amor y hoy, aún, nadie dice hacer el odio. Pero, del mismo modo que la expresión “hacer el amor” triunfó sobre otras más explicitas como joder, follar, o con más sentido pecaminoso como fornicar, o con un tufillo animal como copular o con otras más o menos asépticas como intercambio sexual o relación sexual o sobre la muy pacata “conocer” en el sentido bíblico, la expresión “hacer el odio” seguramente triunfará sobre otras expresiones sumamente truculentas que describen los muchos modos de herir o matar a nuestros semejantes en esta sociedad nuestra a la que le gusta guardar los buenos modos, sobre todo, con las palabras. Fíjense que a algunos salvajes asesinos les llaman ahora “lobos solitarios”. No me digan que no es poético, vamos, casi de fábula.
De entrada, para hacer el amor es necesaria compañía, excepto para el amor platónico o el místico. Aunque creo que estas dos últimas formas de amor no están incluidas en lo que popularmente se entiende como hacer el amor, es decir: echar un polvo. Son formas de amor contemplativas que huyen de la acción y que, por tanto, no hacen el amor sino que sienten el amor. Así que mantienen la misma distancia que existe entre la acción y el pensamiento. Y por último, el onanismo, aunque sobrepase al pensamiento y tenga algo de acción, e incluso reconociéndole su utilidad, no es sino hacerse trampas en el solitario, puro vicio, con perdón. Así que nunca ha estado muy bien visto ni se ha considerado cosa de fair play en las acciones amorosas propiamente dichas.
Para hacer el odio no es imprescindible la compañía. Debo reconocer, sin embargo, que a algunos les gusta odiar en grupo pero esa es una solución demasiado fácil, basta con hacerse socio de algún club de fútbol, o nacionalista a nivel de usuario, o de algún partido o confesión, tanto a nivel inicial como avanzado. Esto nos demuestra que el hacer el odio está muy institucionalizado y puede valer cualquiera a poquito interés que ponga. Son muy pocos los que no caen en ello bien por inercia o bien porque, si no, se aburren.
Además para hacer el amor hay una edad. Y lo sorprendente es que en esa edad, algunos, que fueron considerados unos virtuosos en la ejecución de tal práctica, van ahora y nos desvelan que tras copular incontables veces con innumerables parejas, tríos, dobles parejas o inmersos en toda la variedad de la baraja, jamás hicieron el amor. Me dejan mortal. Resulta que los mejores atletas del sexo eran unos románticos que perseguían la fusión de los espíritus a nivel emocional y que esos orgasmos de repetición tan llamativos, en el fondo, no les decían nada y sólo les dejaban un vacío tremendo. Pues que sepáis que nos pusisteis los dientes muy largos, como para que nos vengáis ahora con éstas.
Y entonces resulta que todos los que con fervor intentamos en su día, eso de hacer el amor abundantemente, con múltiples parejas y con esos efectos físicos devastadores que buscaban el ansiado nirvana liberador, estuvimos siguiendo un modelo equivocado. No sólo erramos el camino sino que, tras fracasar en nuestro idílico afán de promiscuidad y en la ejecución misma del acto que, reconozcámoslo, fueron unos polvos sin pena ni gloria, hicimos también el ridículo. No era eso lo que nuestros admirados modelos de la promiscuidad perseguían, sino el amor verdadero. ¡Vaya por Dios! Pues podían haberlo dicho antes. Que nos han salido más espirituales que la Conferencia Episcopal. De haberlo sabido nos habríamos casado con el novio o la novia de toda la vida y santas pascuas. ¡Fantasmas!, ¡escandalosos! Que eso es lo que sois. Tanto cachondeo y tanto chichiveo para no encontrar el amor. Eso sí, después de haberse hartado de no hacerlo con la debida propiedad. Vaya cuajo.
Ahora todos los que no tuvimos éxito tanto en alcanzar una cantidad de parejas respetable como en lograr el virtuosismo en la ejecución pues, aún llegando al suficiente a veces, siempre necesitábamos mejorar, nos hemos quedado perplejos: hemos perseguido una quimera. Estamos desnortados, sin guías, prácticamente sin modelos. Fracasados, en una palabra.  Vamos, casi tentados de volver al seno de la Santa Madre Iglesia aunque nos degraden a neo catecúmenos rasos.
En cambio para hacer el odio no hay una edad idónea, es más, cuanto más viejo seas mejor te puede salir. Y no tienes que contar con nadie. Eso sí, tienes que idolatrar la muerte. Tienes que pensar que la muerte te llevará a otra vida donde el odio que hayas ejercido en ésta te será debidamente recompensado. En el fondo es lo que dicen casi todas las religiones aunque algunas la recompensa la vinculan al amor. Pero cualquiera sabe quién lleva razón porque cada religión patrocina sus productos. Ver el resplandor de la verdad entre tanta publicidad es muy difícil.
Y, eso de sacralizar la muerte, a todos en algún momento de la vida puede atraernos. Sin ir más lejos, en mi juventud, estuve a punto de hacerme “novio de la muerte” porque esas definiciones, tan románticas, concuerdan mucho con el idealismo juvenil que es, más o menos, creer saberlo todo cuando todo lo ignoras. Afortunadamente me desanimé porque había que desfilar muy deprisa con una cabra delante, escoltar crucificados a pecho descamisado y luego ir por ahí a misiones humanitarias y a zonas agropecuarias de otros países en misiones de paz. Y aunque te prometían que “la muerte no es el final”, eso no era hacer el odio y esa novia, la muerte, a ese paso, tardaría, si es que lo hacía, en dar el sí quiero y casarse contigo. Pero también, como no puede ser de otra manera, ha de respetarse el pacifismo de cada cual. Porque el pacifismo ha de alabarse venga de donde venga. Y lo mismo que los civiles pueden hoy en día derivar en belicistas, a nadie debe extrañarle que los militares deriven en pacifistas y abominen de la violencia. La dimensión poliédrica de la sociedad globalizada lo último que debe hacer es sorprendernos o espantarnos, sino, antes bien, admirarnos, como todos los fenómenos multiformes y trasversales.
Pero, con la globalización, hacer el odio se ha customizado (cuán bella palabra) y si, por hacer el odio, matas a tus semejantes del modo que sea, con lo que tengas más a mano, te haces famoso por tu alarde de inteligencia y adaptación y siempre hay alguna asociación pro muerte que te reivindica como uno de los suyos a título póstumo. El que haga el odio, como los seguidores del Liverpool, nunca caminará solo. Y así al hacer el odio, que lo teníamos por ahí perdido y sin ponerlo en valor, ha habido quien lo ha rescatado del olvido y la vida vuelve a ser más interesante y cualquiera puede odiarte sin conocerte y matarte al buen tuntún. Además de la lotería de las enfermedades nos encontramos ahora con la lotería de los que hacen el odio.
-Ha muerto Pepe.
-Ya. Me imagino. Un cáncer fulminante o un ataque al corazón. A nuestros años…
-Quiá, que se topó con uno que iba haciendo el odio por ahí y le dio con una plancha en la cabeza sin mediar palabra.
-¡Ah! Entonces es cosa normal: un lobo solitario. Nos puede pasar a cualquiera. Ya les pasó a Caperucita Roja y a su abuelita…

04 julio 2016

La complicada resaca electoral

La situación se está poniendo muy complicada. Acaban de detener al pollero de mi barrio. Y no ha sido el único. Las detenciones indiscriminadas comenzaron al día siguiente de las últimas elecciones. Varios camareros fueron los primeros en caer. Pero no se le dio al asunto mucha importancia porque los camareros, ya se sabe, suelen ser unos bocazas que se pasan el día haciendo juicios de valor y aún cosas peores.
El asunto se trivializó indebidamente porque no se calibró en positivo la envergadura del tema, o sea, se miniminizó irresponsablemente una cosa de trascendencia extrema. Creíamos que el tema se basaba, básicamente, en exageraciones interesadas, rumores torticeros o comentarios malintencionados y sacados de contexto voluntariamente adrede para polarizar a la gente. Un grandísimo error, un error gordísimo, en definitiva, lo que viene a ser un graso error. Enseguida nos apercibimos: el tema era muy complicado y hubiera convenido maximalizarlo a tope.
Cuando se llevaron a la señora Mari, la de la mercería, los comentarios ya eran, básicamente, más fundados. El barrio se llenó de temores y suspicacias y la gente en los bares ya no se expresaba con la espontaneidad habitual que forma parte de su natural idiosincrasia. La inquietud en mi barrio, como dice el peluquero, se ha disparado. Está llegando a cotas antes jamás pensadas, inimaginables. Algo sumamente inaudito. El tema, o sea, es muy fuerte.
Lo de Pepe, el pollero, ha sido el último mazazo. Detener a un tipo como él, a todo un emprendedor, ha dejado al barrio mentalmente colapsado.
Dicen, los que presenciaron su detención, que el sano emprendedor, al salir esposado de la pollería, porfiaba con la policía que aquello era un error de discernimiento y metodológico, que él no había votado a “los malos”, que había votado a “los  buenos”, que ahora que su ratio de ventas estaba disparándose positivamente no podían detenerle y poner a su PYME en riesgo de caer en el impago y a su familia en el del desahucio y la exclusión social. Que aquello era una humillación muy denigrante.
Pero buenos son los guardias civiles de la UCO con todo lo que huela a esa lacra nefasta de la corrupción negativa. Y, claro, ante el espectáculo que se preparó, porque la Guardia Civil es la Guardia Civil por muy UCO que se le llame, el prestigio del pollero se ha puesto en entredicho, vamos que ha descendido en picado su nivel de popularidad, bueno que, por muy emprendedor que fuera, su credibilidad se ha desplomado negativamente. Que va a ser ya muy difícil poner en valor el buen nombre de Pepe el pollero. Su figura va a ser muy difícil rehabilitarla socialmente. Básicamente, ése es el tema. Muy complicado.
Varios vecinos, que iban a marcharse a pasar el verano al pueblo por eso del éxodo estival en busca de las propias raíces, se han visto absolutamente superados por la sucesión de estos luctuosos acontecimientos y han pospuesto, sine die, la marcha al medio rural por ver en qué para todo esto, o sea, el tema este.
Y es que el Venancio, el del bar de al lado de la pollería, dijo que le oyó decir al cabo de la Benemérita que esto no era más que el principio y que lo peor estaba por llegar. Y lo que el Venancio dice, en mi barrio, va a misa. Yo creo que el Venancio, en aras del derecho a la información, ha disparado la alarma social en el barrio. Aunque, en el fondo, valoro positivamente la actitud de total transparencia que ha mostrado el Venancio. Que el Venancio al pan, pan, y no hidratos de carbono sometidos a elevadas temperaturas. Anda que no tiene el Venancio claro el tema. Ya te digo.
Los jubilados, que hasta ahora por evidentes razones de edad y achaques estaban libres de sospecha y eran bien mirados, tienen también motivos de inquietud, sus detenciones se han disparado alarmantemente. A un tal Agapito se lo llevaron del campo de petanca, codo con codo, y le confiscaron hasta las bolas y el imán. Y hasta se mosquearon los agentes con el aparatito que llevaba, y, menos mal, que se dieron cuenta de que era un marcapasos. Pero esa misma tarde, en la taberna del Baco Zido, fueron detenidos otros dos jubilados mientras jugaban de pareja al dominó y estaban a punto de cerrar a pitos.
Dicen que muchos otros vejetes, también ciudadanos de la tercera edad, que pretendían, so pretexto del calor, esconderse en sus pueblos, han sido detenidos por los rurales de la Guardia Civil que, sin tanto toque de anticorrupción ni de policía fiscal, imponen mucho más que los de la UCO. Como conejos dicen que han caído, en manos de la Benemérita, los “panteras grises” mientras sesteaban en sus pueblos sintiéndose en total impunidad.
En fin que en mi barrio ya se ha perdido la cuenta de los detenidos. Algunos dicen que son casi las dos quintas partes del censo. Yo no les creo, me parecen cifras interesadamente hinchadas por los agoreros de siempre. Un tema, el de la veracidad de estas informaciones, muy complicado.
Dice el Venancio que las tasas de detenciones se están incrementando positivamente y que, aunque él prefiere no pronunciarse sobre el tema porque le faltan elementos ponderados de juicio, valora como exponencialmente positiva la actitud de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, o sea, de los guardias, aunque él no descarta ninguna hipótesis alternativa o alguna otra detención sorprendente.
Y es que el incremento aumentativo de jubilados, en los últimos años, no parece producirle al Venancio ninguna confianza positiva y, aunque dice que a él no le consta, supone, por todos los indicios, que han iniciado una revolución secreta los jubilatas para cambiar los destinos de España. Que sólo les importan sus pensiones, que no piensan en el futuro del país y que, con su voto, están propiciando que el sistema se colapse y venga, sin dilación, la “dictadura del capitaliado”. Y que muchos, sostiene el Venancio para concluir con el tema, dicen con cinismo que pa lo que les queda en el convento… Y que eso, a su juicio, es de una antisocialidad insensible y totalmente negativa y antisolidaria a todas luces, y, añade, que a los viejos bastante se hace con pagarles la pensión, que el derecho al voto para los que trabajen, que son los que saben de qué va el tema. Joder, vaya tema, qué problemática tan conflictiva, amén de complicada, y cómo se explica el Venancio, con qué sentimiento, con qué corazón, cómo se le ponen las venas del cuello. Si por él fuera, echaba a los viejos de Europa. Vamos que los corría a chorrazos hasta los Urales. Qué fuerte. Ya te digo.
Al fin se ha sabido de qué acusan a los detenidos: Colaboración con banda de delincuentes comunes, amparo a delincuentes, connivencia clandestina con corruptos.
Dicen que van a prohibir la tolerancia pasiva a la choricería y, aún más, su exaltación, y que han tenido que tomar cartas en el asunto hasta los de Bruselas pues el tema lo asocian propiamente con la mismísima Mafia. Un tema muy complicado. Ya te digo.
Quién lo iba a decir de Pepe, de la señora Mari, de los camareros y de los y las jubilatas. Que andaban protegiendo a delincuentes nada menos que con una cosa tan positivamente sagrada como el voto cívico que tanto costó conseguir a las pasadas generaciones de luchadores por la democracia y la libertad. Bueno, yo, ni por asomo, me pensaba rodeado de tanto encubridor. Vamos que ni se me había pasado por el pensamiento. Ni por pensaba que pudiera ser ese el tema. Joder, tío, qué fuerte.
Bueno, un servidor se larga mañana al pueblo y salga el sol por Antequera.
-Coño, quién será a estas horas.
-Que salgas, Mariano, que están aquí los de la UCO preguntando por ti.
-¡Dita sea, cómo s’habrán enterao! ¡Ni que estuviéramos en Venezuela! ¡Qué digo, esto es peor que la Cuba de Castro!